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Nooteboom recibe el Premio Formentor: «La imagen de mi madre absorta en la lectura me condujo hacia la literatura»

Nooteboom recibe el Premio Formentor: «La imagen de mi madre absorta en la lectura me condujo hacia la literatura»

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El novelista, ensayista y viajero Cees Nooteboom ha recibido el Premio Formentor de las Letras 2020 en el año más atípico: gobernados por la pandemia y con un evento que se ha tenido que adaptar a las circunstancias. El autor neerlandés ha correspondido el reconocimiento a distancia: «Sencillamente, gracias».

En contexto: este fin de semana se reúnen algunos primeros espadas del pensamiento y la literatura internacional para participar en las Conversaciones Literarias de Formentor, una de las citas culturales más importantes del año en España. El décimo galardón que concede la fundación fue a manos de Nooteboom, como contamos en abril. Aquí puedes consultar el programa, que se podrá seguir por streaming.

Podrían no haberse celebrado los eventos proyectados para estos tres días, pero como ya dijo el director de la Fundación Formentor, Basilio Baltasar: «Tenemos que mantener vivo el fuego de la cultura». El protagonista este viernes ha sido Nooteboom, al que definió elogiosamente el filósofo Rüdiger Safranski: «Es un romántico con ironía, un poeta filósofo, un testigo políticamente atento, un nómada moderno y un escritor que no sólo reflexiona sobre la relación entre los viajes reales y los imaginarios, sino que la vive».

El autor neerlandés ha leído una extensa carta de agradecimiento por el premio en la que revive su infancia, el placer de leer y viajar -haciendo autostop, cuando era necesario-, algunas anécdotas, su debut a los 21. «En 1954, escribí mi primera novela: Philip y los otros. De esto hace ya 65 años y continúo escribiendo».

Y no olvida algunas decepciones, algunas críticas feroces, su admiración por Heródoto, Shakespeare, Proust o Mishima. Tampoco el valor de las librerías en tiempos de Amazon: «Quisiera dejarlo claro aquí, son para los escritores una de las fuentes de inspiración más importantes. Si algo nos ha demostrado la pandemia es que el periodo de cierre de librerías ha convertido a los lectores y a los escritores juntos en tristes huérfanos, algo que ni Amazon ni internet pueden remediar, pues no son sino enfermeros en el hospital equivocado. Si me imagino el cielo, veo la imagen de una gran librería un poco desordenada donde unos libros dispersos en el suelo engendrarán otros libros».

Dicho esto, el escritor neerlandés explica que recae en su madre la culpa de sembrar, voluntariamente o no, esa pasión por los libros: «Borges y Nabokov nacieron en casas llenas de libros», describe. «¿Es bueno eso? A mí me daba envidia y, sin embargo, no sé si es bueno. A mi madre le gustaba leer, pero no los libros que yo más tarde admiraría; así y todo, pienso que la imagen de mi madre absorta en la lectura de un libro me condujo hacia la literatura».

A continuación, reproducimos el discurso completo de Nooteboom gracias a la traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal.

Leyendo el libro del mundo

En el ahora en que escribo estas palabras, veo delante de mi ventana la pequeña rama de nogal que corté frente a esta aislada casa alemana en la que resido. Nunca me había fijado yo mucho en los nogales —a pesar de que mi nombre, Nooteboom, que en español significa «nogal», hubiera sido razón suficiente para ello—, y, por consiguiente, nunca había reparado en la belleza de las formas de sus hojas. Hace unos días coloqué esa elegante ramita delante de mi ventana por la que veo una hiedra exuberante, detrás de esta unos árboles altos, después un campo que el tractor del vecino recorre de un lado a otro, al fondo un bosque y más allá, en lontananza, los Alpes, pues esta casa está ubicada en un lugar apartado, en una zona rural de Baden Württemberg, que es uno de los estados de Alemania, como bien saben ustedes. Los discursos poseen siempre un entonces y un ahora, el entonces de la escritura y el ahora, es decir, ahora mismo, en que toca pronunciarlos. De ser así, me encuentro, en este momento, delante de ustedes en Formentor, el lugar que da nombre al premio que hoy recibo. Es posible que escuchen ustedes una leve vacilación en mi voz, porque el tiempo en el que vivimos es un tiempo incierto en que las cosas que damos por sentadas no siempre son seguras. Escribo estas palabras el último día del mes de mayo. Tal como están las cosas ahora, existe aún la posibilidad de que el virus que actualmente domina el mundo nos juegue una mala pasada, y, en tal caso, no estoy hoy, el 18 de septiembre, aquí en Palma de Mallorca delante de ustedes, sino en otro lugar, donde ustedes no están, lo cual sería de lamentar. La isla en la que se encuentra Formentor es vecina de mi isla, Menorca, que no es mía, por supuesto, aunque yo diga «mi» isla, pero sí es el lugar donde he escrito gran parte de mis libros y poemas en los últimos cincuenta años. De modo que el premio que recibo es para mí, en cierto sentido, como llegar a casa, con lo que no quiero decir que se me haya otorgado por esta razón, claro está, si bien estoy convencido de que la isla más pequeña ha sido una inspiración esencial para mi obra a lo largo de todos esos años. 

Algunos días del año, en Menorca, cuando desde mi pueblo de San Luis me dirijo hacia el oeste en dirección a Ciudadela, avisto la forma de Mallorca, una atractiva figura geológica, ligeramente  curva, que parece flotar sobre el mar, como una tentación. El viaje en barco de Ciudadela a Alcudia dura tres horas, un trayecto que he realizado con cierta frecuencia, pero mientras lo hacía nunca pensé en el Premio Formentor, hasta ahora, ahora que quiero expresar mi agradecimiento por este gran honor. A principios de la década de los sesenta, dos de los escritores que yo más admiraba, sin comprenderlos del todo, el irlandés Beckett y el argentino  Borges, recibieron este mismo premio… Borges, el vidente ciego, se convirtió con el paso del tiempo en una figura mitológica, como la propia literatura, una constante fuente de inspiración, un ejemplo de erudición y de la posibilidad de jugar de una manera superior con todo lo que uno ha leído.

¿Cuándo se convierte uno en escritor? ¿Es gracias a la lectura o gracias a la vida? ¿O es por una combinación accidental o, por el contrario, intencionada de ambas? En el seminario donde cursé  el bachillerato clásico yo no había leído ni a Borges ni a Beckett. ¿Influye la forma en la que  discurre tu vida en la manera en que buscas tu camino en la literatura? Tenía yo suficientes  razones para preguntarme esto, porque, al igual que muchos de mis contemporáneos nacidos  antes de la guerra (soy del ‘33) que aún vivieron, de forma más o menos consciente, suficientes  años de aquella época como para haber sido tocados por ella definitivamente, aquella guerra,  sin que yo me diera cuenta entonces, se convirtió también para mí en una fuerza nada desdeñable que afectaría mi vida y, por lo tanto, mi escritura, a causa del inevitable caos que la  acompaña. Mis padres se divorciaron en el último año de la guerra. Debido al hambre que  azotaba a La Haya en aquel mismo año de 1944, mi padre, que moriría en un bombardeo de  aviones británicos dos meses después, me había enviado con mi madre fuera de la ciudad,  porque ahí todavía había algo de comer. Nuestra casa en La Haya sería destruida en este mismo  bombardeo; todavía conservo en mi retina la imagen de aquel irreconocible montón de piedras. 

Mi madre se volvió a casar en 1948 con un hombre extremadamente católico, por lo que me internaron en un seminario de franciscanos, y después, una vez que me echaron de ahí, en uno de la orden de Agustinos, y la palabra «orden» me la tomo aquí literalmente como la antítesis de «caos». Esto supuso un nuevo giro en mi biografía. En mi libro sobre Venecia, en el que comento una pintura de Carpaccio que representa a san Agustín como un escritor con la pluma levantada, es decir, en el momento de la inspiración, sostuve que él fue el mejor escritor entre los santos y el más santo entre los escritores. Así que no podría haber tenido yo mejor suerte, a pesar de que el amor entre los agustinos y yo no fuera perfecto y me expulsaran también de ahí, pero, con todo, estoy convencido de que la palabra Orden —ordinis Sancti Augustini— está bien elegida: por primera vez hubo orden en mi vida, tal vez gracias a los frailes, pero en especial gracias al horario estricto que impera en un seminario, y, con toda seguridad, gracias a los clásicos que allí me enseñaron y que ejercerían una influencia duradera en mi obra, que a partir de aquel momento, por el orden benéfico y por el caos que yo mismo me creé, se caracterizaría por una continua existencia nómada. Yo no podía imaginarme en una universidad, mi universidad sería el mundo. No creo que por aquel entonces ya quisiera ser escritor. Tanto el orden como el caos se convirtieron en parte de mi vida: el caos de estar siempre en camino  unido a la necesidad de escribir sobre ese estar en camino, y mi obsesiva y tenaz curiosidad gracias a la cual aprendía idiomas mientras viajaba, a lo que contribuyó la base que había adquirido en los pocos años que había estudiado griego y latín y tres idiomas modernos en el seminario.  

En septiembre del año pasado obtuve un doctorado honoris causa en Londres y a los estudiantes  les expliqué, con un placer un poco perverso, aunque no fuera esta mi intención, que además  de la universidad, existen formas ilegales de aprender o de adquirir los signos externos de  erudición; pero aquí habla, claro está, el autodidacta, por no hablar de mi carrera de banquero,  que inicié al irme de casa a los diecisiete años y que consistió en trabajar un par de años como  joven empleado en un banco. Todo aquello no me aportó ninguna novela sugerente sobre la  banca, pero sí me sirvió de algo. Y es que, algunas veces, cuando me permitían llevar dinero en  bicicleta a unas ancianas de alta alcurnia, yo aprovechaba para hacer un gran desvío por un  bosque donde me detenía junto un arroyo para, sí, ¿para qué? Para pensar, y a veces pienso que 

mi escritura comenzó en aquel lugar, sin poner una palabra sobre el papel. Me sentaba allí y  pensaba, una forma de absentismo y de clandestinidad que ahora sé que es parte integral de la  escritura. 

Pensaba en lo que realmente quería y en lo que había leído. Lo que me había quedado del poco  tiempo que cursé la escuela secundaria era la avidez por leer libros, y cuando hoy vuelvo a mirar  mis antiguos libros y las fechas que anotaba fielmente en ellos, me sorprende encontrar no solo  a Sartre y a Faulkner o a los clásicos que estudié en el seminario, como Ovidio y Homero, sino  también a unos cuantos escritores holandeses de los que ustedes desafortunadamente nunca habrán oído hablar, porque el neerlandés es un lenguaje secreto en el que hay que haber nacido  para poder descubrir los tesoros ocultos de nuestra literatura.  

En mi casa no se leía, al menos no aquellos libros que fascinan a quien más tarde será escritor.  ¿Cómo funcionan esas cosas? Saltas de un libro a otro, algunos escritores no dejan de cautivarte  a lo largo de toda la vida; tal vez no los comprendiste del todo cuando los leíste por primera vez  y, para según qué libros, tuviste que aprender a captar los matices del idioma extranjero. Es una  escuela dura en la que uno mismo hace de alumno y de profesor, una escuela que te  acompañará toda la vida con descubrimientos siempre nuevos. Por aquel entonces no tenía yo  muchos amigos literatos; vagaba por una inmensa selva, no para buscar, sino para encontrar.  Uno de los libros más antiguos en el que anoté mi nombre es L´existentialisme est un humanisme  de Sartre. ¿Entendí este libro en aquel momento? ¿Era mi francés lo suficientemente bueno?  Llevaba años haciendo viajes en autostop con camioneros franceses, pero el discurso en las  cabinas de los enormes camiones estaba más enfocado en el siguiente restaurante que en la  filosofía, y, sin embargo, pienso que aprendí mucho de ellos. Recuerdo la obstinación por  desviarnos de las rutas para ir a comer tal o cual especialidad culinaria local. Ahora, sesenta años  después, leo en una biografía de Heidegger acerca de sus respuestas a Sartre, y algunas partes  del rompecabezas empiezan a encajar; aquello que, con toda probabilidad, no entendí en su día  se torna claro. Comprendí, por la prensa de aquellos días, que había varios autores franceses,  como por ejemplo Simone de Beauvoir, que profesaban una gran admiración por William  Faulkner. Ignoro si lo habían leído traducido o en su idioma original, pero para mí la lengua y el  estilo de Faulkner eran un gran desafío, y no fue hasta más adelante, después de viajar por  Misisipi y otros estados del sur y comprender cuán vinculados estaban la cultura de la América  negra y el pasado esclavista en el mundo de Faulkner, cuando por fin hallé el acceso a su intenso  y complejo mundo.  

En cierta ocasión me encontraba yo frente a la enorme biblioteca de mi amigo alemán Rüdiger  Safranski, autor de las biografías de Nietzsche y Heidegger, Hölderlin y E.T.A Hofmann, Goethe  y Schiller. Estaba yo ahí cavilando un poco, con respeto y envidia, y se me ocurrió preguntar,  probablemente en un tono de desesperación: «Rüdiger, pero ¿cuándo has leído todo esto?». Y  él me contestó, como si llevara tiempo preparándose para esta pregunta. «Mientras tú leías el  libro del mundo». En mi vida he tenido que responder con frecuencia a la pregunta de por qué  viajo tanto, y, como reacción a la constante incomprensión hacia mi supuesta inquietud, he  desarrollado un mecanismo de defensa que tiene que ver con mi pasado, con aquel par de años  en el seminario. Gracias a este pasado, como no puede ser de otra manera, desarrollé una  fascinación por los monasterios que me ha acompañado toda la vida, en especial por sus 

variantes cada vez menos comunes, los monasterios con el bello nombre de «contemplativos»,  órdenes como las de los benedictinos y cistercienses, también llamados trapenses. El silencio  que reina en estos lugares, la regularidad que en efecto me faltaba en mi inquieta vida, me  atraían hasta tal extremo que me presenté —debería de tener unos dieciocho años— en un  monasterio trapense situado en el sur de los Países Bajos para preguntar si podía ingresar en la  orden. El abad, un hombre sabio, capaz de atravesar con su mirada mi alma inquieta, debió de  llegar a la conclusión de que lo que a mí me movía no era la fe. Me entregó una historia de la  vida de los santos en latín, una celda para dormir y un diccionario, y me encargó que tradujera  un fragmento del libro. Al cabo de unos pocos días me largué de ahí, pero desde entonces no he  dejado de visitar regularmente monasterios dondequiera que estén —Irlanda, Castilla o Japón— , y me he construido mi propio monasterio, sin cofrades, con la infinita serie de habitaciones de  hotel que he ocupado: celdas para leer, escribir y pensar. 

Hace mucho, en 1962, tuvo lugar un congreso literario en Edimburgo donde conocí a la escritora  americana Mary McCarthy. Ella se hallaba entonces en la cima de su fama, y yo aún no estaba  en ningún lado, pero en aquel encuentro, que se convertiría en uno de los más importantes de  mi vida, ella debió de ver algo en mí, gracias a lo cual nació una amistad que se prolongó hasta  su muerte. En el dédalo de mi defectuosa memoria creí que nos habíamos vuelto a encontrar en  Formentor, cuando ella fue miembro del jurado en 1964, y mi admirado Gombrowicz uno de los  candidatos. Lo del jurado y lo de Gombrowicz era cierto, sí, pero el encuentro tuvo lugar aquel  año en Valescure y ella no votó por Gombrowicz, que contaba con el apoyo de un gran número  de escritores, sino por Nathalie Sarraute, creo que sobre todo por su libro Tropismes, un título  que ha dado nombre a una de las librerías francófonas fuera de Francia más bellas, me refiero a  la librería Tropismes de Bruselas, donde compro mis libros siempre que visito la capital europea. 

Las librerías, quisiera dejarlo claro aquí, son para los escritores una de las fuentes de inspiración  más importantes. Si algo nos ha demostrado la pandemia es que el periodo de cierre de librerías  ha convertido a los lectores y a los escritores juntos en tristes huérfanos, algo que ni Amazon ni  internet pueden remediar, pues no son sino enfermeros en el hospital equivocado. Si me  imagino el cielo, veo la imagen de una gran librería un poco desordenada donde unos libros  dispersos en el suelo engendrarán otros libros. Pero ¿qué libros son esos? Borges y Nabokov  nacieron en casas llenas de libros. ¿Es bueno eso? A mí me daba envidia y, sin embargo, no sé si  es bueno. A mi madre le gustaba leer, pero no los libros que yo más tarde admiraría; así y todo,  pienso que la imagen de mi madre absorta en la lectura de un libro me condujo hacia la  literatura. Comoquiera que sea, algunos libros más vale leerlos a cierta edad. Mucho más  adelante, afirmé en una de mis obras que al escribir uno siempre tiene en la mano a otros cien  escritores, sea o no consciente de ello. Yo no fui capaz de leer a Borges hasta que la Collection  La Croix du Sud de Roger Caillois publicó sus libros traducidos al francés, y no fui capaz de leer  en francés hasta haber viajado infinitas veces con aquellos camioneros, porque mi francés  escolar no bastaba. ¿Acaso mantenía yo conversaciones literarias con aquellos conductores? No,  pero sí hice en aquellas cabinas otra cosa, igual de indispensable: escuchar las historias de otras  personas. Y los relatos orales son libros todavía sin imprimir que te permiten acceder a la  connaissance du monde, lo cual me lleva de nuevo a las palabras de Safranski acerca del libro  del mundo. 

Mis tres o cuatro cursos de educación secundaria me proporcionaron una base sólida que me  permitió volver siempre a Heródoto, Catulo, Safo o San Agustín. Ahora bien, para enfrentarme  al mundo vivo que me rodeaba, no estaba yo muy preparado; este lo tuve que descubrir por mi  cuenta, lo cual solo es posible si uno se expone al azar. Y así fue como llegó a Ámsterdam un  viejo director de escena, Pjotr Sjarov, que había sido alumno de Stanislavski. Nos trajo una  representación de Chéjov tras otra, un recuerdo inolvidable, que más adelante retornó a mi  poesía y que me hizo adicto al teatro. Con mis primeros ingresos tomaba yo cada año en Hoek  van Holland un barco con destino a Harwich para asistir cada noche al teatro en Londres y casi  anegarme en la extraordinaria riqueza de Shakespeare. Lo que comprendí entonces de aquella  orgía lingüística shakespeariana no lo recuerdo, pero sí me ha quedado la fascinación por una  lengua que es capaz de todo. Desde Londres hacía yo autostop a París, y recuerdo como si fuera  ayer las primeras obras de Beckett, pero también las otras obras, tan diferentes y menos  misteriosas, pero muy afiladas, de Anouilh y Adamov, con actores grandiosos como Serge  Reggiani. No recuerdo gran cosa de las clases de literatura neerlandesa en mi escuela secundaria  nunca acabada, pero la poesía de la generación de los 80 —y con ello me refiero a 1880, una  generación literaria que, para la mayoría de extranjeros, es desconocida a causa de la  inaccesibilidad de nuestra lengua—, sí me impresionó, en cualquier caso, me enseñó a leer  poesía. Mucho más adelante encontré un antiguo cuaderno en el que había copiado cincuenta  poemas de todo tipo, un cuaderno que podía llevarme fácilmente en mis viajes en autostop para  leerlo y releerlo. Uno de los primeros grandes descubrimientos en mi propia lengua fue Louis  Couperus, un escritor procedente de las Indias Orientales Neerlandesas, nuestras antiguas  colonias, hoy Indonesia, que en el anterior fin de siécle escribió algunas novelas espléndidas,  como De stille kracht (La fuerza oculta), en la que por primera vez penetraban los vientos del  mundo tropical, una influencia que ya nunca me abandonó, como tampoco la que ejerció sobre  mí Jan Jacob Slauerhoff, poeta maldito y médico de a bordo fallecido a temprana edad, y, que  con sus soleares y fados melancólicos me evocó un mundo español y portugués que ya nunca  más fui capaz de resistir y que no comprendí del todo hasta verme en un barco atracado en el  puerto de Lisboa, convertido yo mismo en marinero, para zarpar hacia Surinam, con mis poemas  en la maleta. 

A mis veintiún años, en 1954, escribí mi primera novela: Philip y los otros. De esto hace ya 65  años y continúo escribiendo. En algún momento dije que uno debe esperar, aunque no sepa  qué. En 1963 escribí mi novela El caballero ha muerto, que considero el fracaso más importante  de mi obra. En este libro, el escritor se suicida después de fracasar en su intento de finalizar el  libro que otro escritor había dejado inacabado. El libro era una sombra oscura y lejana de aquella  primera novela que yo había escrito con total ingenuidad y sin recurrir a ninguna técnica  literaria, lo que tal vez explica por qué cosechó cierto éxito en aquella época. La nueva novela  con su triste desenlace recibió elogios a la vez que duras críticas, y tanto lo uno como lo otro  estaba justificado. Yo sabía que tenía que escribir ese libro, pues de lo contrario hubiera  proliferado en mi cabeza cual tumor maligno. Empecé a viajar, y, excepto mi poesía más o menos  hermética, me situé al margen del ambiente literario habitual, y me dediqué a escribir sobre el  mundo y sobre lo que veía en mis viajes. Budapest 1956, el Muro de Berlín 1963, París 1968,  Sudamérica después de Cuba, y de nuevo el Muro, pero esta vez en 1989 y a continuación la  Alemania unida… Durante los diecisiete años posteriores a mi abandono de la ficción se 

publicaron muchos de mis llamados “«libros de viaje», reflexiones y meditaciones sobre mis  viajes por todos los continentes, como mis libros sobre Japón y sobre España, El desvío a  Santiago, y no fue hasta entonces, después de diecisiete años de silencio, cuando apareció  Rituales, el libro que yo había esperado todo ese tiempo. ¿Acaso fui consciente de que lo  esperaba? No, yo sabía que debía esperar, pero no sabía qué, a no ser que, sin saberlo, hubiera  estado esperando el instante de la ficción. Y solo después de esto aparecieron mis otros libros.  ¿Qué había sucedido entretanto? 

Había vivido y había viajado. En un libro sobre el filósofo Ernst Bloch vi un capítulo titulado  Ontologie des Noch-Nicht-Seins (Ontología del todavía-no). En esta historia que acabo de  leerles, aparecen algunos recuerdos de juventud que proceden de la época del «todavía-no». Vi,  leí, esperé, y después escribí, y respecto a esto último puedo decir que me sigue alegrando no  haber leído a Proust antes de esta época, porque también Proust pertenecía a la espera. Cuando  al fin estuve preparado para ello, quise leerlo en francés, lentamente, página por página, hasta el increíble final de Le Temps Retrouvé, que me recordó al éxtasis de un montañero que ha  alcanzado al fin la cumbre del Himalaya. No era el francés de mis camioneros, pero hay que  reconocer que sin tal experiencia mi comprensión hubiera sido menor, y la ironía póstuma de  este conocimiento es que un editor francés me recomendó recientemente que leyera a Proust  en inglés, porque al haber sido traducido ya tres veces a este idioma a lo largo del siglo, sería  mucho más moderno que en francés: una equivocación. 

Proust y Pessoa nos han enseñado que es posible repartir la vida entre varias personas y  escritores; Kawabata y Mishima nos han demostrado que la literatura japonesa, tan diferente a la nuestra, puede ser también muy cercana; Celan y Joyce, sin olvidar a Heidegger, hicieron de  la propia lengua el sujeto de su obra, un lenguaje secreto que se escribía y solo después se  descifraba, convirtiendo así la lectura en una aventura sin fin. El tiempo del «todavía-no» ya lo  he dejado atrás para siempre. Nunca fui capaz de definir ese tiempo con abstracciones  filosóficas, lo cual tampoco hubiera sido posible en mi otra época, las de las cabinas de los  camiones. La esencia del «todavía-no» pertenece a la espera, es gracias al «todavía-no» que la  obra adquiere su definitiva forma. Quien elija la abstracción debe contar su historia de otra manera o, mejor dicho, convertirse en otro escritor. 

Hace un instante, este discurso contenía, según el recuento de mi ordenador, 3333 palabras. Yo nací en 1933, un año fatal para la historia europea, y mis dos últimos poemarios contienen cada cual 33 poemas. Para huir de esa afectación numerológica con el número 3, añadí algunas palabras en relación con la cita de Ernst Bloch, y ahora les digo, sencillamente: gracias, Formentor, gracias a todos ustedes.

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