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Cultura

Remedios Zafra: «En los 90 Internet aspiraba a crear un mundo más igualitario»

La ensayista habla con David Mejía sobre el despertar de su vocación filosófica y las inquietudes que recogen sus principales obras

Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) es ensayista, profesora de universidad e investigadora en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Sus líneas de investigación se orientan al estudio crítico de la cultura contemporánea, las políticas de la identidad en las redes, el feminismo y las transformaciones del trabajo creativo en la cultura red. Su obra ha logrado importantes reconocimientos, entre los que destacan el Premio Anagrama de Ensayo, que ganó en 2017 por El Entusiasmo. Precariedad y Trabajo creativo en la era digital (Anagrama),y el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos, ganado este año por su última obra, El bucle invisible (Nobel).

PREGUNTA. Me gustaría que nos hablaras de tu infancia: ¿dónde te criaste y de dónde procede tu vocación, tanto humanística como literaria?

RESPUESTA. El lugar donde uno crece tiene mucho que ver con las aspiraciones y expectativas que nos generamos después. En mi caso es un pequeño pueblo del sur de Córdoba que se llama Zuheros. Este contexto rural puede parecer que no casa con una persona como yo, que se ha dedicado a la investigación sobre cultura digital y tecnología. Es un pueblo muy pequeño y con pocos niños, ahora tendrá alrededor de 400 o 600 habitantes, pero cuando nací en los años 70, era una suerte de comunidad donde podías salir libremente y jugar en cualquier lugar del pueblo. Y allí fui a la escuela pública en un momento en el que en España la escuela pública empezaba a serlo todo, empezaba a generar oportunidades reales para que las personas pudieran soñar con quienes querían ser. En aquel momento la meritocracia todavía era viable, o al menos podíamos creer que lo era. También se puso en marcha una biblioteca pública, y todo eso creó la posibilidad de soñar con que la educación nos permitiría ser más libres e iguales, incluso nos permitiría no repetir la historia que habíamos visto en nuestros padres. Toda mi familia era de allí y eran agricultores, mi abuela siempre decía «somos más de aquí que los olivos». La escuela y los libros se convirtieron en el camino para encontrar también otros referentes.

P. Porque en tu casa no había libros, no había una tradición lectora.

R. No, en mi casa no hubo libros hasta que cumplí nueve o diez años. Mis padres, aunque saben leer a grandes rasgos, les cuesta mucho. Cuando por ejemplo tienen que transmitirme alguna carta que me llega a Zuheros es hasta divertido vernos en acción, porque hacen todo lo posible por deletrearme quién me ha escrito, pero acabamos recurriendo a algún vecino para que haga una foto a la carta y me la envíen. Por otro lado, siento cierta pena porque no han podido leer ninguno de mis trabajos; y cuando he ganado algún premio, mi madre al principio lo relacionaba con la suerte y decía «si ganas tantos premios, deberías comprar lotería», porque entendía que los premios tenían más que ver con el azar que con el mérito de conseguir un reconocimiento. Mi padre es uno de esos niños de la posguerra, como prácticamente la mayoría de familias de mi entorno, que no han podido estudiar, y que saben lo básico para sobrevivir; siempre me ha contado la dureza de su infancia en la que en alguna ocasión dice haber llegado a comer basura. Pero sabía escuchar a las personas ilustradas, aunque él no lo fuera, y empezó a valorar la importancia de tener libros en casa y traía todos los que encontraba o los que podía comprar a bajo precio en la sección de Saldo y Oportunidades de Galerías Preciados. Allí había trabajando un paisano suyo que le asesoraba. Y ese asesoramiento me fue sumamente útil porque en esa colección entrópica que creamos había libros muy dispares que ningún ilustre pensador de bibliotecas habría recomendado. Y en esa biblioteca desordenada y muy ecléctica es donde mi hermana y yo empezamos a hacernos preguntas sobre el mundo.

P. Has mencionado la meritocracia y el mensaje de «estudiad y podréis mejorar a la generación que vino antes». ¿Este discurso era también fuerte en tu casa?

R. Sí, estudiar parecía la puerta a un futuro elegible y esto se incentivaba. Aunque al principio viví con cierto complejo el descubrir que en el instituto había quienes estaban muy bien asesorados por padres ilustrados que les fomentaban cierto tipo de educación no formal que yo no tenía. Pero algo que era negativo y viví con cierto complejo, se volvió positivo porque se convirtió en una grandísima libertad: «como no sabemos sobre esos temas, confiamos en ti». Para mí, ser buena estudiante era lo que garantizaba que mis padres no interfirieran en la mayoría de mis decisiones, de forma que incluso podía permitirme algo tan absolutamente valioso como equivocarme. Cualquier otro padre habría orientado, pero en mi caso confiaban en que sabría salir adelante. Y creo que en mi caso esa educación no formal fue determinante para empezar a observar cuándo la diversidad lleva a desigualdades, de cara a esa meritocracia que comentábamos. Por ejemplo, había una diferencia ya en la adolescencia entre chicos y chicas (lo noté en el instituto y posteriormente en la universidad) relacionada con la libertad de juegos que habíamos tenido hasta los 11 o 12 años y que se hacia desigualdad cuando a los chicos se les penalizaba por jugar con todo aquello que tuviera que ver con los cuidados, con la imagen o con las muñecas. Era más fácil que a los chicos se les orientara hacia la tecnología, mientras por ejemplo las niñas teníamos como actividad extraescolar la costura. Suerte que algunos padres pensaron que era importante que también estudiáramos mecanografía. De hecho, mi hermana y yo nos hicimos grandes tecleadoras. En cierta forma esto supuso el acceso a una tecnología muy primaria que permitía repetir ideas, pero no permitía pensarlas. Paralelamente, veíamos cómo en la escuela se animaba a los chicos a usar los primeros ordenadores, pero no pasaba así con las chicas. Esto lo vi después en el instituto, cuando teníamos que decidir entre ciencias y letras, y parecía una elección que tenía que ver con el género. A las chicas se nos orientaba a letras, a humanidades o a cuidados, y a los chicos a las tecnologías. Yo tuve muchos problemas en esa época con el jefe de estudios del instituto, porque él no entendía que esas casillas fueran tan determinantes. En mi caso cursé un bachillerato científico y comencé a estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones queriendo compaginarlo con Bellas Artes.

P. ¿Tuviste desde muy joven esa vocación de unir las humanidades con la tecnología?

R. Sí, fue de una manera muy intuitiva. Creo que más que unirlas, quería desmontar formas de entenderlas como compartimentos estancos. Para mí, esa conversación entre las humanidades y las ciencias es algo necesario que puede ayudar a pensar el mundo de otras maneras, porque tiene que haber fisuras entre ellas para generar intercambios. Eso a mí me siempre me movilizó.

P. Entonces estabas matriculada en Bellas Artes y en Ingeniería de Telecomunicaciones en la Universidad de Sevilla. Y hay un momento en que decides que la ingeniería puede esperar.

R. Bueno, cuando comencé Ingeniería de Telecomunicaciones en el 91, me encontré en un aula muy masculinizada. Y curiosamente, esos conocimientos que comentaba antes que forman parte de la educación no formal, eran dados por supuestos; yo no había estudiado informática pero todos los chicos que estaban en el aula habían manejado ordenadores. Y esta sensación de ir por detrás de ellos me desanimó. Años más tarde, haciendo un trabajo de investigación sobre ingenierías y mujeres, descubrí algo que me llamó la atención y es que cuando Informática en España era una licenciatura y no una ingeniería, había casi un 60% más de mujeres que de hombres matriculados. Cuando el año siguiente cambiaron la palabra Licenciatura por Ingeniería, las mujeres matriculadas pasaron a ser algo más de un 30%. Y a los dos años, eran en torno al 15%. Y a esto no le ponemos palabras, pero forma parte de esa inefabilidad, de sentir una presión silenciosa que te empuja a pensar que ese no es tu lugar. Durante unos meses compaginé Telecomunicaciones y Bellas Artes, después me quedé con Bellas Artes, y más tarde estudié Antropología y Filosofía que son realmente mi formación teórica.

P. ¿En qué momento tu mirada se orienta hacia lo cibernético? Una palabra que suena ya un poco retro.

R. Suena retro, sí. Los 90 fueron muy de ciber: el ciberpunk, el ciberespacio… casi todas las palabras tendían a ser precedidas por «ciber» porque en cierta manera esa lente ayudaba a pensar la época. En mi caso, en ese contexto de libertad que tuvo mi formación, menos guiada y más experimental, y viviendo el final de siglo, era inevitable estar muy influida por todo ese imaginario que empezaba a ser predominante. Mirar al pasado para alguien que no tiene muchos referentes inspiradores a nivel intelectual hacía que muchas personas cayeran en el victimismo, y a mí eso no me interesaba. Me interesaba más mirar el presente y ver cuál era la singularidad del mundo que yo estaba habitando. Y esa singularidad claramente estaba definida por la tecnología. Internet se estaba convirtiendo en ese punto de inflexión que permitía entender la vida, la relación con las personas de una manera totalmente distinta. De hecho, recuerdo que el primer y único premio de pintura que he ganado, hacia el año 94, me sirvió para comprar mi primer ordenador y ahí terminó mi vínculo con la práctica artística visual como creadora. La práctica artística derivó hacia un trabajo más especulativo y narrativo, orientado a una creación no centrada solamente en la imagen.

P. ¿Qué contraste conceptual observas en el Internet actual respecto al Internet de los 90?

R. En los 90 había una energía utópica que a menudo se ha considerado ingenua. Yo guardo un buen recuerdo de aquella energía porque a nivel teórico hacía mirar a la práctica artística y ayudaba a pensar imaginativamente el cambio social desde la tecnología. De hecho, es muy interesante cómo esa especulación sobre el futuro, especialmente a través de Internet, tenía en el arte un lugar interesante al que mirar, porque el arte permitía materializar lo difícilmente narrable. Por lo tanto, no siempre nos valía la explicación científica, y necesitábamos sumar esos discursos más reflexivos y creativos sobre lo que Internet podía ser para el mundo. Me interesaba también a nivel político, porque en aquel momento empezaba a tener una conciencia feminista del mundo y una conciencia política sobre la diferencia entre diversidad y desigualdad, esa búsqueda de la diversidad como algo positivo y trabajar por intentar que la desigualdad se aminore para crear condiciones de poder y libertad para las personas. Respecto a ese contraste por el que me preguntas, por una parte, Internet, en los años 90, no estaba aún tan dominado por el mercado, por otra, generaba multitud de preguntas y proyectos sobre qué pasa cuando el cuerpo queda aplazado, de forma que predominaban visiones más deconstructivas sobre identidades liberadas de los estereotipos del cuerpo.  Sin embargo, en la actualidad Internet está muy mediado por redes sociales controladas por empresas con intereses comerciales y que refuerzan identidades más centradas en la imagen del “yo real”.

P. Una nueva versión del problema mente-cuerpo.

R. Sí, estas cuestiones claramente filosóficas se planteaban en relación a Internet. De hecho el feminismo también se las planteaba porque si el cuerpo queda aplazado, y los estereotipos que vienen dados en el cuerpo, como el sexo, la edad, el color de tu piel, etcétera, pueden ser deconstruidos en el mundo digital, entonces ¿sería posible pensar un mundo más igualitario? Claramente aquella especulación duró lo que tardamos en convertir Internet en lo que es ahora y lo que es desde el año 2001 o 2002, cuando se empezó a territorializar de esa manera brutal, desde un capitalismo incuestionable, creando esas plazas con apariencia pública pero controladas por empresas privadas. De esa especulación que predominaba a finales de los 90 de crear un mundo más liberado de clichés, y de entidades no marcadas por los cuerpos, lo que nos encontramos fue una revalorización del yo sujeto a la imagen, a la foto y el video y más controlada por el mercado.

P. Hemos ido a más servidumbres.

R. Sí, provocadas por esa mediación tecnológica que pide una acreditación del yo sustentado en lo real. Una sustentación muy hedonista además, muy vanidosa, vernos todo el día en esa multitud de fotografías y videos de uno mismo, pero que funciona como un grandísimo mecanismo de control.

P. ¿Y cómo podríamos definir el ciberfeminismo? Por qué te interesaste específicamente por eso, y en qué momento pasaste página.

R. Tiene mucho que ver con lo que acabo de comentar, porque esas preguntas sobre el poder político de Internet para la construcción libre de subjetividades, más allá de las identidades de los cuerpos, nace desde las políticas queer y desde las políticas feministas. Así, me empieza a interesar el ciberfeminismo de una manera natural, porque es una de esas creaciones que da respuesta política y también artística a los retos de un mundo mediado por pantallas. El ciberfeminismo nace como un feminismo orientado al mundo digital, que se desarrolla en los años 90, y que después ha sido utilizado políticamente por muchas personas. Como característica el ciberfeminismo partía de un concepto de feminización que igualaba al de digitalización; se proponía como una subversión del clásico poder de unos sobre otros hacia un poder donde todos seamos capaces de intervenir de manera horizontal y solidaria sobre los otros. Este feminismo, que se definía como política, pero también como práctica artística, tuvo su desarrollo no solo en foros de pensamiento, sino también en contextos artísticos como la Documenta de Kassel. Fue un nodo al que me interesó mirar durante mucho tiempo por multitud de analogías que surgían ahí, por multitud de personajes que me permitían extraer estrategias críticas y creativas para mi pensamiento y mi escritura. Sin embargo, es curiosa la vigencia de palabras como ciberfeminismo o net art, porque cuando las usamos en esta lógica neoliberal que predomina, parece que también las agotamos y se convierten en moda, pero las motivaciones y propuestas siguen estando y me siguen interesando.

P. Una de tus obras más recientes, El entusiasmo, indaga sobre esa lógica neoliberal aplicada al trabajo creativo. ¿Por qué pensaste que era necesario poner este tema sobre la mesa?

R. Yo llego a El entusiasmo después de un recorrido. En el año 2005 publico Netianas, desde un enfoque feminista de Internet; después va tomando forma Un cuarto propio conectado, y de ahí, (h)adas y Ojos y capital. En esa época también escribo Despacio, que tiene ya algo que ver con El entusiasmo. Siendo un trabajo literario está muy atravesado por las preguntas sobre malestar y nueva desigualdad que aparecen en mis ensayos. Me empiezan a interesar cuestiones que tienen que ver con la precariedad de los trabajos feminizados. De hecho, el contexto cultural y humanístico es un contexto feminizado y curiosamente un contexto también más precarizado. En este sentido me interesó reflexionar sobre el paralelismo entre los trabajos feminizados mal pagados con los trabajos domésticos y los pagos simbólicos. Y hay una cuestión que en cierta manera también es detonante de El entusiasmo: escribiendo (h)adas, que trata sobre mujeres y tecnología, recuerdo que algunos hombres profesionales de la tecnología me decían que habían convertido su afición en un trabajo y algunas mujeres que trabajaban en el ámbito de la cultura me decían justo lo contrario, que la gente consideraba que su trabajo era una afición. Esta idea de convertir la afición en un trabajo cuando está prestigiada y de que tu trabajo en el ámbito creativo sea infravalorado, nos lleva a pensar en las formas de pago, en las formas de valoración, en las formas en las que se articulan los nuevos sistemas de valor, que es una cuestión que en Ojos y capital me interesó mucho y está muy interpelado por la antropología económica y por las preguntas en relación a las nuevas formas de creación de valor y de pago simbólico. En ese momento, yo era profesora en la Universidad de Sevilla en ámbitos creativos, y mis estudiantes de máster se formaban como profesores de arte o de educación artística. Por tanto, el contexto que me rodeaba era un contexto de escritores, artistas, profesores de arte, y analizando las historias de vida de mis estudiantes y también las conversaciones con mis compañeros, observaba que había una cuestión que siendo íntima, era opresiva y no se había hecho pública. Y en el fondo ahí está la raíz de El entusiasmo. Su raíz es algo que todo el mundo identifica cuando habla con un escritor o un artista como una fortuna, con la suerte de “poder dedicarse a la creación”. Se refuerza esa satisfacción que tienes que sentir por dedicarte a profesiones creativas, contribuyendo a legitimar que ya estás pagado con ese reconocimiento que a veces es aplauso, que a veces es capital simbólico, a veces es afecto, y cada vez más a menudo es visibilidad o es vanidad.

P. Además alimentando la esperanza de que uno está abonando el camino para algún día lograr cierto bienestar.

R. Claro, siempre está la esperanza de futuro, que además siempre se va posponiendo mientras te mantienes productivo y entusiasta. Especialmente, cuando hablamos de contextos de precariedad. De hecho, esta sin duda me parece una de las palabras que mejor define la época contemporánea, especialmente en los últimos años, desde su normalización y diría casi ya desde su invisibilización, porque se convierte en una rutina el entender que los trabajos son temporales, que un trabajo como profesor en la universidad está infrapagado porque estás en la universidad y se legitima porque el compañero también lo está y hay un capital simbólico que compensa. Entonces ese vivir pensando en el futuro hace que uno se meta más fácilmente en la rueda productiva que favorece otro de los elementos del que el capitalismo se beneficia. Me refiero a la desarticulación colectiva, que es una de las líneas centrales en El Entusiasmo. Por eso era muy importante poner palabras a esa intimidad opresiva, a ese “malestar” que no compartimos o que no decimos pensando que nos pasa a pocos, y de pronto hemos descubierto que el grandísimo sector del trabajo creativo y cultural, que es además un sector creciente y precarizado, es un sector que se retroalimenta del individualismo inducido por este contexto.

P. Me interesa mucho la idea de que la mejor manera de invisibilizar la precariedad es generalizarla. ¿Hasta qué punto, más allá del capitalismo, debemos señalar a las industrias culturales, que se aprovechan del exceso de oferta?

R. Cuando la precariedad está interiorizada y se normaliza tiende a pasar desapercibido, a invisibilizarse. En este escenario hay un beneficio que permite mantener el sistema cultural y creativo a un coste menor. A nivel económico, la lectura es tan sencilla como que con menos dinero se consigue seguir manteniendo ese sistema productivo porque se cuenta con que los trabajadores culturales y creativos lo harán “de todas maneras” por esa motivación que se les presupone. Porque quizá una de las diferencias de este tipo de trabajo y de este tipo de precariedad -que algunos llaman “precariedad de los privilegiados”, porque han podido estudiar- es que tienen expectativas, formación y tienen también motivación en lo que hacen. Pero esas industrias culturales a las que te refieres pueden estar contribuyendo no solamente a precarizar trabajos, sino a precarizar la obra, a precarizar el producto final desde la saturación y el desapego con un hacer con sentido. La maquinaria productiva se retroalimenta de los propios trabajadores precarios que piden colaboraciones a cambio de otras colaboraciones, donde “la negativa” es muy difícil y donde esa multitud de pequeñas colaboraciones se convierte en una gran losa que en Frágiles denomino  “500 sábanas” vinculándolas con formas de «autoexplotación». Formas que hacen referencia a una primera persona del plural: nos autoexplotamos. Este exceso se materializa también en el desdibujamiento de nuestro trabajo en multitud de tareas, por ejemplo cuando le preguntas a un creador o a un gestor cultural a qué se dedican, también está esa dificultad de nombrarse, porque los creadores, los trabajadores culturales, se dedican a muchas cosas, tenemos multitud de pequeñas tareas. Sin embargo, yo creo que la toma de conciencia que está habiendo en estos años está generando su efecto. No soy pesimista en este sentido, porque está apareciendo una autoconciencia en primera persona del plural.

P. ¿Y ves posible una articulación política en ese sentido o alguna forma de sindicación?

R. Sí, hay algunas iniciativas para reforzar esa sindicación de la que no hay tradición, porque nos han educado en la idea romántica del creador vanguardista. Pero las estoy viendo y me parece que en los procesos de creación colectiva puede haber analogías e influencia en la manera en que el feminismo ha pasado de lo privado a lo público y político, convirtiéndose en nodo revolucionario de época y humanidad. Es por esa conversión de “lo que no decíamos”, lo que dejábamos para el espacio privado: «De esto no se habla pero me hace daño y le pasa a muchas». Ese dolor íntimo, compartido también en gran medida gracias a Internet, para crear un vínculo político que nos permita hacerlo público es el primer paso de un contagio y de una transformación colectiva y también simbólica. Volviendo a la idea que comentábamos al inicio, las formas en las que organizamos el mundo se basan en esas construcciones simbólicas que en su mayoría son convenidas y por tanto modificables.

P. Hablemos sobre tu último libro, El bucle invisible.

R. Este libro es en gran medida también una continuación de las reflexiones iniciadas en El Entusiasmo y en Frágiles. Creo que hay un «seguir escribiendo» obligado por la respuesta y la interlocución que se ha generado con quienes han leído estos libros y han tenido la generosidad de compartir experiencias similares a las que se narran. En este caso, El bucle invisible pretende acotar la mirada a la pregunta de cómo una humanidad leída por máquinas puede favorecer o no la repetición de formas de desigualdad. ¿Cómo se rompe ese bucle? Esta pregunta tiene que ver con la manera en la que tendemos a repetir la expectativa social respecto a las identidades que nos marcan, las identidades heredadas y el margen que nos queda para la subjetividad, para una subjetividad libre. Esas preguntas son proyectadas en este caso sobre un contexto singular de la cultura de Internet, y especialmente de esa cultura mediada por los algoritmos. Este libro está especialmente influenciado por La condición obrera de Simone Weil y por Armas de destrucción matemática, de la científica de datos Cathy O’Neil, que advierte que las masas son cada vez más leídas por máquinas bajo fuerzas monetarias, mientras los privilegiados son leídos por personas. Me interesa pensar cómo esas máquinas tienden a apoyarse en los datos recabados del pasado, y por tanto construyen una idea de lo que puede pasar apoyadas en lo que ya ha ocurrido, de forma que ese trabajo más descriptivo se hace anticipatorio, y en cierta forma puede hacerse performativo, es decir, anima a que eso se repita en esos bucles controlados por empresas y no por poderes públicos.

P. Existe otro ángulo de relevancia para las Humanidades, con un punto marxista, que tiene que ver con la emancipación: uno tiene que poder emanciparse de sí mismo, romper su conexión algorítmica con quien fue en el pasado.

R. Exacto. Desde el punto de vista de la emancipación y de la propia reivindicación de la agencia. Porque ¿dónde queda la agencia cuando esa suma de decisiones cotidianas parece optativas, pero se viven como si fueran obligatorias? O cuando hemos de vivir con los fragmentos archivados de lo que hemos sido, es decir al lado de todas las personas que hemos sido o que han quedado registradas. En la deriva online, si tú no le das a aceptar a ese listado de condiciones de letra pequeña, no puedes continuar y no puedes estar en ese mundo online, de forma que para avanzar a menudo los itinerarios condicionan disfrazados de elección. A mí me parece que cuando esa estructura se normaliza y deja de hacerse visible y pensativa -se hace opaca-, se da por supuesta y se considera neutral, ese poder emanciparse se pone en riesgo.

P. ¿Qué horizonte sería el más optimista?

R. En relación al futuro, creo que cabe no cerrarnos a especular y a imaginar. A menudo la imaginación queda fuera de la práctica política porque requiere tiempo y requiere ese pensamiento lento y libre -diría también desacomplejado- que en filosofía nos gusta. La regulación probablemente sea una de las cuestiones que tenga que estar en ese futuro mejor, y sobre todo una regulación que venga de aquellos poderes que representan a la ciudadanía, que nos representan a todos. Hay que alterar la manera en la que hemos interiorizado que el poder económico está por encima del poder representativo. Y esa regulación va unida a esa mayor implicación del poder político. Pero por supuesto tiene que haber también muchos otros abordajes que permitan una nueva ilusión con el futuro. Especialmente porque el futuro es algo totalmente vapuleado en los tiempos actuales y creo que eso beneficia especialmente a quienes quieren que sigamos igual. Porque quien no aspira a que las cosas mejoren se resigna y se enclaustra en el mundo meta. Pero quien cree que el futuro puede responder mejor a algunos de los problemas contemporáneos, se implica y genera cambios educativos, cambios en lo social, cambios en la construcción de condiciones de igualdad, liberados de las identidades que aprietan y dañan.

P. Y para terminar, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R. Pues me gustaría que invitéis a muchas personas a las que quiero escuchar. Por ejemplo, a Marta Sanz y a Belén Gopegui. Empecemos por ellas, y si tengo oportunidad, propondré más (ríe).

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