THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

A las lágrimas de Sánchez

Desde que descubrí que la actualidad es ontológicamente incapaz de explicarse a sí misma, leo la prensa deprisa y a nuestros clásicos, despacio. Es más instructivo Ángel Ganivet que Jordi Évole.

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A las lágrimas de Sánchez

Desde que descubrí que la actualidad es ontológicamente incapaz de explicarse a sí misma, leo la prensa deprisa y a nuestros clásicos, despacio. Es más instructivo Ángel Ganivet que Jordi Évole.

Las mejores página del Idearium español son una reflexión sobre las “anomalías de nuestro carácter jurídico”. Con frecuencia, dice Ganivet, damos la impresión de que somos un pueblo corrupto, en el que “todas las injusticias, inmoralidades, abusos y rebeldías tienen su natural asiento” y la verdad es que no hay en el mundo una literatura que supere a la nuestra en la “producción satírica encaminada a desacreditar a los administradores de la ley.” Esto no significa que los españoles dudemos de la imparcialidad de nuestros jueces, sino que preferiríamos ser cada uno de nosotros el tribunal supremo. Nos gusta dejarnos llevar por la exaltación de lo justo y la “aspiración a la justicia pura”. Como no entendemos por qué las leyes no son claras, breves, rotundas y, sobre todo, implacables, en las casuísticas vemos subterfugios; en las excepciones, contubernios y en las dilaciones, componendas.

Sin embargo todo este fervor justiciero se calma en cuanto se consigue derribar al sospechoso. Al verlo en el suelo, sentimos piedad por él y ponemos en salvarlo “tanto o más empeño que el que puso para derribarlo”. Quisiéramos ahora darle una palmada en la espalda y devolverlo a su familia con la recomendación de que no vuelva a ser malo.

Si en España no puede haber moralizadores, “hombres que tomen por oficio la persecución de la inmoralidad”, es porque todos los seguimos hasta la picota, pero no damos un paso más allá. Una vez en la picota, nos ponemos de parte del reo.

La justicia viene a ser una excusa para poner de manifiesto tanto nuestra rotunda indignación moral como la profundidad de nuestros buenos sentimientos.

El zaragozano Avempace, a quien tengo por más español que al Cid, ya descubrió que en la mera presencia de un juez encontramos la prueba de que no estamos en una ciudad justa. La culpa claro, es de la presencia del juez. Por eso sustituiríamos complacientemente la reglada administración de justicia por la espontaneidad quijotesca de la emotividad pública.

Pero ya nos advirtió Ganivet que “los únicos fallos judiciales moderados, prudentes y equilibrados que en el Quijote se contienen son los que Sancho dictó durante el gobierno de su ínsula”.

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