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Cultura

Juan Soto Ivars: «Lo más inclusivo que hay en los debates actuales es el puto nacionalismo»

Uno de los autores más temerario de la equidistancia aborda temas como el individuo, la posición de la masculinidad, reflexiona sobre el trono de Dios, el nacionalismo, la paternidad y asegura que lo más revolucionario en el amor posmoderno es la monogamia

Juan Soto Ivars: «Lo más inclusivo que hay en los debates actuales es el puto nacionalismo»

Jeosm (Cedida por el entrevistado)

Barcelona ciudad. Cita en el Jekyll and Hyde de calle Provenza con Juan Soto Ivars. Los tribunales de la Cúpula han dictado reiteradamente sus sentencias condenatorias contra él. Aun así, tras tres horas y media de palique, no me cabe duda de que el gran dios Culturatus abrazó con sus monstruosos brazos el cerebro de este murciano, que bien podía haber acabado de mascachapas o picapedrero aguileño. Aunque ahora, viéndolo con esos aires de operador de cámara soviético, ataviado por un cuello de cisne y su gabardina camel digna de un inversor camorrista de la City, Ivars parece lo que es; un dandy del columnismo, un flâneur del debate navegando los paraísos artificiales, con ese toquecito snob que en según qué ambientes sería motivo de enganchada y cicatriz. Domina los pantanos de la entrevista como un marinero homoerotizado controla las corrientes salvajes de su ruta habitual. A base de prueba y error, ha aprendido a deslizarse, valiente y confiado, sin que mi poco original técnica de convidarle a la embriaguez a base de litros y litros de cerveza le haga tropezar. Y si lo hace, más que un torpe Mariano Rajoy disléxico y con lengua de trapo, lo resuelve con la brillante estrategia hastiada del Buster Keaton menos improvisado. 

Descorcho mi interrogatorio preguntándole acerca del individualismo. Sobre esa creciente falta de interés en todo lo que no sea olerse su propio ombligo. 

«Creo que en la falta de lazo el individuo se refugia en el nexo amorfo que es la tribu». 

«Bueno, ahí tienes la ‘separatidad’ de Erich Fromm. El individuo es una figura que no tiene por qué conducir a lo que ha conducido. Yo sigo siendo un individualista, ya que creo en las capacidades de emancipación de los individuos respecto a las masas. Opino que lo colectivo es útil siempre que se mantenga la frontera de los individuos intacta, sobre todo en lo que respecta a la libertad de acción y de pensamiento. Pero, desde luego, el enfoque que ha tenido el individualismo en la sociedad capitalista tardía ha provocado que los individuos se sientan solos y aislados, refugiándose en consecuencia en las tribus. Esa es la tesis de La casa del ahorcado. El individuo necesita vínculos. Mira lo que está pasando con Ana Iris Simón. Para mí lo que está diciendo es impepinable. Creo que en la falta de lazo el individuo se refugia en el nexo amorfo que es la tribu. Te sientes identificado con gente que se parece a ti, sometes tu pensamiento al de una corriente dominante y eres incapaz de crear vínculos sólidos con los demás colectivos. Y, además, no te hacen falta porque ya tienes las relaciones vaporosas de las redes». 

Olfateo la conversación con maestría Rastreator y creo identificar las feromonas idearias que estimulan la mente de mi entrevistado. Envalentono mi pregunta: ¿es la sumisión una forma de libertad? El silencio se cierne sobre sus morritos apretados. Juan termina afirmando que se trata de una muy buena pregunta y, claro, ante tamaño despliegue de elogios temo sentir el galeón encallado bajo la bragueta poniéndose al estilo casquería. Demuestro mi encomiable profesionalidad actuando como un caballero, relajándome y concluyendo, incluso antes de su respuesta, más allá del amor que, sea o no la sumisión una forma de libertad, hay libertades que uno no debe tomarse. 

«Ahora se ha inclinado la balanza del deseo de los individuos de la libertad a la seguridad. Si no me siento seguro no puedo ser libre y, por lo tanto, si tú eres demasiado libre yo no me voy a sentir seguro y no voy a ser libre en consecuencia. Veamos, la libertad tiene precio. Y ahora vivimos en una sociedad que no está dispuesta a pagar el precio de las cosas. Queremos café sin cafeína, carne vegana, queremos seres queridos sin compromiso, queremos discusión sin incomodidad, queremos humor sin ofensa. A todo le quitamos el núcleo, lo conflictivo. Por tanto, sí queremos libertad mediante la sumisión porque creo que forma parte del mismo fenómeno que el café descafeinado. Es lo que tú quieres sin lo que lo hace conflictivo y también en cierta manera atrayente. Al final, Winston Smith en 1984 alcanza la libertad. Es libre porque por fin está dominado. Ya no se interroga, ni cuestiona. Ya está». 

Imagen vía Editorial Debate.

Si la ignorancia es la felicidad, ¿no será el sometimiento esencialmente libre? En la novela de Orwell, una vieja gorda y flácida canturrea despreocupada en el vals de su colada matutina. Pienso en Marcuse, y en cómo los más básicos estratos de la sociedad eran para él la clave de la revolución, la esencia del verdadero cambio futuro. Pienso, y como Juan tiene a bien escuchar, aunque esto de las entrevistas debiera ser al revés, se lo suelto.

«Eso en nuestra sociedad también es muy interesante pensarlo. Los del Partido, en analogía a la novela, tienen cuidado con sus pensamientos, temen la vigilancia recíproca, el uso del lenguaje y su deseo, como esos hombres que van a cursos de nuevas masculinidades. Pero eso sólo se percibe como una cosa de clase, de aquellos que ya pertenecen al Partido. Mientras tanto los proles, que son los que salen en Gandía Shore, como mis amigos del pueblo, son gente que tiene hijos mucho más joven que los demás, están mucho más arraigados a los lazos familiares de siempre, tienen profesiones sin prestigio y no participan de la política activamente aunque, de vez en cuando, les da por votar a partidos que ponen los pelos de punta. Yo los encuentro mucho más libres, aunque estén categóricamente más sometidos a la realidad de la libertad que les conduce muchas veces al alcoholismo o la violencia. 1984 es una novela más interesante de lo que se ha estudiado. En el subtexto veo una relación con la actualidad respecto a los miembros del Partido, los que ahora invaden Twitter, que son quienes se preocupan por el ascenso de una opción u otra y estas cuestiones, y luego los proles, que pasan olímpicamente de todo esto y, si se organizan, se manifiestan con una contundencia bestial. Un ejemplo es la presidencia de Trump». 

Los dardos de fe que lanzo a mi entrevistado parecen atinar en una cómoda diana. En comparación con los devenires futuros y el asunto de las distopías, le menciono la película Elysium; un zurulloso blockbuster que presentaba la no tan pestilente fábula elemental de la separación de clases, donde en un mundo se vive como las ratas para que en otro se pueda vivir como los ángeles. ¡PUM! La emoción de mi anterior alago cae por tierra al esquilar Juan mi aportación. «No, no es una buena analogía. Para nada, de hecho. En el mundo presente los que viven en Elisyum son precarios también. Los miembros del Partido son gente sin muchos recursos que vive compartiendo piso después de los treinta y se agarra a una vida, a veces con bonificaciones ideológicas como el poliamor o la reducción del consumo, pero que realmente son opciones de pobre. Sin lujo. De hecho, el lujo está en otro planeta que no tiene interés en esta conversación. Como las monarquías empresariales de Ortega o Botín. Extraterrestres que están fuera de la realidad. Lo que nosotros tenemos es una élite intelectual precarizada». 

Sin embargo, mira los titulares sobre Marta Ortega: «De doblar camisetas en Zara a presidir Inditex». Parece que sí hay un interés en formar parte del apólogo de la precariedad subvertida. «Se trata de eslóganes de márquetin. Como el negro del anuncio de Zara. El negro que no te va a salir en el anuncio de Zara es el que está cosiendo las camisetas. Pero la realidad es que lo que tenemos hoy es una alta clase económica que no sabe lo que pasa en la parte baja». 

«Al poder económico no le cuesta nada adoptar los preceptos culturales que le interesan a la izquierda (…) a ellos se la suda poner a dos negros y tres moros de imagen de marca, que poner a cuatro nazis del tercer Reich. Pondrán en cada momento lo que tengan que poner para hacer caja».

Uhm, me digo, no creo que eso haya cambiado, querido Juan. Me cuesta imaginarme a las burguesías europeas del XIX implicadas y devotas hacia el vulgo abominable. Pero sí que hay un cambio. Antes, intelecto y posición social danzaban alegremente de la mano. Hoy, como insiste Ivars: «Tenemos a una élite cultural que, en su gran mayoría, es igual de precaria que los proles. Creo que se ha perdido mucho con el cambio de la dialéctica de lo material a lo cultural. Al poder económico no le cuesta nada adoptar los preceptos culturales que le interesan a la izquierda. Yo he oído a una Ana Patricia Botín hacer un discurso feminista igual al del Ministerio de igualdad, y están todo el día hablando de lo verde, etc. Y a ellos se la suda poner a dos negros y tres moros de imagen de marca, que poner a cuatro nazis del tercer Reich. Pondrán en cada momento lo que tengan que poner para hacer caja. El mundo del poder real, que es el poder económico, no tiene ningún problema en adaptarse a las dialécticas culturales del momento. Y eso es síntoma para mí de que la revolución cultural, que es la revolución de la izquierda posmoderna, es una estafa». 

Juan, atusándose el flequillo con la compulsividad de un heroinómano buscando en el cauce de sus venas la aguja fantasma, no se corta. Le zumba a su penacho como si ese gesto fuese el tótem con el que saber si todavía está en Origen. Recuerda a un Slavoj Žižek de impulsividad más capilar que nasal. 

«Si el poder puede utilizar tu discurso, en los mismos términos que tú, y luchar por los mismos objetivos que tú, porque sí que se está feminizando el poder en la empresa, sí que se está intentando ir en una línea más verde sin ser sólo propaganda, eso es porque a los que mandan les da igual. Porque la realidad es que eso no cambia las estructuras de poder. Y los izquierdistas posmodernos dicen que las estructuras de poder son más o menos secundarias, y lo que hay es una interseccionalidad en las opresiones que tiene que ver con las identidades. Vale. ¿Por qué esa revolución está funcionando dentro de la empresa sin que yo cobre más? ¿Por qué una empresa puede adoptar todo el ideario de la izquierda posmoderna sin que suba un euro los ratios del beneficio del capital? Pues porque no es una revolución. A esos que están entre dos aguas, que tienen, por un lado, el romanticismo de la revolución del puño arriba y, al mismo tiempo, te dicen que la revolución no puede existir sin transexuales, pasan por alto detalles como que las manifestaciones de Cádiz, las que han logrado cambiar el convenio colectivo, estaban ausentes de mujeres. ¿Cómo es que todos aquellos que se quejan de que la mujer no participe en todos los estratos de la sociedad no se quejaron de que las mujeres no estuviesen en esos conflictos?»

Cierto, le digo a Juan, tampoco he visto grandes movilizaciones sociales para que haya más presencia de mujeres en la minería, la construcción o el gremio de leñadores. 

«Exacto. Yo veía la disonancia cognitiva que existía en algunos de los tuiteros de izquierdas más posmodernos porque claro, todo su discurso se interrumpe durante un momento, siendo sustituido por el romanticismo de la revolución, cuando ves a un ejército de ochenta tíos cabreadísimos echando testosterona encima de una protesta, quemando medio Cádiz y forzando con la fuerza, no con la empatía, sino con la violencia más testosterónica, una mejora de las condiciones salariales. ¡Oh, mamma! Nadie se da cuenta de que cuando esto se defiende en abstracto se lo llama rojipardismo, y se lo tira al rincón de lo reaccionario, y que curioso que en este caso, que está delante de las narices de todo el mundo, no ha molestado». 

«En la nostalgia del absoluto, Steiner habla de lo que ocupa el trono de Dios cuando lo quitamos. Habla del psicoanálisis, del socialismo, vamos, todo aquello que ha ocupado el trono antes o después. Y ahora ese trono está ocupado por el Yo».

El ambiente, edulcorado por un disco de Bob Marley, parece cada vez más lisérgico en argumentos. Las palabras adquieren peso y eso se contradice con la tendencia posmoderna hacía lo líquido, ya casi lo gaseoso. La inevitable pérdida del azar en la difuminación de certezas generales se ve precariamente compensada por una atomización cotidiana de la seguridad en la hiperconectividad, o en poder jugar a videojuegos hasta la epilepsia. A este respecto, Juan afirma: «En la nostalgia del absoluto, Steiner habla de lo que ocupa el trono de Dios cuando lo quitamos. Habla del psicoanálisis, del socialismo, vamos, todo aquello que ha ocupado el trono antes o después. Y ahora ese trono está ocupado por el Yo. Es un absoluto sin referencias. Pero más que interesarme lo que ocupa el trono, me interesa el hecho de la inviolabilidad de la presencia del trono. Podemos quitar a Dios, pero no el trono. Y en la línea que hablas de la vaporosidad, yo creo que eso es consecuencia de haber puesto en el trono algo que pesa tan poco. Quitando a Dios, Marx, Freud o Stalin, nos hemos convertido a nosotros mismos en la medida de todas las cosas. Estamos en el relativismo más atroz, léase como interseccionalidad de «no puedes entender mi opresión, porque no has vivido lo mismo que yo porque no eres negra». Entonces, la medida de todas las cosas es el Yo. Y cada uno es distinto. ¿Cómo no va a ser entonces vaporoso el mundo del pensamiento, de las ideas de la política, si donde antes había algo monolítico, ahora hay un panel de abejitas reclamando cada una su parte? Juan Manuel de Prada, por ejemplo, asume que en ese trono debe estar situado Dios, y que esa es la verdad universal. Ah, y te lo defiende muy bien, casi hasta el convencimiento. Pero luego vuelvo a casa y no veo que Dios pueda ser más universal que Marx. Los marxistas soviéticos eran verdaderos exegetas, con un razonamiento titánico del que era casi imposible escapar. Para mí el problema hoy, y el problema de la liquidez, es que los individuos tenemos cosmovisiones y sensaciones que no están bien estructuradas». 

Foto: Jeosm | Cedida por el entrevistado.

¿Se ha perdido la capacidad de unificar y acercar posiciones?, pregunto. «Claro, por eso digo que en la batalla de las identidades va a ganar la derecha, porque el nacionalismo, quieras que no, es mucho más aglutinador. Lo más inclusivo que hay en los debates actuales es el puto nacionalismo. Al nacionalismo le da igual que seas negro, blanco, hetero, maricón o lo que quieras. Eso sí, mientras agites bien el banderín. Mira el independentismo. Ahí tenías a la CUP con los tíos más neoliberales de España». 

«Al nacionalismo le da igual que seas negro, blanco, hetero, maricón o lo que quieras. Eso sí, mientras agites bien el banderín. Mira el independentismo. Ahí tenías a la CUP con los tíos más neoliberales de España»

Tanto escuchar de fondo a Marley me enternece. Me vibran las pieles hasta el punto de reblandecerme de tal manera el corazón que termino poseído por el espíritu de la Gran Paloma Blanca y el peace and love. Fijando la mirada en sus ojitos pardos, le pregunto a Juan: ¿qué ha sido del amor? 

«El amor está muy cosificado. Es un objeto de consumo. Creo que el neoliberalismo en las relaciones de pareja ha irrumpido de verdad con Tinder y el poliamor. Para mí la única postura revolucionaria en el amor en contra de los sistemas de mercado, hoy en día, salvo esa posición cínica y descreída que sería como el anarquismo, es la monogamia. El Partido Único y la dictadura. Sé que esto tiene mala prensa por esa herencia que han tenido que vivir las mujeres con maridos tiránicos y faltas de libertad, pero más allá de eso, encuentro que en la monogamia sí hay una sumisión liberadora. Yo me siento mucho más libre con una pareja de la que soy absolutamente leal, ojo, no sólo estable, leal, y me veo inmensamente más libre que mis amigos poliamorosos porque no tengo que elegir. No estoy sometido al imperativo de la elección. En el capitalismo tardío confundimos libertad con posibilidad de elección. Svetlana Aleksiévich en El Fin Del Homo Sovieticus tiene una frase que me parece muy representativa: ‘Dicen que con la caída de la Unión Soviética nos trajeron la libertad, y de pronto había muchas más cosas para comprar en el supermercado, pero ninguno teníamos dinero para pagarlas’». La libertad a veces es no tener que elegir. Pero no porque te la impongan solamente, sino porque tener que elegir esclaviza. 

Ay, la negatividad se disolvió desnuda en un tanque de ácido. Erigir una casa, como una pareja, exige dedicación, compromiso, frustración y el indómito combate contra abulia. Juan asiente ante mi reflexión. Mi gimnasia mental da resultado, y a Ivars se le enciende una bombillita. 

«Mira, yo ahora tengo un hijo y eso cambia las perspectivas. Una de las escenas más escalofriantes de mi vida, y eso que he vivido en Marruecos y he visto a niños de nueve años esnifando pegamento, fue en Madrid saludando a una amiga que iba con su bebé. La saludé y le pregunté qué tal estaba y me respondió: «Pues aquí, paseando a mis niñes». Con niñes se refería a su bebé y al perro. Y en fin, le pregunté por el sexo del bebé y ella me respondió que no tenía sexo asignado y que cuando creciese ya se empoderaría y decidiría qué quería ser. Y yo me dije, joder, al menos los niños del pegamento en Tánger tenían el pegamento. Ese miedo de algunos padres a imponerles reglas a sus hijos es un síntoma de la pérdida de libertad. Tú tienes que poder rebelarte contra tus padres. Debes tener algo contra lo que rebelarte. Y, claro, ese pobre hijo o hija de esa amiga mía ¿contra qué acabará rebelándose? Finalmente, supongo que cuando te lo han dado todo terminas rebelándote contra tu cuerpo, contra ti mismo. La libertad es romper un muro. Entonces, todos esos niños a los que se les ha negado el principio de autoridad por miedo a empequeñecerlos, al final se cortan la polla».

Me confieso a Juan respecto a mi inquietud ante la nueva tendencia en educación del informe PISA. Estonia, ese país que la mitad del mundo no sitúa en un mapa, se revela como la gran panacea de la educación: integradora, lúdica, diversificada, cabría decir, perfecta. A servidor, como no es oro todo lo que reluce, le salen rombos en los alerones de pensar en algo tan embriagadoramente maravilloso que seguro, como diría Freud, alberga mil demonios por dentro. 

«La cultura de la cancelación sólo cría ovejas que no discuten cuando se las manda al matadero»

«Es que eso viene de los franceses en los años sesenta. Vigilar y Castigar de Foucault, y todo el posestructuralismo que analiza bien, pero no da respuestas, y son sus epígonos quienes adoptan posturas descabelladas. La escuela tiene que ser una puta cárcel. No puedes quitarle a una generación su derecho a querer cambiar el mundo. Las ganas de cambiar el mundo, de luchar contra la injusticia, empiezan cuando el profesor de matemáticas es un hijo de puta que te suspende. Cada generación tiene que rebelarse contra sus obstáculos. El asunto de la censura de los cuentos… ¿Por qué eres de Femen si viste La Bella y la Bestia de pequeña? Porque no eras imbécil y te rebelaste. La cultura de la cancelación sólo cría ovejas que no discuten cuando se las manda al matadero». 

El vicio apremia y el viento amaina. Juan, fumador empedernido con quien comparto adicción ahumada, me tira cual buey desbocado a la terraza para paliar el ansia. Un tipo, al acecho como ave rapaz, nos asalta a la demanda de un soldadito mortal tan sabroso como los que nos adornan los labios. Nos prestamos elegantes a sufragárselo. Charlatanes, pero caballerosos ambos, pase lo que pase… Borrachos, pero buenos muchachos. Doy paso a un tema de moda: la deconstrucción. 

«No creo que sea necesaria tanta deconstrucción. Yo creo que el pensamiento crítico tiene que demostrarte que no tienes la razón siempre, pero no que no tienes buenas razones para tenerla. Para mí la idea de la deconstrucción me parece deshumanizadora. Ya que si te deconstruyes en un sentido es porque te estás reconstruyendo en otro. Los hombres del presente son un gran ejemplo. Se están deconstruyendo en función del credo feminista, cuestionándose su deseo, su voz, su tono de habla, todo, en general, pero lo único que no se cuestionan es por qué lo hacen. Por eso me parece tan hipócrita e irritante la deconstrucción del posmodernismo. Como soy hombre, blanco y hetero me voy a deconstruir hasta el punto de convertir todos mis privilegios en un elemento de conflicto que me interpela y no está asegurado, en algo que no tengo derecho a disfrutar, cayendo inevitablemente en la fe. Volvemos al sillón. Quitamos a Dios, pero el sillón sigue ahí y ahora lo ocupa el no cuestionamiento, que es un elemento emocional. Esto lo dice muy bien Jonathan Haidt en La mente de los justos. Somos un jinete que va sobre un elefante, y el jinete es el pensamiento racional y el elefante es el pensamiento emocional. Entonces el jinete va hacia un lado y el elefante va en sentido contrario, y el jinete que sabe que el elefante va a su bola, en vez de domar al elefante se dedica a racionalizar su comportamiento. Eso implica que muchas veces te expliquen, en el caso por ejemplo de estos hombres, por qué se están deconstruyendo, y tú lo que tienes que entender es que eso son razones dadas a posteriori, hacia un movimiento irracional la mayoría de las ocasiones provocado por la culpa. Yo conozco hombres deconstruidos más estalinistas que la Barbijaputa, que luego son auténticos pulpos y perversos sexuales». 

La conversación se prolongaría, tal vez, hasta la más demacrada embriaguez, pero Juan es padre. Ser padre es un trabajo a jornada completa y su preciosa americana no se va a manchar de babas sola. Por eso Juan Soto Ivars, con la cortesía de la hermandad efímera, me regala un abrazo, se despide y me asegura. «A las cervezas te invito yo. Y no me mires así, a mí pagar esto no me importa. Agradéceme el tiempo que llevamos, eso sí es algo precioso para mí». 

Y, claro, a servidor; humilde y galán, no le queda más que agradecérselo con el corazón henchido y alma puesta en una última sonrisa. 

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