THE OBJECTIVE
Andrea Mármol

Asomarse al whatsapp ajeno

El juez Emilio Calatayud aseguró hace unos días que “hay que violar la intimidad de nuestros hijos”. Aunque no es lo que más me inquieta de la particular sentencia, el uso del impersonal al inicio de la misma parece entrañar más un refunfuño que una convicción. Como si la legislación pudiese moldearse hasta la creación de un ente incorpóreo a quien encargarle el incómodo cometido de espiar el dispositivo móvil de los adolescentes, tarea a la que Calatayud invitaba. El juez añadía: “Y menos actividades extraescolares, coño, que tienen una agenda más complicada que un ministro…”.

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Asomarse al whatsapp ajeno

El juez Emilio Calatayud aseguró hace unos días que “hay que violar la intimidad de nuestros hijos”. Aunque no es lo que más me inquieta de la particular sentencia, el uso del impersonal al inicio de la misma parece entrañar más un refunfuño que una convicción. Como si la legislación pudiese moldearse hasta la creación de un ente incorpóreo a quien encargarle el incómodo cometido de espiar el dispositivo móvil de los adolescentes, tarea a la que Calatayud invitaba. El juez añadía: “Y menos actividades extraescolares, coño, que tienen una agenda más complicada que un ministro…”.

Lejos de solventarse con un ad hominem, la cuestión, como todas las que exploran los difusos confines entre la libertad y la seguridad, requiere de sosiego y sentido común. La ley establece el derecho a la intimidad y a la propia imagen del menor, violable, eso sí, por parte de sus tutores legales cuando estos actúen en beneficio de los hijos. Parece razonable, pero el Derecho tampoco entiende aquí de fórmulas infalibles. Menos aún ayuda el hecho, si de sentar cátedra al respecto se trata, de que la mayoría de disertaciones acerca del control paterno de los móviles y redes sociales tengan como objetivo la detección de acoso, extorsión, o abuso sexual del menor. Mantenerse exquisito en defensa de la libertad a sabiendas de que traicionándola se pueden evitar casos como los mencionados requiere de un arrojo que no tengo.

Sin embargo es posible la abstracción y por eso me interesa el impersonal del juez, esa llamada imperativa a la no persona que tenga el coraje de asomarse a lo más íntimo de un hijo, una pareja, un padre. Incluso a lo largo de una vida más o menos sin estragos se encuentra uno ante el dilema de echar un ojo a lo que se cuece en móvil ajeno. Y aunque las razones que nos llevan a ello sean a menudo infundadas, lo cierto es que jamás un conocido me ha dicho algo como: “estuve curioseando los mensajes de mi mujer y, mira, la quiero más que ayer”.

Del uso de las redes sociales se suele denunciar que explotan el narcisismo en busca del reconocimiento de una comunidad, pero lo cierto es que a través del móvil vivimos de espaldas a quien creemos conveniente. La mensajería instantánea registra, si no se convierte, en los cigarrillos fumados y los chicles de menta, en el maquillaje expulsado rápido y mal después de salir de clase o en la copa al salir del trabajo que se relata como reunión intempestiva a la pareja. La mayoría de veces no hay maldad ni engaño ni perjuicio, pero sí afecto y pocas ganas de reyerta.

Decía Horacio que la palabra dicha no sabe regresar. Dios me libre de dar consejos, pero si es difícil deshacerse de lo pronunciado, imaginen lo que cuesta olvidar una sola palabra leída que no nos pertenece.

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