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Sociedad

Postureo y moralismo en la era 'woke': por qué es más importante parecer bueno que serlo

Pablo Malo analiza en ‘Los peligros de la moralidad’ fenómenos actuales como la cultura de la cancelación, el wokismo y el identitarismo, y alerta de sus excesos

Postureo y moralismo en la era ‘woke’: por qué es más importante parecer bueno que serlo

Pablo Malo. | Foto cedida por el entrevistado

A 6.000 kilómetros de distancia un policía mata a un negro y, de repente, un señor de Cuenca se siente impelido a hincar la rodilla en tierra; al mismo tiempo, su mujer ve en la tablet, con placer culpable, la vieja historia de un irlandés que arrastra por un prado a su prometida, que defiende con saña su dote heteropatriarcal; a la noche, sus hijos rechazarán con remordimiento el plato de ternera: en el colegio les han dicho que de ello depende el futuro del planeta.    

La nueva moral del siglo XXI está plagada de desafíos y contraseñas, a veces abstrusas y caprichosas, pero ineludibles: sumarse a ellas no sólo es necesario sino cada vez más obligatorio. A ello se añade la importancia capital de refrendarlo y exhibirlo en la aldea global. «Hoy, más importante que ser moral, es parecerlo», explica a THE OBJECTIVE Pablo Malo, autor de Los peligros de la moralidad (Deusto). Esta toma de partido constante es una de las más curiosas y peligrosas alianzas entre el nuevo moralismo y las redes sociales de alcance masivo: «Si queremos subir en estatus tenemos que demostrar a los demás nuestra integridad moral y el lugar para hacerlo actualmente es en las redes sociales y en Internet más que en el mundo real. Simplificando bastante, podríamos decir que antes demostrar nuestra moralidad resultaba ‘caro’, tenías que apuntarte a una ONG y trabajar duro por los demás, por ejemplo, es decir, hacer algo en el mundo real. Ahora con poner unos tuits en las redes contra los ‘malos’ ya estás ganando likes, retuits y seguidores. Resulta bastante más ‘barato’», explica.

Para hablar de moral honestamente hace falta mucha sutileza y mucho desapasionamiento. Quizás las dos cosas de las que más carecemos de un tiempo a esta parte. Pablo Malo lleva tiempo nadando en contradicciones, buscando cuadrar los dilemas. Su interés por la materia no vino, bromea, por su apellido, sino de haber crecido en el País Vasco cuando ciudadanos completamente normales y morales daban por bueno el asesinato de convecinos. Desde entonces sabe hasta qué punto «las mayores maldades las cometen personas que creen estar haciendo el bien».

Imagen vía Editorial Deusto.

Una vez caídos los dioses, los mecanismos sociales de las viejas religiones siguen en pie: la ideología ha tomado su lugar de cohesión tribal. Nos divide en Nosotros y Ellos. Ellos son siempre los malos. Y contra ellos vale todo. El radio de acción de la nueva moral es apabullante: cultura de la cancelación, wokismo, identitarismo, presentismo y reescritura del pasado… En todos late un impulso muy humano, desgraciadamente, hacia el castigo y la eliminación del otro. 

Y es que, aunque nos cueste asumirlo en frío, nos gusta castigar. «Activa el circuito de recompensa del cerebro, el mismo que activan drogas como las anfetaminas o la cocaína -señala Malo-. A nivel psicológico, castigar es agredir y hacer daño, algo que normalmente condenamos, pero cuando castigamos, la otra persona ha hecho algo malo y entonces estamos autorizados a agredir y a dar rienda suelta a esos instintos que normalmente debemos reprimir. Así que la moral consigue la cuadratura del círculo: que sea bueno ser malo».

«Si esas minorías que han tomado el poder moral y deciden lo que está bien y lo que está mal moralmente, perdonaran, perderían su poder»

El concepto de castigo ha evolucionado a lomos de las nuevas corrientes moralistas. Si antaño, al menos a nivel teórico, la religión tenía en el horizonte el perdón y la redención («Odia el delito, compadece al delincuente», decía Concepción Arenal), la nueva moral parece haber hecho de la purga su razón de ser. Se trata, en suma, de erradicar de raíz el ‘pecado’, aunque sea a base de eliminar a los pecadores. «Vivimos, según autores como Joshua Mitchell, un despertar religioso en el que no hay perdón. Desde luego lo que vemos ahora es la aniquilación y destrucción de los ‘pecadores’, su muerte social. Por otro lado, si esas minorías que han tomado el poder moral y deciden lo que está bien y lo que está mal moralmente, perdonaran, perderían su poder».

La cultura de la cancelación, en aras de la ética, ha propiciado la muerte civil de individuos concretos. Contra ese terrible ad hominem del moralismo se enfrentó Castellio en defensa de Miguel Servet durante la persecución calvinista: «Cuando los ginebrinos quemaron a Miguel Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un ser humano». A escala, el wokismo se impone a costa de la autonomía individual, pues, señala Malo, «se trata de crear un clima de terror, de silencio y de autocensura. No se necesitan muchos casos de silenciamiento para que la población en general entienda el mensaje y lo que les puede pasar si se salen de las normas prescritas por la ideología dominante. Así consiguen que esa ideología se imponga». 

Sólo en ese clima exacerbado tienen sentido los golpes de pecho, las ‘autos de fe’ digitales, los señalamientos y las prevenciones más absurdas. La nueva moral pone la tirita antes que la herida, aunque sea precisamente para asestar después el golpe. Un totalitarismo blando que alcanza ya incluso al teórico de todo esto: George Orwell y su 1984, una obra sobre la que recientemente ha prevenido en una universidad británica por su «posible material ofensivo». Para el autor de Los peligros de la moral, «en el momento en que las cosas no se pueden debatir o discutir, en que ciertas opiniones ya no se pueden sostener porque son malas moralmente, pues ya estamos en el campo de los dogmas y no en el del debate democrático entre diferentes ideas todas ellas legítimas. Corremos el riesgo de que el funcionamiento democrático colapse: si ya sabemos cuál es la verdad no necesitamos parlamentos sino un partido único que la aplique». ¿Y si la próxima dictadura no fuese por las armas sino mediante el control moral?

Imagen cedida por el entrevistado.

De lo que no hay duda es que el tribalismo se va imponiendo en la arena pública. Y esa conciencia tribal hace que «nuestra moralidad llegue hasta los límites de nuestro grupo y no apliquemos las mismas normas a los que no pertenecen a él». Ellos y Nosotros. Que, además, no son ya dos bloques monolíticos, sino una infinidad. Es la expresión del identitarismo. «Desde la Ilustración, se valoraba a las personas como individuos, pero la nueva izquierda posmoderna e identitaria valora a las personas en función del grupo al que pertenece: sexo, etnia, orientación sexual, etc. Lo que una persona dice ya no tiene un valor en sí mismo, sino que ese valor depende del grupo al que pertenece el que habla y si se trata de una minoría que se considera que es una víctima, ese valor es máximo y no se puede discutir», explica Malo.

Paralelamente, el capitalismo ha entrado de lleno en el juego del ‘postureo’. Tenemos bancas ‘éticas’, multinacionales ‘concienciadas’, marcas de ropa ‘no normativas’, hamburguesas veganas… «Antes una compañía de refrescos hacía refrescos y una compañía que hace maquinillas de afeitar hacía maquinillas de afeitar. Ahora las empresas (Coca-Cola, Gillette…) comienzan sus mensajes manifestando que aceptan el ‘credo ideológico’ imperante: que son feministas, que son antirracistas, que están contra la masculinidad tóxica, que luchan contra el cambio climático, etc., y dan cursos a sus trabajadores sobre toda esa ideología. Y luego te dicen que hacen un refresco o maquinillas de afeitar. Primero tienen que señalar virtud y comulgar con el catecismo imperante y luego ya pueden vender sus productos. Miguel Ángel Quintana Paz lo ha llamado ‘capitalismo moralista’».

«Aplicamos nuestras normas morales actuales al pasado, pero, curiosamente, no aplicamos nuestras normas morales a otros lugares geográficos, a otras culturas que están a pocos kilómetros de distancia»

Pero aún hay más. El moralismo no sólo va subsumiendo áreas del debate actual, sino que actúa retrospectivamente, sobre el pasado, juzgando y condenando desde el presentismo. Es posible deplorar a John Wayne en El hombre tranquilo y a su esposa en la ficción por luchar por su dote y dejarse arrastrar por un prado; es posible y hasta necesario deplorarlo y cancelarlo según la mentalidad dominante. En cambio, dicha mentalidad se inhibe ante el machismo de culturas contemporáneas: «Aplicamos nuestras normas morales actuales al pasado, pero, curiosamente, no aplicamos nuestras normas morales a otros lugares geográficos, a otras culturas que están a pocos kilómetros de distancia. Por ejemplo, no se pueden criticar cosas del Islam porque eso sería islamófobo. Esto es consecuencia de la visión posmoderna que es relativista en el ámbito moral y nosotros desde nuestra cultura no podemos criticar lo que hacen otras culturas. Pero es evidente que hay una contradicción al aplicar nuestras normas presentes al pasado porque el pasado es una cultura diferente también». 

Para Pablo Malo, «ya no hay ningún lugar seguro en el que podamos mantenernos al margen de la moralidad. Lo está invadiendo todo: deporte, educación, mundo laboral, universidad por supuesto, medios de comunicación, redes…» Siendo así, ¿cómo combatir la epidemia moralizante? «Siendo conscientes de que existe, de que somos seres humanos y de que los seres humanos han llevado a cabo barbaridades (Holocausto, Gulag, genocidios…) amparados por sus justificaciones morales y buscando el bien y un mundo mejor utópico. Si eso ha ocurrido a lo largo de la historia a otros seres humanos debemos estar alerta porque puede ocurrir con cada uno de nosotros». 

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