THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Adiós a Janet Malcolm

«Ella ha sido también una de las que más estilo ha puesto en el mismo; con la ayuda de The New Yorker que durante décadas estuvo detrás de los buenos. Y si el estilo es la persona, Janet Malcolm y la non-fiction son un solo cuerpo»

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Adiós a Janet Malcolm

PEN America | Flickr

Los habrá que consideren que el padre de la no-ficción en el siglo XX fue Truman Capote y otros dirán que Tom Wolfe (algunos, menos, esgrimirán el nombre de Norman Mailer). Yo creo –admito todas las posibilidades de error y nunca podré olvidar al Capote de Plegarias atendidas– que el mejor padre y la mejor madre de todo este lío –donde a veces entra, de canto, la llamada auto-ficción– es la norteamericana Janet Malcolm que, como dicen los franceses, viene de morirse esta semana, después de haber aplicado disciplinas varias y castigos justos al oficio del periodismo.

Ella ha sido quien ha expandido los límites del asunto y ella ha sido también una de las que más estilo ha puesto en el mismo; con la ayuda de The New Yorker que durante décadas estuvo detrás de los buenos. Y si el estilo es la persona, Janet Malcolm y la non-fiction son un solo cuerpo. Un cuerpo que se ha desdoblado en el mundo de la poeta Sylvia Plath y su marido Ted Hughes, en el de la pareja Gertrud Stein/Alice B. Tocklass, o en el de los archivos de Freud,  aprovechando el psicoanálisis como objeto y como medio del relato periodístico y su metamorfosis en literario. Al hacerlo ha enriquecido y alejado a ambos de los usos toscos, por políticos, tanto del freudomarxismo como del estructuralismo, esos primos hermanos que en el mundo de la cultura occidental han sido Zipi y Zape atiborrados de burundanga.

«No saben que les traigo la peste», algo así dijo Freud al subirse al barco a Nueva York, donde había sido invitado. Visto el resultado, con Janet Malcolm fracasó. Lo que hace el psicoanálisis en Janet Malcolm es aguzar hasta límites no franqueados la perspicacia de su labor de investigación y las ajustadas formas de su estilo literario. Tanto da que nos hable de Chéjov como de las personas que rodean y merodean por los espacios y los textos de Hugues y la suicida Plath, o que su protagonista descubra al asesino en la persona cuya inocencia defendía. Se la ha comparado con Henry James; la comparación –siglo XX de por medio– parece acertada. Pocos pensaron las cosas tantas veces y dándoles tantas vueltas como James; pocos hasta que llegó Janet Malcolm, de familia judía de Praga y sus padres la hicieron norteamericana, lo que la salvó del Holocausto.

No es casual que su defensor en Francia haya sido Emmanuel Carrère: existe una relación no pequeña entre el libro que hizo famosa a Malcolm, El periodista y el asesino, y El adversario de Carrère que fue también el libro que lo lanzó a la fama. Y tampoco es raro que fuera Arcadi Espada en España, el primero en fijarse en las maneras de la escritora norteamericana y decirlo como forma de agradecimiento. Pero más allá de USA y Gran Bretaña, Janet Malcolm ha tenido más suerte en Francia que en España, donde su trayectoria editorial ha sido errática debido a una repercusión menos grande que la deseada y, dada su singularidad, esperable. Sus libros los publicaron Gedisa, Debate, Alba y –ya con más visibilidad– Lumen, pero sospecho que incluso en Lumen tampoco su recepción fue la merecida. Y eso que el libro publicado en la casa fundada por Esther Tusquets y ahora perteneciente a RandomHouse-Mondadori, Dos vidas: Gertrude y Alice, nos da la medida perfecta a la hora de afinar Janet Malcolm sus instrumentos de trabajo y visitar una miríada de puertos sin salirse de uno y entra, además, en uno de los aspectos hoy tan valorado y a la moda (que son dos cosas distintas): la homosexualidad femenina.

Dos vidas trata de la larga estancia en Francia de Gertrude Stein y su compañera y amante Alice B. Tocklas (antes, durante los años de la Gran Guerra habían vivido en Mallorca, en el barrio del Terreno de Palma). El libro trata, pues, de los expatriados, pero no es este el interés de Janet Malcolm, sino el hecho de cómo dos lesbianas judías pudieron vivir tranquilamente en la Francia ocupada por los nazis. Los alemanes y sus cómplices locales ni siquiera se llevaron un solo cuadro de su casa. ¿Qué nos han contado mal?, parece preguntarse y preguntarnos Malcolm, a quien de haberse quedado sus padres en su Praga natal, no habríamos conocido nunca. Está la amistad y relativa protección del historiador Bernard Faÿ –monárquico, antimasón y director de la Biblioteca Nacional del 40 al 44–, pero ni amistades ni protecciones relativas bastaron a otros para salvar su vida. Y ahí es el bisturí de Janet Malcolm quien saja en la relación de ambas mujeres y en la escritura de Gertrude Stein para tejer un relato que es literatura, es historia, es biografía literaria, es periodismo del mejor, es política y es –como suele ocurrir tanto en la no-ficción como en la auto-ficción– autobiografía. Y lo hace magistralmente. Como lo había hecho en El periodista y el asesino y en tantas otras páginas de sus otros libros. Quizá ahora que ha muerto se despierte la curiosidad por esos libros en nuestro país. No se arrepentirán.

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