THE OBJECTIVE
Julia Escobar

Algunas cosas que sé sobre Henri Michaux

«Henri Michaux era un hombre solitario, independiente y mordaz, a quien la mescalina y otras drogas habían aguzado los sentidos»

Opinión
Comentarios
Algunas cosas que sé sobre Henri Michaux

Estas notas que transcribo a continuación, tomadas mientras me documentaba para unas traducciones de Henri Michaux y publicadas en la editorial Pre-Textos en el año 2000 (Frente a los cerrojos, seguido de Puntos de referencia), así como para la introducción que tuve que escribir para ellas, no me sirvieron para nada relacionado con dichas tareas, pero es muy frecuente que esto ocurra, de forma que acaba uno sabiendo más de lo que se precisa para llevarlas a cabo. Benditos sean esos meandros que te conducen al océano, aunque nunca acabes de explorarlo del todo.

En septiembre de 1936, Michaux está en Buenos Aires, invitado por Victoria Ocampo, para asistir al XIV Congreso del PEN Club, del que esta última ha sido nombrada vicepresidenta. Durante este tiempo –del 5 al 15– el poeta reside en casa de Victoria, estancia que prolonga para intervenir en una charla para los colaboradores de la Revista SUR, donde conoce a Jorge Luis Borges y a Adolfo Bioy Casares. De este encuentro nace, por parte de Borges, la intención de traducir Un bárbaro en Asia.

Borges le recuerda como “un hombre sereno y sonriente, muy lúcido, propenso a la ironía”. Otro rasgo que le seduce es que “no parece profesar ninguna de las supersticiones de su época. Desconfiaba de París, de las capillas literarias, del culto, entonces obligatorio, a Pablo Picasso, y también desconfiaba de la sabiduría oriental. ¡Cuántas conversaciones hemos mantenido Henri Michaux y yo en las calles y en los cafés de Buenos Aires, conversaciones de las que conservo el recuerdo, como una música irrecuperable e intensa, de duradero placer!”.

Durante dicha estancia, Michaux escribe a Jean Paulhan, así, con mayúsculas: “ESTOY ENAMORADO; ¿TÚ CREES QUE ELLA ME QUERRÁ?” No se sabe si “ella” es Susana Soca, acaudalada hija única de un famoso médico uruguayo, traductora a su vez, o Angélica Ocampo, la hermana pequeña de la saga de las Ocampo, de la que fue amante fugaz. Al parecer, Michaux la pidió en matrimonio pero ella le rechazó, apoyada en eso por el resto de los Ocampo porque la ilustre familia consideraba que sus rangos sociales eran incompatibles.

Michaux se encontraba muy a gusto en Argentina, concretamente en Buenos Aires. Fue Jules Supervielle, nacido en Montevideo (como Isidore Ducasse, el famoso Conde de Lautréamont, y Jules Laforgue, a quienes también les dio por nacer ahí), quien le llevó hasta el Río de la Plata, así como unos años antes, en 1934, le hizo conocer España. Michaux, tras visitar a Supervielle en su casa de Tossa de Mar, estuvo unos meses en Barcelona, ciudad que no le gustó nada, “los catalanes son exasperantes”, escribió a Jean Paulhan. Luego visitó Canarias, que le pareció horrible, de forma que, en vez de pasar un año, como pretendía al principio, se quedó sólo tres días y renunció a visitar las Baleares, concluyendo de tal experiencia que, definitivamente, detestaba a los españoles. Por lo tanto, se fue a Madrid, donde también estuvo tres días, y tomó el tren para Lisboa. Michaux quedó de inmediato seducido por Portugal: “Este, dijo, este es el país que buscaba”.

Henri Michaux era un hombre solitario, independiente y mordaz, a quien la mescalina y otras drogas habían aguzado los sentidos de manera especial, acrecentando su sensibilidad hacia “las grandes pruebas del espíritu y de las innumerables pequeñas”, como tituló uno de sus libros, traducido por Francesc Parcerisas. Porque Michaux es un autor bastante difundido para ser un escritor “de culto”. Al español lo tradujo primero –tenían amistades e inclinaciones estéticas comunes– Jorge Luis Borges, aunque tengo que decir que el resultado de la traducción no fue muy afortunado, si es que era obra suya, porque según confiesa él mismo en una pequeña autobiografía que leí hace algún tiempo y cuya referencia no encuentro ahora, muchas de las traducciones que firmaba las hicieron en realidad su hermana y su madre.

Pero esto es otra historia y me aparta de mi relación personal con la literatura de Henri Michaux y lo que me resulta atractivo en ella: su causticidad, su sobriedad, su agudeza y ese sentido del humor que nunca termina de estallar del todo en una carcajada estridente. Aunque depende. Esa fluctuación entre un dramatismo larvado y una ironía que Octavio Paz calificó de saturnina –humor negro, para enterarnos– me sedujeron de manera especial y me plantearon serios problemas a la hora de no simplificarlo demasiado –explicándolo–, cosa que a él le hubiera espantado y, debo decirlo, con razón, porque en ese difícil equilibrio entre lo dicho y lo callado, se establece su zona de plena influencia, su auténtico reino. Para terminar, aquí van unos fragmentos que he escogido de mi traducción para demostrar todo lo anterior:

“Conserva el ectoplasma necesario para ser ‘su’ contemporáneo”.

“No dejes que nadie escoja tus chivos expiatorios. Es asunto tuyo. Si coincide con el chivo expiatorio de otra persona, o de cientos de personas, cambia de chivo, no puede ser el tuyo”.

“El lobo que comprende al cordero está perdido, morirá de hambre, no habrá comprendido al cordero, se habrá equivocado con el lobo y le queda casi todo por conocer sobre el ser”.

“No es el cocodrilo el que tiene que gritar: ¡Cuidado con el cocodrilo!”.

Y esta muestra de su dominio del “glíglico” o “gíglico”, esa lengua ficticia que consiste en utilizar palabras sin sentido, con una construcción sintáctica totalmente correcta, de la que hay sobrados ejemplos en literatura:

“Cuando amerriguéis bastros de clivetes, aunque le reje a la calafeta, ¡venid glitones, venid chalados y lovogramas, la hora de la Orca ha sonado, gran Lustafú!”.

Y, por último, este texto escalofriante, verdadera obra maestra de un género muy de moda actualmente: el “microcuento”:

Era tan triste el rostro del transeúnte desconocido que venía hacia mí, que en los pocos metros que tardó en llegar, grabó en mi rostro dos arrugas profundas… duras arrugas marcadas con toda su miseria desalentada y de las que ya no puedo deshacerme.

“Desde entonces, mi vida, moldeándose a mi pesar sobre esa marca de un pasado terrible, ha cambiado, y transcurre entre gente cansada y miserable donde, mezclado a dramas demoledores que no me estaban destinados, me hundo y me pierdo… por haberme dejado sorprender un día en la calle por un rostro tocado de la más profunda desgracia”.

Fuente: Jean Pierre Bernès, Henri Michaux, Obras Completas, Bibliothèque de la Pléïade, T.I, pp. LXVIII y XCIX, y l’Herne, p. 44).

Las citas finales están extraídas de mi traducción en Pre-Textos.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D