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Cultura

El columpio: vértigo, goce y contradicciones

Javier Moscoso publica el ensayo ‘Historia del columpio’, que nos descubre este artilugio milenario que fue y es mucho más que un entretenimiento infantil

El columpio: vértigo, goce y contradicciones

Jean Honoré Fragonard | Wikipedia

Para los nacidos en los 80, hacer cola en los parques para poder columpiarse era un ritual cotidiano, siempre acompañado de la inevitable frustración provocada por la espera y, sobre todo, por tener que abandonar el preciado columpio para permitir que otro niño disfrutara de él. Para quienes nacieron antes, sin embargo, el columpio era excepcional, no formaba parte del escenario de su infancia y esto se debe a que, como cuenta Javier Moscoso en su apasionante ensayo Historia del columpio (ed. Taurus), el columpio como juego infantil llegó a España tras la guerra, pero solamente se popularizó tras la muerte del dictador, convirtiéndose, como lo es todavía hoy, en uno de los entretenimientos preferidos de los más pequeños y, en algunos casos, en una de las mayores torturas de sus progenitores, obligados a empujarlos. 

El columpio como juego infantil llegó a España tras la guerra, pero solamente se popularizó tras la muerte del dictador

La llegada tardía del columpio a nuestros parques resulta todavía más paradójica si se tiene en cuenta de la historia milenaria de este objeto, cuyos primeros testimonios los encontramos en el Egipto antiguo, donde se contaba que la diosa Isis se columpiaba sobre el pene de su marido y, a la vez, hermano Osiris, muerto y, posteriormente, troceado por su también hermano Seth. Se cuenta que Isis reconstruyó el cuerpo de Osiris y utilizó su miembro como balancín o, al menos, así lo recoge El libro de los muertos. El mito de Isis traspasó fronteras y, con él, también la idea de «columpiarse»: «La diosa de los mil nombres alcanzó las regiones del Alto y el Bajo Nilo. Desde allí cruzó el Mediterráneo, atravesó el Mar Rojo y el Golfo Pérsico hasta el antiguo reino de Kalingara, en el mar de la India», cuenta Moscoso, recordando que fue precisamente en Indostán donde nos reencontramos con Isis. Allí, el rey Narasingha Decas I la hizo retratar «encima de una tabla sostenida por dos cuerdas». Sin embargo, en realidad, no fue la primera en columpiarse. Sí lo fue, en cambio, Erígone, que, ante la visión de su padre, Icario, muerto, decidió tender una soga en las ramas de un árbol para ahorcarse. 

Imagen vía Editorial Taurus.

El columpio o la pulsión de muerte

Mientras la leyenda de Isis dota al columpio de una naturaleza erótica o, por lo menos, lo vincula al placer físico, la muerte de Erígone nos retrotrae a otros de su orígenes: el del columpio como instrumento para la muerte y, consecuentemente, también para la tortura. Y, de hecho, Erígone no fue la única en pensar en el balanceo como forma para ahorcarse; allí están también Fedra, tal y como nos relata Eurípides, Yocasta, la madre y esposa de Edipo, y Antígona, la hija de ambos. «En estos y otros casos, la soga era una forma de muerte que, siendo deshonrosa para los varones, la practicaban con frecuencia las mujeres», cuenta Moscoso, que, asimismo, recuerda de qué manera el balanceo sí fue una forma de suicidio, pero también una manera para evitarlo. En efecto, la perfección del columpio como instrumento responde, siempre según el relato mítico, a la voluntad de detener los suicidios entre las jóvenes. Cuenta el escritor hispanolatino del siglo I Julio Higinio que, frente a la ola de suicidios, las atenienses «instituyeron la práctica de columpiarse con sillas a las que añadían algunas tablas de madera, de modo que pudieran balancearse con el viento». De esta manera, el columpio impedía la muerte, pero seguía vinculado a la muerte o, por lo menos, a su riesgo. En efecto, aiora, término griego de «columpio», hace referencia al nudo de la horca, aludiendo, de esta manera, también al uso de dicho instrumento como forma de tortura.

La perfección del columpio como instrumento responde, según el relato mítico, a la voluntad de detener los suicidios entre las jóvenes

El carácter preventivo del columpio lo volvemos a encontrar en Roma. Ahí, la función apotropaica no la tiene el hoy juego infantil por antonomasia, sino pequeños objetos que se caracterizar por su oscilación. Hablamos de los oscillas, unos objetos con relieves que se colgaban de los pestillos de las casas o en los árboles a través de una serie de un gancho. Como apunta Moscoso, los oscilla parecen servir para «evitar el mal de ojo o para alejar a los espíritus de las viviendas». Al respecto, define la Real Academia el acto de oscilar como «efectuar movimientos de vaivén a la manera de un péndulo o de un cuerpo colgado de un resorte o movido por él». Resulta importante destacar la figura del «péndulo», porque si algo define el columpio -su movimiento, pero, sobre todo, su historia- es que el pendular constante de sus resignficaciones está estrechamente ligado al estudio del individuo y, en concreto, a su manera de percibir el entorno y, por tanto, a su manera de orientarse, pero también de desorientarse.

El columpio (después de Fragonard) por Yinka Shonibare. | Imagen vía Tate Gallery.

El doctor Joseph Frank, a partir de sus estudios realizados a finales del XVIII en su Viena natal, consideraba que el vértigo «era una percepción errónea, pasajera, por la cual los objetos, aunque estén quietos, parecen cambiar de lugar y moverse». Asociado al vértigo, aparece el mareo, especialmente asociado a la navegación y, más en general, a cualquier movimiento que impida la estabilidad. No es de extrañar, por tanto, que Erasmus Darwin, a finales del XVIII, aconsejara, para prevenir los mareos en alta mar columpiarse con asiduidad durante una o dos semanas antes de embarcarse. Una vez más, el columpio sirve para una cosa y para su contrario: provoca el mareo, pero también lo impide. 

Esta doble función del columpio recalca aún más si cabe en la naturaleza contradictoria de este mecanismo: por un lado, está el mareo, el vértigo, el riesgo e, incluso, la pulsión de muerte; por el otro lado, está el entretenimiento, el goce e, incluso, el placer sexual. Esta dualidad quedó más que patente con el romanticismo: en la medida que avanzaba el siglo XVIII, «la pintura europea comenzó a explorar lo que podríamos considerar las cualidades dionisiacas del columpio. El miedo, por ejemplo, que el siglo anterior había definido como anticipación del dolor y de la muerte, pasará a servir de pasatiempo», comenta Moscoso. Obras como la de los pintores Robert Hubert, Jean-Honoré Fragonard o Francisco de Goya ilustran a la perfección la manera en que el columpio se fue convirtiendo en un entretenimiento, vinculado sobre todo a niños y a mujeres. Y es precisamente la asociación del columpio como un pasatiempo femenino lo que lo hace deslizar o, mejor dicho, pendular hacia lo erótico, como se aprecia en algunos de los grabados y lienzos de Goya, donde aparecen también motivos vinculados a la brujería y a la magia negra. 

‘El columpio’ de Francisco de Goya (1776). | Imagen vía Wikipedia.

El columpio, objeto de placer

Señalando a su amante, el noble le dijo -así lo cuenta Moscoso- al pintor Jean-Honoré Fragonard: «Me gustaría que pintarais a madame sobre un columpio impulsado por un obispo. Me colocaréis de modo que pueda ver las piernas de esta preciosa niña. Y, si además quisierais embellecer su obra con otras cosas, pues ya sabéis…».

Pintado en 1767, El columpio escandalizó a más de uno: Fragonard retrató a una mujer que —con un vaporoso vestido rosa y con una pierna levantada, haciendo así caer uno de sus zapatos— se balancea ante la mirada del amante, recostado debajo. El pie desnudo, el vestido levantado por el movimiento del columpio y la mirada entusiasta del amante, estratégicamente situado, dotan al cuadro de Fragonard de un elevado componente erótico, buscado más que intencionadamente por el artista que retrata ahí también a Cupido… Pero no solo lo pone en un rincón, sino que lo convierte en el destinatario de ese zapato lanzado al aire. «¡Al cuerno el amor! », exclama Moscoso, pues el cuadro «no va de sentimientos, sino de la posición relativa de los amantes». Es decir, va de erotismo.

El columpio tenía que ver con el cortejo, pero, sobre todo, con el goce; de ahí que muchas veces se lo considerara un objeto propio de lujuriosos

Ni este fue el única obra de Fragonard dedicada al lujurioso entretenimiento ni fue Fragonard el único en ver su potencial erótico. El columpio se había popularizado, sobre todo, en Francia, donde Madame de Pompadour, la amante más conocida de Luis XV, hizo instalar uno en los jardines de Versalles. El columpio tenía que ver con el cortejo, pero, sobre todo, con el goce, de ahí que, muchas veces, se lo considerara como un objeto propio de lujuriosos, como se observa en un texto anónimo, Lettres à un père de famille, citado por el ensayista: «No os he hablado en absoluto de los Redoutés de los Wauxhals [sitios de prostitución en París] », le escribe el remitente de la carta a su padre, «verdaderos lugares de malvivir de los que es imposible salir casto. Allí están los columpios en los que se balancean las mujeres públicas».

Imagen cedida por la editorial.

En el siglo XX, en efecto, el columpio se convertiría en un objeto recurrente tanto de prostíbulos como de cabarets, pero también en escenario de fondo para postales e imágenes de carácter erótico –no olvidemos las ilustraciones de Thomas Rowlandson. El columpio permitía ver lo que escondía la falda, dejaba ver las piernas al descubierto que, como recuerda Moscoso ha formado parte «de la retórica del cortejo al menos desde mediados del siglo XVI». 

La erotización del columpio no se produjo solo en Europa; en el mundo oriental, encontramos varios testimonios del erotismo de este mecanismo, tan sencillo como complejo en sus innumerables significaciones: desde una pintura rajastani de 1690 en la que se observa a una pareja haciendo el amor sobre un columpio hasta una escena erótica de la dinastía Qing en la que se observa el uso sexual del columpio.  

Cuadro de Kim Jun-geun. Pintor coreano del siglo XIX. | Imagen vía Wikimedia.

Mucho más que un juego infantil

La lectura de Historia del columpio resulta apasionante porque nos redescubre ese objeto cotidiano al que, una vez adultos, solamente prestamos atención cuando, de repente, nos vemos obligados a subir en él y empujar a algún niño. Porque sí, quizás hoy los únicos que prestan atención al columpio son los más pequeños. Y, sin embargo, el columpio dice mucho de nosotros: de nuestra relación con el entorno, de nuestro deseo de desorientarnos —de autoengañarnos— como forma de liberación de la realidad y, al mismo tiempo, de nuestro miedo a perdernos, de nuestro vértigo ante lo que no controlamos.

El columpio nos habla de la pulsión de muerte, pero también de las ansias de disfrute, contándonos la historia del cortejo y de la seducción. La historia del columpio es una historia social, cultural, religiosa y filosófica. Javier Moscoso se adentra en los vericuetos de esta historia para hablarnos del columpio y, en última instancia, de nosotros mismos. 

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