THE OBJECTIVE
Ricardo Calleja

¿Por qué no China?

«Incluso cuando la vida física está en riesgo, debemos recordar que lo más importante no es vivir, sino cómo vivimos»

Zibaldone
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¿Por qué no China?

Ante las limitaciones de nuestros sistemas políticos y económicos liberales, en los últimos años empezaba a rumiarse la pregunta: ¿no será mejor el modelo chino, con su combinación de economía de mercado, planificación centralizada, estrecho control social y régimen autoritario de partido (con secretario general vitalicio)? El coronavirus[contexto id=»460724″] ha convertido este interrogante en un tema de conversación habitual.

En los últimos meses, en mis almuerzos con alumnos, casi siempre sacaba este tema, para ayudarles a pensar y escuchar sus reflexiones. Resumo aquí mi argumento, que tiene tres partes, que combinan elementos económicos, tecnológicos y socio-políticos.

Primera: durante la guerra fría, en el enfrentamiento entre las democracias liberales y el comunismo, del lado liberal se esgrimían dos tipos de argumentos: el de la superioridad moral de la democracia (deontológico) y el de la mayor eficiencia de la economía de mercado con sociedades abiertas (utilitario). Además, se daba por supuesto que la asunción del capitalismo derivaría necesariamente en la adopción de la democracia liberal. ¿Qué otro régimen puede preferir un individuo al que se le da la capacidad de elegir en el supermercado de las formas de vida?

Los economistas de la escuela austríaca habían descrito con clarividencia la trampa epistemológica del socialismo frente a la información y los incentivos procurados por el sistema de precios del mercado. Sin descuidar la apelación a los principios, el argumento de la eficiencia fue explotado por el tándem Reagan/Thatcher para provocar el desfondamiento del bloque comunista. Aunque no debemos olvidar que los ambientes intelectuales y culturales se rendían a la superioridad moral del marxismo, a pesar de las advertencias testimoniales y lúcidas de un Solzhenitsin, un Havel o un Wojtyla.

Sin embargo, en la confrontación con el régimen chino, sucede lo contrario. La combinación de economía de mercado y planificación apoyada en big data (¿qué diría Hayek sobre este modo de difundir información?) podría ser más eficaz para sacar adelante grandes proyectos de inversión estratégica, críticos para ganar las sucesivas batallas de la progresión tecnológica. De modo que a veces descubrimos que el argumento deontológico (sobre la superioridad de la democracia y los derechos humanos sobre el colectivismo autoritario) en realidad nunca nos lo creímos del todo: que para la mayoría era meramente retórico. Algo así ha escrito John Gray estos días, con descarnado cinismo.

Para quienes se han instalado en el “paradigma tecnocrático” (que denunciaba el Papa Francisco en su encíclica ecológica) y ya solo piensan en términos de medios utilitarios al servicio de las preferencias individuales, la promesa de prosperidad y seguridad del régimen chino resultan muy atractivos. O al menos inevitables, dada la penetración de las tecnologías de control social. La crisis del coronavirus parece el escenario perfecto para demostrar la superioridad china, aunque no falten motivos para señalar precisamente entre sus causas la falta de libertad de expresión, por ejemplo.

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Foto: Ng Han Guan | AP

Aquí entra precisamente el segundo argumento, que tuve ocasión de discutir recientemente con un alto cargo de la administración Trump, que trabaja en materia de innovación tecnológica. Según él, Estados Unidos está ante el reto de demostrar que las sociedades abiertas y las economías libres son el mejor caldo de cultivo para la innovación, en particular en materia de inteligencia artificial. Y que a medio-largo plazo esto constituye una ventaja competitiva frente a China. Además de –se supone- una ventaja moral.

A este punto le contesté con un razonamiento quizá simplista, pero creo que eficaz. La tecnología no es moral y socialmente neutral: está orientada a la eficiencia y privilegia el pensamiento utilitario. Pero la lógica de la maximización de la utilidad en realidad se bifurca, como la lluvia sobre un tejado a dos aguas. De un lado está la maximización de la utilidad del individuo (aun a costa de la utilidad colectiva), que es la que da lugar al modelo occidental capitalista. Pero ese dinamismo puede ponerse al servicio de la maximización de la utilidad colectiva (aun a costa de los derechos de los individuos).

En la conversación a la que hacía referencia, nos centramos en concreto en el futuro de los vehículos autónomos. Y pienso que en este tema se plasma de modo evidente la división anterior. Nuestro sistema de transporte rodado está concebido en la lógica de la maximización de la utilidad individual. Los coches son propiedad privada; instrumento para ir a donde uno quiera –solo o con una pequeña familia-; expresión de la propia identidad. Y esto da lugar a un régimen colectivo de transporte tremendamente peligroso, ineficiente, contaminante y estresante. Pero satisface la preferencia individual, que es de lo que se trata. Por el contrario, la lógica de los coches autónomos es, desde el primer momento, de maximización de la utilidad colectiva, y por lo tanto daría lugar a un sistema de transporte concebido de modo opuesto al actual. En el desarrollo de la tecnología y su implantación social y regulatoria, el régimen que opera habitualmente en la lógica de lo colectivo tendrá todo tipo de ventajas. Por ejemplo: la capacidad de convertir macro-ciudades en banco de pruebas –imprescindible para ajustar la tecnología-, o la facilidad para superar objeciones sociales y regulatorias. “Al pensar en coches autónomos ya estás pensando en chino”, le dije, provocando su alarma, “y eso supone que tendrás que hacerte chino si quieres ganar la carrera”.

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Coches autónomos de Uber. | Foto: Gene J. Puskar
| AP

Y aquí entra la tercera línea de mi argumento. En los últimos decenios los regímenes liberales han conocido dos movimientos contradictorios: la primacía de la democracia procedimental, y la reinterpretación de los derechos individuales en clave expresiva de identidades alternativas. Desde ambas posiciones, se vituperaba el sentido de la comunidad, la identidad nacional y toda referencia a lo sagrado. Solo recientemente Jonathan Haidt ha popularizado algo que ya formaba parte de nuestra tradición occidental: que religión, nación y autoridad son respuestas a necesidades innatas –los fundamentos de la moralidad más vinculados a nuestra naturaleza comunitaria- presentes en nuestra carga genética, que no es solo egoísta.

Ese doble proceso ha disuelto los fundamentos morales de nuestra cultura política. De modo que nuestros regímenes políticos se han reducido a un sistema de incentivos políticos estrechamente vinculados al corto plazo, con ciclos electorales permanentes y electorados emotivistas y fragmentados. Todo esto quizá experimente una fuerte sacudida después de la experiencia del coronavirus. Nuestro régimen político requerirá de nuevas magistraturas de la crisis y del largo plazo. Lo difícil será darles forma sin sacrificar la libertad y la participación ciudadanas. Se cierne sobre nosotros la tentación de la tecnocracia autoritaria, que garantice la protección y prometa prosperidad.

En definitiva, si no queremos sucumbir a China (uso la cursiva porque me refiero al régimen actual, no a la raza o civilización chinas) hay que tomarse en serio el argumento moral frente al colectivismo tecnocrático, y no ceñirse a discusiones sobre qué sistema es más eficiente. Incluso cuando la vida física está en riesgo, debemos recordar que lo más importante no es vivir, sino cómo vivimos. Y no me refiero solo a cómo consumimos. También China es capaz de llenar nuestros bolsillos y de ofrecernos opciones de compra en un click, si de eso se trata. También China genera “especialistas sin alma y vividores sin corazón” (Max Weber).

Algunas preguntas delimitan este cómo vivimos: ¿Cómo formamos familias? ¿Qué ideales ofrece nuestra educación? ¿Cómo y para qué trabajamos? Y ¿cómo convivimos políticamente? La respuesta de la civilización occidental siempre aspiró a ir más allá del panis et circensis. Pero si “pan y circo” lo decimos en latín, es que la amenaza es vieja, y siempre ha estado con nosotros. También las alternativas. Pero hay que creérselas.

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