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Economía

Hacer su ciudad verde y apacible es más caro de lo que le están contando

Impedir la suelta de cruceristas por las Ramblas preservaría el encanto de Barcelona, pero a costa de mucho más bienestar del que los vecinos creen

Hacer su ciudad verde y apacible es más caro de lo que le están contando

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. | Europa Press

Tras los excesos del desarrollismo, que entregó las ciudades al coche, queremos ahora recuperarlas para el peatón. Los alcaldes lanzan campañas para reducir el ruido y la polución, transformar los cruces en plazas y las calles en ejes verdes, limitar la altura edificable y la densidad demográfica. En España, la campeona de este movimiento es Ada Colau. Quiere hacer de Barcelona una gran supermanzana. El proyecto asciende a decenas de millones y, aunque no hablamos de una cifra que vaya a arruinar al Consistorio, no pensemos que ese presupuesto es todo el coste. Diluir la población comporta pérdidas de productividad. Cuando viajamos de Madrid a una capital de provincia, nos enamora su paz y su cadencia y pensamos que lo ideal sería ganar ese sosiego sin renunciar a nuestro bienestar, pero eso no es posible. Si rebajamos el ritmo, los ingresos también caerán, igual que las oportunidades para nuestros hijos.

La culpa la tienen las llamadas economías de aglomeración.

Seguramente se habrá fijado en que restaurantes y bares de copas no se reparten homogéneamente. Se arraciman en barrios concretos: Malasaña, la Latina, Ponzano. Lo mismo pasaba antes con los cines y hoy con los espectáculos musicales: la mayoría están en la Gran Vía. Y cuando sales por la carretera te encuentras con una fábrica de muebles detrás de otra. ¿No sería más lógico dispersarlas y repartirse el mercado? No, porque para el cliente es más cómodo que estén pegadas; así, si en una no encuentra el sofá que busca, se va a la de al lado dando un paseo. Al empresario le resulta más fácil encontrar mano de obra cualificada y a la mano de obra cualificada, empleo. Lo mismo sucede con los proveedores y los servicios auxiliares. Finalmente, el conocimiento fluye mejor: cualquier innovación se copia rápidamente.

El caso de Pittsburgh

Estas externalidades positivas se conocen como marshallianas en honor de Alfred Marshall (1842-1924), que fue el primero en describirlas, y explican por qué las ciudades son un motor de crecimiento. Naturalmente, todo tiene un límite. Llega un punto en que las ventajas se ven neutralizadas por la contaminación, el estrépito, la congestión. El ejemplo más extremo es la Pittsburgh de mediados del siglo XX. Allí se fundía la mitad del acero mundial, pero sobre las cabezas flotaba una permanente nube oscura. Las farolas de la calle estaban encendidas las 24 horas del día, llovía ceniza del cielo y en las oficinas la gente llevaba una camisa limpia para cambiarse al mediodía, porque el cuello y el puño se iban ennegreciendo a lo largo de la jornada.

En semejantes circunstancias, ¿quién discutiría la imposición de restricciones? Lo ideal sería dar con el equilibrio que maximiza la actividad y minimiza los inconvenientes. Por desgracia, no es practicable. Habría que llevar a cabo un experimento formidable: levantar una ciudad en la que varios barrios tuvieran regulaciones diferentes, asignadas aleatoriamente, y comparar qué pasaba en unos y otros al cabo de unos años.

Algo así no puede hacerse, pero los investigadores Gerard H. Dericks y Hans R. A. Koster han encontrado un evento que reproduce sus condiciones: los bombardeos de Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Además de inutilizar las instalaciones de defensa y la infraestructura industrial, el propósito expreso de Hitler era minar la moral de los londinenses. Nadie debía sentirse a salvo, de modo que el Blitz que sacudió 57 días seguidos la capital británica no se ajustó a ningún patrón discernible. Una vez concluido, las autoridades de las zonas destruidas relajaron las ordenanzas para agilizar la restauración, lo que hace un poco de Londres la ciudad del experimento: varios barrios tienen regulaciones diferentes, asignadas aleatoriamente por la Luftwaffe, y se puede comparar qué ha pasado en unos y otros al cabo de unos años.

Un 10% más pobres

Para empezar, allí donde más se cebaron los ataques, mayor es efectivamente el tamaño de las construcciones, como revela una «inspección panorámica de Londres», escriben Dericks y Koster. «La intensamente bombardeada City presenta las menores limitaciones de edificación en altura». Esta relajación ha facilitado la concentración e impulsado la productividad y los salarios. ¿Cuánto? Para determinarlo, Dericks y Koster elaboran un contrafactual: ¿qué habría sucedido si no hubiera habido Blitz y, por tanto, no se hubieran relajado las ordenanzas? Su modelo revela que la población de Londres sería un 9% inferior y, como consecuencia de las menores economías de aglomeración, habría perdido en torno al 18% de su PIB. Ya no sería una de las 10 urbes más ricas del planeta. Caería el puesto 12, por detrás de Fráncfort y Washington, y sus habitantes serían un 10% más pobres.

Aunque la productividad no debe ser la única variable que guíe la planificación urbana, Dericks y Koster advierten que «restringir la densidad de trabajadores sale mucho más caro de lo inicialmente pensado». Impedir la suelta de cruceristas por las Ramblas o limitar la altura edificable en Vallcarca contribuiría a preservar el encanto de Barcelona, pero a costa de más bienestar del que a los vecinos les han contado que van pagar.

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