THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

¡Bip-bip! El Covid y el Correcaminos

«Este verano todos somos el coyote, y todos los coronavirus son el correcaminos»

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¡Bip-bip! El Covid y el Correcaminos

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Es de las bromas más antiguas de las comiquitas. Por una carretera rocosa y desierta el coyote persigue al correcaminos. En plena carrera, mientras cruzan innumerables cactus y puertos de montaña, el coyote fantasea con los artilugios que tiene preparados: un hacha, una mina, la pintura de un sendero que oculta el precipicio. Siempre sucede lo mismo: el correcaminos, indómito, se escapa. Y el coyote cae en su propia trampa.

Luego viene el arquetipo. El coyote, inconsciente de su error, permanece en animación suspendida sobre el abismo. Por unos largos segundos de estío, todo está bien. Su sonrisa refleja entre las nubes el brillo resplandeciente del sol.  Pero luego baja la mirada. Se da cuenta que no hace pie. Y cae.

Este verano todos somos el coyote, y todos los coronavirus son el correcaminos. Hemos pasado medio año persiguiéndole, tramando todo tipo de heroicas trampas para detenerle: paquetes fiscales, bonanzas monetarias, mascarillas, mamparas y jabones. Hemos dibujado paisajes despejados, higiénicos futuros sin él: una recuperación vigorosa, una fumigación perfecta, una normalidad nueva y de paso mejor. Pero ya el virus libró todas las trampas del primer semestre. Y nosotros estamos en proceso de atropellar el ingenuo lienzo que habíamos dibujado del segundo.

¿Caeremos en nuestra propia trampa? Días recientes parecieran probarlo. Sin saber a ciencia cierta cuántas vidas hemos salvado –siquiera cuántas hemos perdido— la economía mundial ha perdido en un trimestre todo lo que ha ganado en una década. A pesar de endeudarnos como nunca, las ayudas no han sido suficientes. El aumento de la pobreza se estima en los cientos de millones de personas. Innumerables empresas han cerrado en julio para no abrir nunca más. Y la gente, miedosa, ilusa o irreverente, se está pasando este surreal agosto con la impertérrita intención de no mirar para abajo.

Pero no podremos. Si algo nos enseña la parábola del coyote es que la animación no puede permanecer suspendida para siempre. Consciente o inconscientemente, todos sabemos que nos aproximamos a un acantilado: ésta es, quizás, la conversación prohibida más común de estas noches de verano. El ojo tiembla: quiere y no quiere ver. Busca arena, sol y burbujas de calor que lo cieguen.

La caída será dura. Políticamente, económicamente, psicológicamente. Habremos de reprocesar todo lo vivido este año: lo que antes parecía éxito será fracaso, el que antes era héroe será villano, lo que antes no daba miedo lo dará – y lo que sí, dejará de darlo. La mina que iba a salvarnos estallará en nuestras manos. Y aprenderemos, como el coyote, que el enemigo real no es aquel bicho escurridizo que perseguimos, sino las trampas y el abismo, aquello que nuestra ingenuidad peligrosamente ignora, ese afán de controlar lo incontrolable.

Entonces empezará la verdadera carrera. Cubiertos de moretones, emprenderemos el jadeante ascenso de regreso. La vacuna, si llega, no será una cura sino una curita: una venda para sanar mientras andamos, no un deus ex machina que nos salva de inmediato. Serán años y quizás décadas difíciles. Pero eventualmente lo lograremos. Porque a fin de cuentas el coyote siempre sobrevive. Y mientras siga corriendo nunca habrá perdido.

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