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El mito del poderío militar ruso

Las amenazas nucleares de Putin son consecuencia de la falta del éxito militar esperado en Ucrania

El mito del poderío militar ruso

Soldados polacos que en 1920 le ganaron la guerra a los rusos | Wikimedia Commons

Al soldado ruso «tienes que matarlo y después empujarlo para que caiga». Esta frase un tanto retórica de un tratadista del XIX abunda en el mito militar que surgió de la derrota de Napoleón en Rusia. Su desastrosa retirada supuso el fin de la Grande Armée (el ‘Gran Ejército’ multieuropeo de Napoleón), con la pérdida de medio millón de hombres y 200.000 caballos. Pero en realidad esta catástrofe se quedaría pequeña comparada con las bajas que, siglo y medio después, sufriría otro gran ejército que osó invadir Rusia, la Wermacht del III Reich alemán.

Fueron estas dos hazañas históricas, las derrotas de Napoleón y de Hitler, las que dieron lugar a la fantasía de la invencibilidad del ejército ruso. Una fantasía que saltó en pedazos el 28 de mayo de 1987, cuando una avioneta Cesna, pilotada por un chico alemán de 18 años, Mathias Rust, aterrizó en la Plaza Roja de Moscú, el centro simbólico del poder soviético, tras burlar todas las defensas aéreas de la URSS. Gorbachov aprovechó la ocasión para cesar al jefe de la aviación soviética, el mariscal Kodunov, que se oponía a su política de la Perestroika (apertura del comunismo hacia formas más democráticas). Aquel cese tenía un valor añadido al político, pues Kodunov era el paradigma de héroe de la Gran Guerra Patria (la Segunda Guerra Mundial en terminología rusa), un as de la aviación que derribó 46 aviones alemanes, un pilar de ese mito de la invencibilidad rusa que, en 1987, fue a su vez derribado no por un avión, sino por una simple avioneta alemana. 

Un año después de este bochorno para las fuerzas armadas soviéticas, su ejército comenzó a retirarse de Afganistán, convertido en su Vietnam.

Grandes triunfos

Todos los teóricos de la guerra coinciden en la enorme diferencia que hay entre defender y atacar, algo con lo que están de acuerdo los «prácticos» de la guerra, es decir, los soldados. En el caso de Rusia esta característica se agudiza por su especial geografía. Es un país inmenso y muy poblado, y cualquier invasor necesita un ejército gigantesco. Cuanto mayor es un ejército, más difícil es aprovisionarlo, y cuanto mayor es el territorio por el que se avanza, más problemáticas son sus líneas de abastecimiento.

En las dos ocasiones en que Rusia se ha defendido y obtenido sus grandes victorias, hubo una primera fase desastrosa para el ejército ruso. Napoleón llegó a conquistar Moscú, lo que teóricamente debía suponer el final de la guerra. Cuando el ejército francés había entrado en Viena o Berlín, Austria o Prusia habían pedido la paz, pero en 1812 en Rusia no fue así. El zar tenía muchísimo territorio hacia donde replegarse, y muchísima población para formar nuevos ejércitos. Napoleón no podía seguir más allá, y tuvo que retirarse, pero entonces entró en escena el terrible clima ruso, ‘el General Invierno’. La inmensa mayoría de los soldados de la Grande Armée murieron de frío y desnutrición.

La invasión alemana de 1941 volvió a repetir el esquema. Atacaron en verano, destrozaron al Ejército Rojo (como se llamaba entonces), que perdió dos millones y medio de hombres en tres meses, y llegó a las puertas de Moscú y Leningrado (la antigua San Petersburgo). El impulso inicial de toda ofensiva se va desgastando por una ley de física, y a los nazis les permitió llegar hasta las dos capitales, pero de ahí no pasarían. El desgaste de los invasores, el General Invierno, y las inmensas reservas de hombres que tenía Rusia, frenaron a la Wermacht. Dos años después llegó la batalla de Stalingrado, que le daría la vuelta al conflicto, y el resto es historia conocida, en mayo de 1945 los rusos entraron en Berlín y plantaron la bandera roja sobre la cúpula del Reichstag.

Grandes fracasos

Pero esa historia de heroísmo triunfante de los rusos se vuelve completamente del revés cuando es Rusia quien decide invadir un aparentemente débil vecino. Esto es lo que pasó en varios episodios ofensivos rusos de este carácter en el siglo XX.

El nuevo poder comunista surgido tras la Revolución de Octubre de 1917 intentó conquistar Polonia, que había resurgido como nación independiente tras la Primera Guerra Mundial. En el verano de 1920 el Ejército Rojo avanzó en una ofensiva imparable hacia Varsovia. El mundo entero daba por perdida a Polonia, una vez más este país caería bajo el dominio de sus poderosos vecinos, pero en realidad se trataba de una maniobra estratégica, una trampa urdida por el ejército polaco. El 16 de agosto los polacos atacaron por el flanco sur del ejército ruso, y lo destrozaron, obligándole a retirarse en desorden hasta más allá del río Niemen. Polonia aseguró sus fronteras e impidió que el comunismo se extendiese por el Este de Europa.

Dos décadas después Stalin encontró la revancha a esta humillación. Aprovechando el ataque de Alemania contra Polonia que dio inicio a la Segunda Guerra Mundial, cuando Polonia ya estaba vencida la atacó por la espalda y se apropió de la zona oriental del país. También ocupó manu militari las Repúblicas Bálticas, que no ofrecieron resistencia, y quiso redondear sus conquistas periféricas, acordadas en el Pacto Germano-soviético de 1939, invadiendo Finlandia.

Finlandia había sido vasalla del Imperio zarista hasta la Revolución de 1917, aunque nunca se dejó asimilar. Conservaban su lengua y religión distintas a las rusas, y cuando se libraron del zar implantaron un sistema democrático a la occidental. Pero eran una nación insignificante, solamente tres millones de habitantes, y con un ejército mínimo que, por ejemplo, no tenía un solo transmisor de radio. La Unión Soviética en cambio tenía 150 millones de habitantes y un ejército de 1.800.000 hombres en tiempo de paz, pudiendo movilizar de inmediato ¡once millones de soldados!

Era un elefante contra un ratón. Finlandia fue invadida el 30 de noviembre de 1939 por cinco ejércitos, medio millón de soldados con mil tanques. Frente a ellos los finlandeses no podían movilizar más de 180.000 varones, que acudieron a la guerra llevando su propia ropa de abrigo, sus esquíes y sus rifles de caza. Aunque parezca mentira, esos guerrilleros aniquilaron a un ejército de siete divisiones de infantería y una brigada de tanques (100.000 hombres) y dejaron malparados a otros cuatro ejércitos. Hizo falta un mes seguido de bombardeo aéreo soviético, frente al que los fineses no podían defenderse –no tenían aviones- para conseguir algún éxito parcial que permitió a Stalin negociar con el Gobierno finlandés. Finlandia cedería algo de territorio en las cercanías de San Petersburgo, pero conservaría su independencia. Sufrió 80.000 bajas a cambio de seguir siendo una nación libre, pero le causó a los rusos 200.000 bajas y una humillación internacional.

En 1980 la URSS, que tras su victoria en la Segunda Guerra Mundial se había asegurado un cinturón de «países satélites» en la Europa del Este, hizo otro movimiento expansivo, pero por el extremo opuesto de su imperio, en Afganistán. Formalmente el ejército soviético entró en Afganistán para apoyar al gobierno comunista de Kabul, que estaba amenazado en una guerra civil, pero al poco tiempo el conflicto se había convertido en una guerra entre invasores extranjeros y tribus afganas, ferozmente independientes. En este caso no se puede decir que el fracaso soviético en Afganistán fuese vergonzoso, porque la historia demuestra que es un país fácil de conquistar pero imposible de ocupar. Inglaterra, en el apogeo del Imperio británico, lo conquistó tres veces, y las tres tuvo que retirarse, y a Estados Unidos le ha ocurrido lo mismo. Pero el reciente fracaso en Afganistán fue una de las causas del desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991.

Después de la URSS y el comunismo continuarían los intentos de Rusia de invadir a sus vecinos, en este caso las antiguas repúblicas separadas de la Unión Soviética. En tiempos de Yeltsin, una noche de borrachera conjunta del presidente de Rusia y su ministro de Defensa decidió la invasión de Chechenia, pequeña república musulmana de poco más de un millón de habitantes, que estaba causando muchos problemas. En enero de 1995 38.000 soldados rusos con 800 blindados cruzaron la frontera, pero fue todo lo contrario de un paseo militar. Después de dos años de guerra en donde la mayoría de las víctimas las puso la población civil, Rusia y Chechenia, llegaron a un acuerdo de alto el fuego y las tropas rusas se retiraron. Fue la mayor humillación de la era Yeltsin.

Vladimir Putin  tomaría la revancha. En 1999, año en que Putin fue primer ministro y luego presidente de Rusia, hubo una nueva invasión de Chechenia mucho mejor organizada. Pero serían necesarios diez años para dominar –mediante pactos con facciones locales-  un país de la extensión de Cuenca. Solamente en 2009 terminó oficialmente la «misión antiterrorista» en Chechenia. Lo que viene después ya no es Historia, sino actualidad.

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