THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Barcelona sin el Prado

«Muere la inteligencia hoy más que nunca, y también a cuenta de los nacionalismos, como en aquella célebre trifulca (real o no, poco importa) entre Unamuno y Astray»

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Barcelona sin el Prado

Leo en los diarios, no sin perplejidad, que los dos principales partidos independentistas de Cataluña han rechazado la acogida de una subsede del museo del Prado en Barcelona. Los dos portavoces, de ERC y de JxCAT, Gemma Sendra y Ferran Mascarell, consideran el hecho: «colonialismo moderno». Es tan burdo el argumento, son tan anacrónicos los términos empleados, es tan ridículo el resultado, que casi me sobran las cuatrocientas cincuenta palabras restantes que me animan a escribir para completar una columna. Pero puestos a entrar en ese juego, además, la participación de Cataluña en la concepción del acervo es inestimable: empezando por la escuela catalana, terminando por la reciente colaboración entre el Prado y el museo Dalí, pasando por Joan Miró o Mariano Fortuny. También en sentido contrario: muchos «españoles» como Picasso o Sorolla deben parte de su formación y alguna pintura a la región catalana.

Pero esa estrechez se valora todavía más cuando se observa que estos autores son genios de la pintura universal precisamente porque trascienden fronteras, y porque su arte no se detiene en La Junquera o en la franja de Aragón, por poner dos límites absurdos. La percepción de estos héroes, más aún en el arte plástico, no se sirve de parámetros regionalistas. Es más, dicha percepción a menudo se centra en el resto España, y no sólo no hay ningún tipo de invasión, sino que la cultura aquí se enriquece. De este modo, no se entiende la pintura de Santiago Rusiñol, ínclito modernista barcelonés, sin sus paisajes del Generalife granadino o del palacio de Aranjuez; del mismo modo que no se entiende a Fortuny sin Las Ventas y La Maestranza; o no se entiende a Dalí sin su paso por la residencia de estudiantes y sus relaciones con un granadino y un turolense.

El arte es un lenguaje universal único, se apoya en, pero no pervive por la gracia de idiomas, de culturas. Un stendhalazo no se sofoca por el país de nacimiento, no se apaga por una ideología, no se difumina por una religión. Es una relación mucho más íntima y honda, y por desgracia se priva de ella a los visitantes y residentes en la Ciudad Condal por los delirios nacionalistas de cuatro politicuchos. Muere la inteligencia hoy más que nunca, y también a cuenta de los nacionalismos, como en aquella célebre trifulca (real o no, poco importa) entre Unamuno y Astray. En aquel glorioso discurso, don Miguel habla de la universidad como templo, habla de un vasco, él, como sumo sacerdote del mismo, y de un catalán, Pla Deniel, como el obispo que allí lo presenciaba. Era su manera de decir que en la élite cultural e intelectual que representaba entonces la universidad no había espacio para guerrillas regionalistas ni nacionalismos baratos. Valga este discurso unamuniano para cualquier museo. En un mundo cada día más globalizado, la cultura tiene un poder vertebrador, y renunciar a ella supone, claro, renunciar a una concordia innegociable.

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