THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Arriba y abajo

«Yo creo que los de fuera no entienden bien la relación peculiar que tenemos los de Madrid con el barrio de Salamanca, que siempre fue un poco también nuestro barrio»

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Arriba y abajo

Estos días se habla mucho de Núñez de Balboa, que es una calle que a mí me gusta. No conozco mucho al personal y no estoy seguro de que bajar a juntarse en una calle tan estrecha sea lo mejor que se puede hacer por ahora, pero esa es otra historia. Hace tres años nos compramos un sofá en Núñez de Balboa, y en la esquina con Ayala hay una tienda donde de vez en cuando me gasto los dineros en alguna máscara africana, que es una de las pocas cosas que me aquietan el espíritu en estos tiempos de zozobra.

Yo nunca he vivido en el barrio de Salamanca propiamente: mi familia a todo lo que llegó fue a la Guindalera, que según un intelectual de izquierdas es donde vivía el servicio de los ricos de verdad. Me imagino que a su vez estos tendrían un servicio que viviría en Ventas, y así sucesivamente hasta llegar a Guadalajara. La verdad es que mis padres compraron un piso en un edificio que había sido de funcionarios del ministerio de Justicia, y se notaba en los humitos. Nada más instalarse mandaron quitar la “S” de encima de la puerta de servicio, y es la única que usan desde entonces. Así es su “habitus” democrático, de nueva clase media española, que haría las delicias de un Tocqueville. Yo alquilé una temporada al otro lado de Alcalá, en la Fuente del Berro (¡más servicio!), que es donde vivía Aute, parte del artisteo sociata de los ochenta y Soraya Sáenz de Santamaría cuando su vecino Verstrynge le hizo un escrache. Todos ellos en la colonia de chalets, que sigue habiendo clases.

Se dicen cosas muy gruesas estos días del barrio de Salamanca. He leído incluso que es feo. ¡Hombge, hombge! Yo creo que los de fuera no entienden bien la relación peculiar que tenemos los de Madrid con el barrio de Salamanca, que siempre fue un poco también nuestro barrio, al menos para esas nuevas clases medias democráticas. Ibas al Corte Inglés de Goya, o al cine Benlliure, a comprar muebles o a cenar; y luego te volvías al otro lado de la M-30, o a la Alameda de Osuna, o a Coslada. Era un mundo ordenado, y los pisos todavía no habían pegado el petardazo del euro y la burbuja.

En el barrio de Salamanca también trabajé varias temporadas de rebajas. Vendíamos muebles, y a mí y a otros chavales nos tocaba acarrearlos dentro y fuera de la tienda. Nos lo pasábamos bien y sacábamos un buen dinero para nuestros entretenimientos. Como el trabajo solo consistía en mover cosas, incluido uno mismo, se podía ir de resaca o sin dormir. Fue precisamente al principio de la burbuja, y yo, que venía de una familia frugal, desarrollé un fetiche a base de visitar casas ajenas, en las que vislumbraba la prosperidad que parecía inundar el país de manera irrevocable. Repartíamos en un camión desvencijado propiedad de un borrachete con mal carácter al que intentábamos tomar el pelo, no estoy seguro de que con éxito. Una vez casi acabamos a hostias en la cabina con un responsable de la tienda en medio, un pobre clasemediero con gafas entre el currela y el niñato. El currela era muy facha y vivía en San Blas.

Fue repartiendo un día con él cuando nos tocó subir dos sofás a casa de una ministra socialista, que vivía frente al Retiro en un piso veintitantos. No cabían en los ascensores y no se podía montar una polea por el balcón a esa altura, así que hicimos lo reglamentario: primero uno y después el otro. El tipo sudaba y se cagaba en todos los santos, yo supongo que me divertí: tenía veinte años. Acabado el reparto, insistió en que nos fuéramos a tomar un carajillo, aunque estoy bastante seguro de que yo me tomaría una coca cola. Luego he sabido que el hijo de la ministra estudió en París y Nueva York y se acabó metiendo en política con “los de abajo”. Los padres habían pasado por Harvard. ¡Así son los recovecos de la clase!

Esto mismo lo he pensado muchas veces al recorrer los pasillos de palacio en el Congreso de los Diputados, donde algún otro de ese partido de los “de abajo” puede reconocer a la familia entre los retratos expuestos. Y no pasa nada. Pero a mí eso no me sucede nunca y ya estoy mayor para ciertos cuentos. Volviendo a Núñez de Balboa, vayan a la tienda de las máscaras cuando se pueda, que es muy bonita y hay que apoyar el comercio local.

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