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Historias de la historia

Morse inventa la primera red social

La guerra de Ucrania ha hecho caer en el olvido el 150 aniversario de la muerte de Samuel Morse, el inventor del telégrafo que revolucionó el mundo

Morse inventa la primera red social

Samuel Morse, en una imagen de 1857. | Wikimedia Commons

La guerra de Ucrania no sólo arrasa campos y ciudades, también ha arrollado la actualidad periodística, mandando al limbo informaciones que en circunstancias normales habrían ocupado espacios en prensa, radio y televisión. Eso ha sucedido con el 150 aniversario de la muerte de Samuel Morse, el primer globalizador de la Historia, el genio que creó la primera «red social», el telégrafo.

Dentro de unas décadas seguramente nadie se acordará de Putin, mientras de Morse seguirá ocupando su trono en la historia de la ciencia. Sin embargo hoy por hoy su 150 aniversario, que tuvo lugar el pasado 2 de abril, ha pasado sin pena ni gloria, incluso para esta sección de Historias de la Historia, por lo que entono el mea culpa y rectifico con este artículo.

La figura de Morse es fascinante, pero no es fácil delimitarla. Pertenece a ese siglo en el que la Revolución Industrial llegaba a su apogeo, y multitud de hombres que en tiempos pasados no habrían salido de su pueblo cambiaban la faz de la tierra, fulminaban las distancias construyendo ferrocarriles, mandaban las palabras de un continente a otro primero mediante cables, luego mediantes ondas, creaban la luz, como si fueran Dios en el Primer Día, y se empeñaban en volar.

Morse no era un científico, ni un ingeniero, ni un inventor profesional. Era hijo de un reverendo calvinista y había estudiado en una de las mejores universidades de Estados Unidos, Yale, teología, matemáticas y veterinaria. Extraño cóctel que no sirvió para nada, porque no fue ni clérigo, ni matemático, ni veterinario. Tenía vocación artística, se hizo pintor y consiguió ser un retratista de moda en su país. Sin embargo no era capaz de sacarle a su fama el fruto económico que otros artistas logran, y hubo épocas en que en su casa se pasaba hambre.

Otro aspecto llamativo de su personalidad era su ideología, situada en el registro más reaccionario de la sociedad norteamericana: el racismo, el esclavismo y la intolerancia religiosa. Se convirtió en un militante entusiasta del movimiento xenófobo Know Nothing («Saber nada» en inglés, cuyo nombre lo dice todo), que se oponía furibundamente a la inmigración. De Morse es una frase que podía haber dicho Donald Trump: «Debemos tapar el agujero de nuestro barco por el que entran esas aguas fangosas que amenazan con hundirnos», refiriéndose a los inmigrantes. Morse llegó a presentarse a las elecciones para alcalde de Nueva York por el Partido Nativo Americano, que pretendía excluir de los derechos políticos a todos los nacidos fuera de EEUU, y prohibir el acceso a la enseñanza a los católicos, pero fracasó. Había ya «demasiados» irlandeses e italianos en Nueva York.

La paradoja es que una persona con semejante perfil enemigo del progreso, inventara y pusiera en marcha una de las mayores herramientas de progreso de la humanidad, el telégrafo morse.

Muchos padres para un solo invento

La utilización de los impulsos eléctricos para lograr un sistema de transmisión de palabras era una idea que estaba en el ambiente desde los albores de la Revolución Industrial, pues ya en 1753 la revista escocesa Scots Magazine sugirió la construcción de un telégrafo electrostático. Desde principios del siglo XIX una legión de científicos e ingenieros de diversos países fue avanzando en el proyecto, empezando por el español Francisco Salvá Campillo, que en 1795 leyó en la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona una memoria titulada La electricidad aplicada a la telegrafía

Le siguieron el germano-polaco Von Sömmerring, el inglés Francis Ronalds, el francés Ampère, el ruso Pavel Schilling, los alemanes Gauss y Weber. El telégrafo sería por tanto, como el teléfono, la radio o la luz eléctrica, producto del ingenio y las experiencias acumuladas de muchos, porque era toda una sociedad, la de los países industrializados, la que estaba persiguiendo quimeras que se convertían en realidad.

En 1836 David Alter, un científico americano doctorado en física, inventor profesional con varias patentes, llegaría a construir un telégrafo en el pueblo de Elderton (Pensilvania) un año antes que Morse. Pero Alder se limitó a unir con el cable telegráfico su casa y su granero, sin darle salida al invento. Perdió su oportunidad. Sería el pintor de la buena sociedad y político ultra-reaccionario Samuel Morse el que, llevándose de una especie de manía, revolucionaría el mundo.

Telégrafo de Morse, en un modelo de 1837. | Wikimedia Commons

La leyenda dice que Morse concibió el telégrafo en un barco en el que volvía de Europa a Estados Unidos, cuando oyó a unos pasajeros hablar sobre el electromagnetismo. Lo cierto es que desde sus tiempos de estudiante Morse había estado fascinado por el fenómeno de la electricidad. El largo viaje trasatlántico le proporcionó tiempo para madurar su idea, y cuando llegó a su casa se encerró en su estudio de pintor no saliendo ni para comer. Allí no hacía caso de los pinceles, sino que con un reloj viejo, un péndulo y un lápiz fabricó una máquina telegráfica.

Pero su aportación genial fue inventar un idioma adecuado al telégrafo, el «código morse». Era un lenguaje sencillo, claro y fácil de traducir en impulsos eléctricos, un sistema de puntos y rayas que se combinaban para significar las letras del abecedario. En 1837 Morse tenía ya listo su invento, y empezó una larga carrera de demostraciones en foros científicos y políticos, y búsqueda de financiación. Finalmente en 1843 el Congreso le asignó un fondo de 30.000 dólares, para que construyera una línea telegráfica de 60 kilómetros entre Washington y Baltimore.

El 24 de mayo de 1844 tuvo lugar la inauguración del telégrafo. Aunque previamente ya se habían enviado mensajes de prueba, el primer telegrama oficial fue emitido desde el Capitolio de Washington con destino Baltimore, y constaba de cuatro palabras: «What hath God wrought?» (¿Qué nos ha enviado Dios?). Era una cita bíblica, del Libro de los Números concretamente, y en línea con el fundamentalismo cristiano al que Morse era adepto, asociaba a Dios al invento.

Lo que Dios había enviado era una nueva forma de concebir el mundo, la posibilidad de comunicarse instantáneamente entre las ciudades, los países y los continentes. La primera «red social».

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