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Presentes del futuro

«Coinciden este año en los cines dos películas singulares dedicadas a explorar la juventud de una manera que se aleja de la ficción convencional»

Presentes del futuro

El director Jonás Trueba posa durante una entrevista por el estreno de 'Quién lo impide'. | Cézaro De Luca (Europa Press)

Se atribuye a Paul Morand, exquisito prosista y dandi impenitente, el recordatorio —dirigido a los jóvenes revolucionarios del Mayo francés— de que «el futuro de la juventud es la vejez». Pero eso uno solo lo empieza a comprender más tarde y tal es, justamente, el divino tesoro de la juventud: se vive como si se fuera a vivir siempre. Por lo demás, el joven no está libre de cargas y acaso la principal de todas ellas consista en dar sentido a un mundo que todavía no conoce; de ahí que el idealismo suela ocupar el lugar de la experiencia y uno crea saberlo todo cuando apenas sabe nada. En cualquier caso, es privilegio del joven poder hacerse a sí mismo; sus biografías están abiertas. Esa indefinición puede causar angustia y exige del joven un esfuerzo: como escribió el poeta norteamericano Delmore Schwartz, favorito de Lou Reed, con los sueños comienzan las responsabilidades.

Pues bien, coinciden este año en los cines dos películas singulares dedicadas a explorar la juventud de una manera que se aleja de la ficción convencional: tan lejos de Call Me by Your Name como —para entendernos— American Pie. Ambas están firmadas por directores que ya no cumplirán 40 años, pero tampoco han pasado los 50; las dos provienen de países mediterráneos caracterizados por un persistente fracaso a la hora de realizar su pleno potencial socioeconómico: baste decir que España tiene un índice de desempleo del 39,5% para los menores de 24 años, mientras que Italia se sitúa diez puntos por debajo. El dato es relevante, porque no será lo mismo hacer una película sobre la juventud meridional que preguntar en un país como Alemania, donde el paro juvenil está en el 6.6%. Pero volvamos a las películas: una es Quién lo impide, la firma Jonás Trueba y toma su título de una canción —cuya deuda con el antecitado Lou Reed es innegable— del tristemente desaparecido Rafael Berrio; la otra se llama Futura y está dirigida al alimón por Alice Rohrwacher, Pietro Marcello y Francesco Munzi, se ha estrenado ya en Italia y pudimos verla en el reciente Festival Internacional de Cine de Sevilla. Se trata de una coincidencia feliz, ya que permite contrastar dos indagaciones distintas en una realidad que no se deja atrapar fácilmente; es difícil no caer en el cliché cuando se habla de adolescentes. Es mérito de ambas películas haber sorteado ese peligro.

¿Cómo representar la juventud a través del cine? ¿De qué manera puede ponerse en escena la heterogénea realidad que se esconde detrás de esa categoría? ¿Qué tipo de acuerdo se ofrecerá al espectador? En una época en la que todavía se considera escritor o filósofo joven a un señor de 45 años, convendría aclarar que aquí hablamos de un grupo cerrado de adolescentes madrileños que afrontan sus últimos años de enseñanza secundaria (Quién lo impide) y de un grupo más amplio de bachilleres, desempleados y estudiantes universitarios territorialmente desperdigados por toda Italia (Futura). Ambas películas comparten la misma vocación documental, pues quieren retratar de manera verista una realidad no ficcional. Sus métodos son bien distintos, aunque posean rasgos comunes y tengan una finalidad similar: presentar un retrato poliédrico de la juventud en un momento histórico marcado por la pérdida de fe en el progreso continuado de las sociedades humanas, lo que contribuye a un sentimiento general de incertidumbre que se suma a los desasosiegos propios del tránsito a la edad adulta. Tanto en una como en otra, el proceso de realización de la película es parte de la película, asomándose a ella en distintos momentos en el caso de Futura y formando parte de la esencia misma del film en Quién lo impide. Para más inri, los dos rodajes se vieron afectados por la pandemia; el contratiempo aparece reflejado en ambas.

Cartel de Quién lo impide, de Jonás Trueba. | IMDB

Jonás Trueba ha rodado la película, que dura 220 minutos con varios descansos breves y es descrita por su director como «una experiencia de cine inmersivo», durante su larga relación con los alumnos de distintos institutos públicos madrileños. El lapso temporal de Quién lo impide se extiende así durante cinco años y se manifiesta en el aspecto cambiante de sus jóvenes protagonistas, que pasan de los 14 o 15 años a la edad universitaria e ingresan de paso en la comunidad política viendo reconocido su derecho al voto antes de convertirse —como todos nosotros— en sujetos confinados por la pandemia y obligados a reunirse por Zoom con el propio Trueba. Quién lo impide es así una panorámica; Futura se parece más a una instantánea. Pero vale para las dos la sugerencia que Trueba toma de Georges Perec: fundar una antropología por medio de las imágenes permitirá que estas últimas hablen de nosotros —de ellos— en el futuro. O sea: estableciendo una relación de confianza con quienes hoy son jóvenes, las dos películas hablan de los presentes del futuro y serán un pasado con el valor de un testimonio. Rohrwacher se suma al final de Futura: «En 20 años, esta película será un archivo para los que lo hicieron, la tierra imaginaria del futuro». Su modelo podemos encontrarlo en Crónica de un verano, pionero trabajo de Jean Rouch y Edgar Morin que trata de documentar el estado de opinión de los franceses en el estío de 1961 mediante el sencillo procedimiento de salir a la calle a preguntarles; algo parecido hizo Pasolini tres años más tarde cuando se puso a interrogar a los italianos en su Encuesta sobre el amor acerca del sexo y el erotismo. Dicho esto, es Futura la que más se acerca a ese modelo; Trueba toma un camino que resulta ser más original y arriesgado.Cartel de Quién lo impide, de Jonás Trueba.

¿Y cuál es ese camino? Quién lo impide es bastante más intrincada de lo que parece, ya que propone un desdibujamiento de las barreras que separan la realidad de la ficción del que se deduce la imposibilidad de capturar la primera sin recurrir a un cierto grado de artificio. La presencia de la cámara es ya, inevitablemente, un elemento de distorsión que convierte en actores a quienes se ponen delante de ella. Pero Trueba no renuncia a un propósito verista: aunque propone al espectador que se olvide de que tiene delante una realidad escenificada a partir una realidad preexistente capturada mediante la cámara y seleccionada en la sala de montaje, tampoco lo oculta en ningún momento. Se trata de captar la vida, pero haciéndola atractiva. Por mucho que uno quiera presentar la realidad tal cual es, el resultado tiene que captar el interés del espectador: recuerdo horrorizado la larguísima escena de Out 1 en la que el gran Jacques Rivette dedica no menos de media hora a documentar una aburridísima sesión de teatro corporal en el París de los años 70. Trueba no incurre en esos vicios: si vemos a uno de los personajes abismarse melancólicamente en su habitación, apenas pasamos con él un par de minutos.

Repárse en que los actores de Quién lo impide no dejaron de vivir sus vidas durante el largo periodo de colaboración con el director, que les pide que hagan de sí mismos a través de sus respectivos caracteres. Lo que vemos al comienzo de la película, de hecho, es un ensayo: el equipo y los actores se han reunido en un parque para preparar algunas escenas —las correspondientes a los procesos de mediación en el instituto— y entre las instrucciones que Trueba les imparte está la de «olvidarse por un momento de sus personajes de ficción» para centrarse en ellos mismos; pues son ellos quienes habrán de hacer creíbles a esos personajes, al conectarlos con sus experiencias de vida. Hasta el final de la película, no hay más noticias de la ficcionalidad —relativa— de los jóvenes que conocemos a través de la pantalla, lo que produce una ambigüedad que se ve reforzada por el verso de Berrio al que se vuelve de manera recurrente: «Todos somos personajes de ficción». Bien podríamos decir que un adolescente es un autor en busca de su propio personaje.

Ocurre que en la película de Trueba se suceden secuencias de distinto tipo, algunas de las cuales funcionan mejor que otras debido precisamente al pacto ambiguo que se ofrece al espectador. En las escenas donde los personajes responden a preguntas del propio Trueba o desarrollan algún tema en grupo o por parejas, tenemos la sensación de que no hay ningún mediador entre ellos y nosotros; lo mismo sucede cuando el director traba contacto con ellos a través de Zoom o la atención se centra individualmente en alguno de ellos, asomándose así a los vértigos entrañables de esa adolescencia que una de las chicas describe como «un agujero negro». Asistimos así a discusiones tan interesantes como la relativa a la herencia ideológica de los padres o la cuestión educativa; en otros momentos, la conversación se enreda en los rizomas del razonamiento adolescente. También son excelentes los encuentros con las grafiteras de la periferia, las mediaciones escolares e incluso el viaje de fin de estudios. La historia de amor entre Candela y Silvio, en cambio, resulta menos convincente; tenemos la sensación de estar ante dos jóvenes que actúan a partir de un guión y que vayan a la Filmoteca a ver una película de Rita Azevedo Gomes no contribuye a hacer creíble ese pasaje: aunque cosas más raras se han visto. Dicho esto, los actores rinden a un magnífico nivel haciendo versiones de sí mismos. Una duda: es debatible si el final no hubiera sido más redondo de haberse cerrado la película tras el fundido en negro que sigue a la última canción del concierto celebrado en el Matadero de Madrid, excluyéndose así la larga reunión por Zoom que sirve de epílogo al film.

Este concierto final subraya la tonalidad optimista del film, que rehúye los estereotipos habituales en torno a la adolescencia para hacerla así más comprensible. Acaso se incurra por momentos en una cierta idealización de la juventud, ya que hay aspectos de la misma que quedan fuera de la película, pero es razonable suponer que Trueba nos muestra de manera fidedigna la parte de la juventud con la que ha estado en contacto. Y esta última no abarca en modo alguno al conjunto de la juventud, ya que su estudio de caso se ciñe a un colectivo sociológicamente homogéneo. Pero no estamos ante una película de tesis, sino ante un work in progress que parece desarrollarse ante los ojos del espectador y nace de la experiencia del propio director. Trueba se adentra en un territorio que otros rehúsan explorar: como dice la madre de una de las chicas cuando esta llega a casa tras pasar la noche en casa de unos amigos, «mejor no preguntar». Quién lo impide no solo pregunta, sino que se atreve a afirmar el potencial latente en la juventud cuando toma la canción de Berrio —quien asiste al concierto, celebrado antes de su prematuro fallecimiento— como himno oficioso del film: a la pregunta sobre quién lo impide se responde de manera resuelta que nadie lo impide. Y quizás sea cierto.

Fieles a su posición crítica del orden social contemporáneo, los directores de Futura no están tan convencidos. A dos de ellos los conocemos bien: Alice Rohrwacher causó sensación en el Festival de Cannes de 2014 con El país de las maravillas y repitió cuatro años más tarde con la también brillante Lázaro feliz; por su parte, Pietro Marcello conquistó el circuito internacional con su original adaptación de Martin Eden, la novela de Jack London, en 2019. Algo menos conocido en España, Francesco Munzi es responsable de Calabria, un thriller verista de 2014 sobre la mafia calabresa. Futura es el resultado del viaje que los tres emprenden a lo largo de toda Italia con objeto de conocer de viva voz las impresiones de los jóvenes acerca de su futuro; una pregunta a la que no puede responderse sin hablar acerca del presente. «Nos hemos reunido para filmar una película», dice la voz de Alice Rohrwacher haciendo explícito el artificio fílmico cuando arranca la película; más adelante, la narradora señalará que la pandemia supone un contratiempo inesperado del que no obstante logran reponerse: el viaje continúa.

Rohrwacher describe a los jóvenes de los que se ocupa su documental como «i divenenti», los que devienen o cambian, no siendo ya niños sin ser todavía adultos. En la escena que abre la película, se nos propone una metáfora para estos divenenti: un pato abandonado por su madre y del que cuidan unas amigas a orillas de un lago, pero que «no quiere nadar si su dueña no está a su lado». Se insinúa así que los jóvenes tienen que aprender a desenvolverse por sí solos; y a ellos les preguntan los realizadores qué esperan del futuro, qué es el futuro para ellos y qué quieren ser en el futuro. Pasan por Nápoles y Turín, por Palermo y Venecia, por Pisa y Roma; la belleza sobrecogedora de Italia no está subrayada en ningún momento. Son jóvenes de distinto tipo: estudiantes de bachillerato, miembros tempranos del precariado, inmigrantes de origen africano, hijas de la burguesía, universitarios dedicados al estudio de las humanidades, aspirantes a diseñadores o artistas, gitanos de apellido eslavo, pobres que habitan en el pintoresco quartiere palermitano de Danisini. Se pinta así un vasto fresco que consigue dar impresión de veracidad: son chicos y chicas se expresan ante la cámara de manera desenvuelta, expresando por igual anhelos y preocupaciones en un país que no se lo pone fácil. Salta a la vista, por cierto, que los jóvenes italianos se expresan con mayor propiedad y menos uso de la jerga que los españoles; su pensamiento resulta más articulado y alcanza expresiones genuinamente originales, como sucede con esa chica que describe el futuro como una secuencia sucesiva de mañanas que resulta más difuso a medida que nos proyectamos cada vez más hacia delante: sabemos aproximadamente lo que haremos la semana que viene, pero no dentro de diez años. O no, al menos, cuando se tienen 18 años.

Uno de los temas recurrentes en las intervenciones de estos jóvenes es su pesimismo respecto a Italia, país que perciben como «adormilado» e incapaz de proporcionar unas oportunidades vitales que la mayoría identifican con la posibilidad de tener un trabajo y —aunque del amor hablan poco— quizá una familia. Los más jóvenes quieren ser calciatori, o sea jugadores de fútbol bien pagados; no obstante, unos estudiantes de Letras de la Escuola Normale de Pisa defienden su atrevida elección señalando que alguien tiene que ocuparse de entender mejor al ser humano. No sabemos si la percepción de Italia como obstáculo para el desenvolvimiento personal habrá cambiado desde la llegada de Mario Draghi al Gobierno, que ha abierto un inesperado ciclo reformista cuya continuidad dista de estar asegurada. Pero la película incorpora un cierto sentido de la perspectiva: los inmigrantes africanos han huido de lugares mucho más desagradables y en varios momentos se incorporan pasajes de un documental realizado en lo que parecen ser los años 50 del siglo pasado que exponen el subdesarrollo que padecía entonces buena parte del país. Se echa de menos, en todo caso, un mayor dinamismo: las respuestas de los entrevistados se hacen a ratos reiterativas y carecen de la profundidad necesaria para suscitar interés además de simpatía. No siempre basta con los buenos sentimientos.

En su último tercio, la película da un giro político que delata la filiación socialista de los directores. Además de señalar el compromiso de los jóvenes con la protesta climática como la última esperanza del anticapitalismo, el film recala en Génova con la intención de explorar la memoria de los trágicos sucesos acaecidos durante la protesta contra la reunión del G8 allí celebrada en julio de 2001: un joven manifestante antiglobalización falleció de un disparo policial en el curso de una carga de los carabinieri en la Plaza Alimonda. Vemos imágenes de la entrada de los antidisturbios en la Escuela Díaz, donde se encontraban unas cien personas que fueron desalojadas a palos; siete años después, quince funcionarios fueron condenados por abuso de autoridad, ultrajes y tortura. Para Rohrwacher y sus colegas, Génova es una muestra de la disposición del sistema a neutralizar la formulación de alternativas; los jóvenes a los que preguntan por la cumbre, sin embargo, no acaban de estar de acuerdo: muchos no saben apenas del asunto, otros lamentan genéricamente la actuación de la policía y condenan la violencia. Pero cuando la directora italiana amaga con presentar como conformistas a un grupo de amigos que muestran escaso ánimo transgresor, uno de ellos señala muy razonablemente que si todos nos concediésemos la libertad de transgredir cualquier norma sería imposible mantener orden social alguno. Habríamos querido saber más acerca de las ideas políticas de la giovinezza italiana contemporánea; el formato elegido por los directores no lo facilita, aunque la posición de ellos mismos —vieja escuela utopista— queda clara mediante la inclusión de un poema del situacionista Raul Vanigem que pone cierre al film.

Ninguna de las dos películas, en fin, incluye exhibicionismos estilísticos. Quién lo impide es más rica, alternando cámara al hombro y trípode en función de las necesidades de la escena y esforzándose sin esfuerzo por transmitir una sensación de cercanía con sus protagonistas y sus vidas; el formato de entrevistas de Futura constriñe sus posibilidades formales sin por ello descuidar el encuadre: dejando aparte el pato y la inserción de pasajes documentales, vemos a los jóvenes hablarnos y algunos planos de situación. La música juega un mayor papel en Quién lo impide, porque sus jóvenes la practican y porque el tema de Berrio sirve de leitmotif del film; en Futura suele tener un carácter no diegético (o sea, que no sale de lo que se filma) con la excepción de un tema de hip-hop urbano interpretado por unos chavales del extrarradio.

A decir verdad, Trueba está más interesado en el presente—la adolescencia y sus singularidades— que en ese porvenir —las expectativas de los jóvenes— en el que se fijan sus colegas italianos. Eso hace que Quién lo impide sea más original y duradera que Futura, lastrada quizá por un formato más rígido y no obstante aligerada por su menor duración. Habrá quien se aburra a ratos; los jóvenes no siempre son criaturas interesantes y a ratos pueden irritarnos. Pero cuando uno se adentra en «la tierra de los deseos sin fin» —expresión que Rohrwacher usa para describir el futuro y bien puede aplicarse a la adolescencia— no viaja en línea recta ni sobre suelo pavimentado: mejor tirar el mapa que nos vendierony mantener los ojos abiertos. Igual que hacemos en en el cine.

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