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La otra cara del dinero

Para qué sirve el Tribunal Constitucional: la experiencia de la Alemania de entreguerras

La designación de militantes en instituciones independientes socava el sistema de controles y equilibrios que protege a las minorías de la tiranía de la mayoría

Por qué es importante el Constitucional:  la experiencia de la Alemania de entreguerras

Sede del Tribunal Constitucional. | TO

En 1932 la Universidad de Colonia necesitaba cubrir la cátedra de Derecho Político y en seguida surgió el nombre de Carl Schmitt. Era «el candidato ideal», cuentan Josu de Miguel y Javier Tajadura, pero «su indudable prestigio» se veía ensombrecido «por el carácter polémico que por aquellos años estaba empezando a alcanzar su figura». Se había embarcado en una dura controversia con Hans Kelsen («el jurista más influyente del siglo XX», según Wikipedia) y no resultaba una persona grata a los ojos de Konrad Adenauer, a la sazón alcalde de Colonia.

Pero fue justamente Kelsen, desde su posición de decano de la Facultad de Derecho, quien alentó e impulsó la contratación de Schmitt. «Constan las cartas [mutuas] de afecto y consideración con el objetivo de que este último abandonara la Handelshoschule [Universidad Comercial de Berlín]», dicen Tajadura y De Miguel.

Vencidas todas las reticencias, Schmitt tomó finalmente posesión de la cátedra a finales de 1932 y, el 1 de abril del año siguiente iniciaba su labor docente, pocos días antes de que Kelsen se enterara por la prensa de su destitución fulminante. «Estaba incluido en la lista de funcionarios depurados en virtud de la nueva Ley de Restauración de la Administración Pública […] que apartaba a los judíos de la función pública».

Dados los méritos científicos de Kelsen, sus colegas dirigieron al ministro prusiano de Ciencia, Arte y Educación una carta instándole a que hiciera una excepción. La solicitud llevaba la firma de todos los profesores menos uno: Schmitt.

La esencia de la democracia

En los turbulentos tiempos que precedieron al Tercer Reich, Kelsen y Schmitt habían protagonizado la llamada «polémica sobre el guardián de la Constitución». ¿Quién y cómo debía velar por su respeto?

El control de constitucionalidad es una pieza clave en el engranaje de un Estado de derecho. El Gobierno no puede hacer lo que le da la gana y está naturalmente sometido a las leyes, pero ¿qué ocurre cuando no le gustan? Las cambia, siempre que disponga en el Parlamento de una mayoría suficiente.

Sin embargo, si una mayoría suficiente fuera el único requisito, cualquier barbaridad sería posible, como ocurrió con el Terror jacobino durante la Revolución francesa. Para Kelsen, esa tiranía de los más sobre los menos contradecía la esencia de la democracia, que eran el respeto y el compromiso constante entre los grupos representados en el Parlamento. Y para desactivar la amenaza, la tradicional división de poderes no bastaba.

Por ejemplo, en un modelo como el vigente en España, la separación entre el Gobierno y las Cortes es más retórica que real, desde el momento en que el primero solo puede formarse después de controlar a las segundas. En cuanto a los jueces, están obligados a aplicar lo que publica el Boletín Oficial del Estado.

La solución de Kelsen fue la creación de un tribunal de expertos independientes, cuya designación debía ser el fruto de ese diálogo permanente entre los grupos parlamentarios en el que cifraba él la esencia de la democracia.

La cáscara vacía del Parlamento

A diferencia de Kelsen, Schmitt no creía que la política consistiera en la búsqueda de consensos. Era más bien un enfrentamiento entre amigos y enemigos que necesariamente concluía con el triunfo de unos y la derrota de otros, y que las viejas instituciones liberales ya no podían encauzar.

La prueba la tenían delante de los ojos. El Parlamento de Weimar era incapaz de aprobar las leyes financieras. Se había convertido en una «cáscara vacía», un gallinero de gentes heterogéneas en las que la conciencia de clase y la militancia partidista había sustituido a la lealtad al Estado. ¿De verdad pretendía Kelsen confiar a semejantes irresponsables el nombramiento de los vocales de su tribunal independiente?

Si había que recuperar el orden y la unidad del Estado, el guardián de la Constitución no podía ser otro que el presidente de la República, al que Schmitt consideraba «un poder neutral, mediador, regulador y tutelar», un árbitro que estaba por encima de los intereses económicos y la decadente partitocracia.

Todo orden es hegemónico

No es difícil encontrar resonancias del discurso de Schmitt en la izquierda radical. Chantal Mouffe, ideóloga del populismo posmarxista y mentora de Podemos, piensa como el jurista alemán que hay dos modos de concebir la política. Uno es asociativo y se afana por buscar «un consenso completamente inclusivo». Este planteamiento le parece, no obstante, ingenuo. «Lo político», afirma, «tiene que ver con el antagonismo», con «la hostilidad que existe en las sociedades humanas».

Por su parte, Íñigo Errejón asegura que en la sociedad actual «si te duele algo, te fastidias, porque hemos llegado al consenso». Pero no existe ningún acuerdo ideal: todo orden es hegemónico.

Aunque en teoría Pedro Sánchez no ha suscrito esta argumentación, en la práctica actúa como si la compartiera, como pone de manifiesto la normalidad con que ha ido colocando militantes en instituciones supuestamente independientes: el Centro de Investigaciones Sociológicas, la Fiscalía General y, más recientemente, el Tribunal Constitucional.

Todo es legal, pero socava la muralla de controles y equilibrios que nos separa de ese orden hegemónico que defienden Schmitt y Errejón, y que tan mal terminó en la Alemania de entreguerras.

Fin del asunto

«El episodio de Colonia persiguió de por vida a Schmitt», cuentan De Miguel y Tajadura. La aplicación de la Ley de Restauración de la Administración Pública no comportaba meramente la pérdida de empleo y sueldo. Kelsen temía, además, que lo deportaran a un campo de concentración. Decidió mudarse a Ginebra, pero para ello necesitaba un visado y dudaba que fueran a concedérselo. Por suerte, un empleado de la facultad que militaba en el Partido Nazi se lo procuró y «no solo no le exigió dinero, sino que se negó a aceptar cualquier tipo de recompensa económica». Muchos años después, al recordar desde su exilio californiano el episodio, Kelsen escribiría: «Así me salvó la vida ese nazi, de la forma más desinteresada. Su nombre no lo anoté nunca».

Por su parte, Schmitt apenas impartió un semestre en Colonia. Tenía la vista puesta en una meta más elevada: la cátedra de Derecho Político de la Universidad de Berlín, que el Ministerio de Educación le ofreció en el otoño de 1933 y él aceptó como «el mayor honor que puedo recibir». Su conversión al nazismo había sido tan fulgurante y completa, que incluso levantó sospechas entre los propios nazis. Y aunque no puede afirmarse que participara en la configuración jurídica del Tercer Reich, tampoco se sintió nunca incómodo con el régimen de Hitler, porque suponía la superación de todo aquello que llevaba décadas combatiendo: el liberalismo disolvente, el parlamentarismo estéril, el partidismo fratricida…

Ni siquiera hizo ascos al antisemitismo. Al contrario. En su Glossarium, el dietario que llevó entre 1947 y 1958, dejó escrito que «los judíos son siempre judíos», a diferencia de los comunistas, que pueden «mejorar o cambiar».

En cuanto a su comportamiento con Kelsen, De Miguel y Tajadura recogen un pasaje de la entrevista que en 1982 le hizo a Schmitt el constitucionalista italiano Fulco Lanchester: «Con Kelsen», dice, «fui extremadamente correcto. […] Luego él emigró de pronto de Alemania y en seguida perdimos el contacto. Cuando llegué a Colonia, Kelsen ya se había marchado. Para él fue todo ilegal, para mí, por el contrario, todo fue normal. Fin del asunto».

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