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Jorge San Miguel

Battiato

«De la profundidad del experimento que emprendió en 1979 da cuenta el interés que ha despertado, en Italia y fuera de ella, entre públicos de todo tipo»

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Battiato

GIUSEPPE GIGLIA | EFE

Battiato empezó a despedirse hace mucho. Lo vi hace casi quince años en el Campo de las Naciones, cuando vino a presentar Il vuoto con las Mab, un grupo gótico femenino de Cerdeña, y tuve ya entonces la nítida sensación de que empezaba el adiós. Acompañado de aquellas jóvenes vestidas de muñecas parecía extraordinariamente frágil, preso en algún ritual propiciatorio como el «hombre de mmbre» o el tonto del pueblo. Si no me engaño no volví a verlo desde entonces, y los planes periódicos de un concierto italiano se han acabado para siempre.

El viaje musical e intelectual de Battiato tiene pocos paralelos. En el mundo del rock podríamos citar a Frank Zappa, devoto como él de Stockhausen y capaz de crear heterónimos musicales como el dieciochesco Francesco Zappa, pero la vertiente popular y la espiritualidad de Battiato escapan a la comparación. Battiato jugaba de forma espontánea con la convención de manera quizás inalcanzable para el show business americano, y podía aparecer en un magacín de tarde cantando Povera patria o señalando a los «tontos que se mueven» en los escenarios «con humo y rayos láser» y ser a la vez una figura perfectamente familiar, como un pariente  algo tocado pero querido.

Por otra parte, incluso pasada su fase experimental, mantuvo casi siempre un pie en el rock progresivo -en el tercer volumen de Fleurs, en 2002, hizo un homenaje explícito a Premiata Forneria Marconi con Impresioni di settembre. No sólo en lo musical sino muy particularmente en su universo de referencias ocultistas, que se muestra quizás de manera más rica en su primer álbum con EMI, L’era del cinghiale bianco, y que remite a la Italia esotérica de Eco y Buzzati. Podríamos incluso pensar en Genesis: tanto Peter Gabriel como Phil Collins hicieron el tránsito al pop con éxito y dosis variadas de autoparodia. Pero de nuevo el proyecto maduro de Battiato elude la estrechez del juicio tanto por su profundidad como su popularidad genuina. Tampoco se agotaría en las referencias a la condición posmoderna, pese a un técnica basada en la repetición y el fragmento, y a Philip Glass, una de tantas citas al vuelo en Passaggi a livello (Patriots, 1980).

De la profundidad del experimento que emprendió en 1979 da cuenta el interés que ha despertado, en Italia y fuera de ella, entre públicos de todo tipo. Consiguió trascender la crítica y la parodia, entendiendo quizás que no son al cabo sino otras imposturas, e insertarse en la televisión y en los festivales de la canción de los ochenta. Allí donde el rock había intentado acercarse a la madurez a partir de lo crudo o sórdido (Lou Reed), de mitologías generalmente poco sofisticadas (progresivo, heavy) o del tostón social, Battiato creó un estilo a partir de una idea netamente europea de la cultura, pero en la que los códigos o las referencias cultas no se interponían entre el autor y la audiencia sino que funcionaban como mantras o elementos de una comunión previa a lo consciente: «Una chica de quince años me escribió diciéndome que no le importaba lo que dijera, que de todos modos le gustaba a lo loco. Para mí esto es lo máximo, porque no quiero decir nada, o quizás todo». Pudo hacerlo, obviamente, por que tenía una extraordinaria intuición musical para el pop.

Mis recuerdos de Battiato son interminables. La Nochevieja en casa de mis abuelos. El primer directo, a los veinte años, en el Albéniz, que ya no existe. Risveglio di primavera. El paquete a Londres con embutidos españoles y el Gommalacca grabado en un CD virgen. El concierto en Bolonia que me perdí por unos pocos días de septiembre de 2003 -pero al que convencí para ir a un amiguete sueco con apenas unos fragmentos del Cinghiale. El autobús a Borgo Panigale que pasaba frente a mi habitación en la Via Emilia. Un VHS del concierto de Bagdad, y la incomodidad de verlo abrazarse a Tarek Aziz. El recital con alfombrilla sufí en el Teatro Real del que casi nos expulsan. Le sacre sinfonie del tempo una noche de octubre por la carretera de Pechón, rodeando la montaña sobre el mar. Leer La scomparsa di Majorana y escuchar la grabación del Emperador de Benedetti-Michelangeli. El último viaje a Catania con Aurora. Ogni tanto passava una nave. Por encima de todo, la devoción común que he ido descubriendo a lo largo de los años en tanta gente, casi toda la importante, como el reconocimiento de una fraternidad secreta y esencial.

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