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Katalin Karikó, la madre de la vacuna que nunca tiró la toalla

Pocos creyeron a esta bioquímica húngara cuando en los años 90 solicitaba fondos para investigar el ARNm

Katalin Karikó, la madre de la vacuna que nunca tiró la toalla

Katalin Karikó.

Es un hito más en los anales de la serendipia, como la manzana de Newton o el cultivo estropeado de Fleming. ¿Qué habría sucedido si Katalin Karikó (Szolnok, 1955) no hubiera ido aquel día a la fotocopiadora? Esta bioquímica había abandonado en 1985 la Hungría comunista, con el marido y la hija de dos años. Cuenta la leyenda que vendió su coche y metió los algo más de 1.000 dólares que le dieron por él en el oso de peluche de la niña. Aparte de eso, todo lo que tenía era un contrato en la Universidad de Temple como postdoctoral researcher, la posición más humilde en la pirámide alimentaria de la investigación. Puedes pasar años como postdoc antes de que te hagan fijo. Depende del número e impacto de tus publicaciones y Karikó se orientó pronto hacia un campo poco glamuroso: las aplicaciones médicas del ácido ribonucleico mensajero (ARNm). Hoy es un negocio multimillonario, pero entonces parecía un callejón sin salida.

«Se tiró la década de los 90 coleccionando rechazos», escribe Damian Garde en el Boston Globe. Tras pasar sin pena ni gloria por la Universidad de Temple, en 1989 se había incorporado a la de Pennsylvania (o simplemente Penn, como se la conoce en el ambiente). No era postdoc, iba incluso camino de hacerse con una cátedra, pero seguía sin lograr mucho impacto. Cada noche rellenaba alguna solicitud de ayuda, de beca, de patrocinio y la respuesta era siempre la misma: no, no, no. En 1995 el rectorado se hartó de que no captara ni un centavo y le dijo que tenía que largarse o aceptar una rebaja de categoría y sueldo.

Karikó acarició seriamente la posibilidad de dejarlo todo. Acababa de superar un cáncer y estaba hundida. Igual aquello era efectivamente un callejón sin salida, igual no tenía talento suficiente… Pero dejar el trabajo suponía perder la residencia y regresar a Hungría no era una opción, así que aceptó que la degradaran.

Entonces en Penn ficharon a Drew Weissman. 

Foto: Boston Globe (Europa Press)

Encuentro

«En teoría, tiene mucho sentido», explica Garde de las posibilidades terapéuticas del ARNm. «Para mantenerse sano nuestro organismo depende de millones de diminutas proteínas y, para indicar a las células cómo producirlas, usa el ARNm». Es una especie de manual de instrucciones y, si se editara uno artificial, podrían crearse «anticuerpos para inmunizar contra cualquier infección, enzimas para revertir enfermedades o agentes para reparar tejidos dañados». En 1990 la Universidad de Wisconsin había tenido éxito con ratones y Karikó quería probar con humanos.

El problema era el sistema inmunitario. En el mejor de los casos, identificaba el ARNm sintético como un intruso y lo liquidaba. En el peor, reaccionaba histéricamente y ponía en riesgo la salud del paciente. Aunque no era un inconveniente menor, Karikó estaba convencida de que podía sortearse. Ningún colega compartía, sin embargo, su confianza. Le palmeaban la espalda, le deseaban suerte y poco más.

Hasta que en 1998 coincidió en la fotocopiadora de Penn con Weissman.

Weissman era un prestigioso inmunólogo. Había trabajado con Anthony Fauci en el Instituto Nacional de Salud y andaba detrás de una vacuna contra el sida. A Karikó le faltó tiempo para presentarse y contarle lo que hacía y Weissman le preguntó si su ARNm valdría para combatir el virus de la inmunodeficiencia humana. «Claro», contestó ella.

A partir de ese instante iniciaron una colaboración para discurrir cómo podía neutralizarse la respuesta del sistema inmunológico. Les costó siete largos años, pero en 2005 publicaban un artículo en el que anunciaban que lo habían conseguido alterando uno de los ladrillos moleculares del ARNm. Era un paso trascendental. Para inmunizar a nuestro organismo ya no había que inyectarle un patógeno atenuado. Bastaba con suministrarle las instrucciones, algo que, como no tardaríamos en comprobar, agilizaba el desarrollo de tratamientos.

El hallazgo recibió una tibia acogida, pero llamó la atención de dos científicos: Derrick Rossi, un biólogo canadiense establecido en Stanford (California), y Ugur Sahin, un médico turco instalado en Mainz (Alemania). 

La inversión más rentable

Rossi investigaba una prometedora vía para curar el párkinson y las lesiones medulares: las células madre. Desafortunadamente, su única fuente eran los embriones. Convertir en talleres de repuesto a diminutos bebés indefensos resultaba intolerable para muchos ciudadanos y Rossi vio el cielo abierto cuando leyó que el ARNm sintético permitía reprogramar células adultas para que elaboraran cualquier tejido. 

A diferencia de Karikó, Rossi mostró una gran habilidad para recaudar fondos. A los pocos meses le había comprado una licencia de la patente y puesto en marcha la empresa Moderna, acrónimo de modified RNA (ARN modificado). Sahin seguiría sus pasos en 2008 con la creación de BioNTech. El propósito del médico turco era dar con una terapia contra el cáncer y, para supervisar el proceso, se llevaría en 2013 a Karikó de vicepresidenta.

Ninguna de las dos firmas biotecnológicas tenía las enfermedades respiratorias entre sus prioridades, pero esto cambió en diciembre de 2020, cuando se alertó de una neumonía desconocida en Wuhan. Los científicos chinos no tardaron en aislar el coronavirus y el 10 de enero colgaban su secuencia genética en internet. Ni Moderna ni BioNTech necesitaban más. El método tradicional para fabricar vacunas requiere el cultivo del patógeno en complejas instalaciones. A ellas les bastaba con que les dijeran qué moléculas había que juntar y en qué orden. Apenas 42 días después, Moderna despachaba los viales para iniciar el ensayo clínico.

El mundo contuvo la respiración. ¿Funcionaría? Karikó no lo dudó ni por un instante, y Rossi cree que Weissman y ella merecen el Nobel. Solo en Estados Unidos el programa de vacunación ha salvado un millón de vidas. Traducido a términos económicos, supone un ahorro de siete billones de dólares a cambio de una gasto público de 20.000 millones. Se trata de una de las inversiones más rentables de la historia, aunque muy pocos creyeron a la visionaria que la ha hecho posible hasta aquel día de 1998 en que coincidió con Weissman en la fotocopiadora de Penn.

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