THE OBJECTIVE
Laura Fàbregas

Cada 'estelada' en su casa y 'la senyera' en la de todos

En el libro El golpe posmoderno, de Daniel Gascón, se dibuja la concepción de democracia plebiscitaria que desde hace años el nacionalismo catalán explota de manera irresponsable. Gascón habla de una «democracia por aclamación, vinculada a la volonté générale de Rousseau, que solo respeta los procedimientos si le conviene, que niega el pluralismo».

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Cada ‘estelada’ en su casa y ‘la senyera’ en la de todos

En el libro El golpe posmoderno, de Daniel Gascón, se dibuja la concepción de democracia plebiscitaria que desde hace años el nacionalismo catalán explota de manera irresponsable. Gascón habla de una «democracia por aclamación, vinculada a la volonté générale de Rousseau, que solo respeta los procedimientos si le conviene, que niega el pluralismo».

La apropiación del espacio público por parte del independentismo es el reflejo de esta lógica rousseauniana que limita la democracia al voto, obviando otras cuestiones tan fundamentales como son el respeto a la minoría y a los procedimientos legales. En definitiva, el nacionalismo catalán se basa en una democracia plebiscitaria donde la unidad identitaria se impone inapelablemente a la diversidad y elude la confrontación de ideas y programas.

Esta visión de la democracia propagada por las instituciones catalanas choca también con la concepción del Consejo de Europa sobre los requisitos que debe cumplir un Estado democrático para ser definido como tal, que son: Estado de Derecho, democracia y voto. Unos requisitos cuyo orden, además, no puede alterarse si dicho Estado quiere seguir siendo democrático. Es decir, la democracia no es solo votar. Es, sobre todo, cumplir con un ordenamiento jurídico y su jerarquía normativa.

En Cataluña, no obstante, llevan años oponiendo la voluntad popular a las leyes como dos realidades irreconciliables. Cualquier apelación a la legalidad es automáticamente equiparada a leyes injustas como fueron las del Apartheid en Sudáfrica o de las de Jim Crow en Estados Unidos, que propugnaban la segregación racial, sin percatarse que la diferencia entre estas leyes y las leyes democráticas es que éstas garantizan la igualdad entre ciudadanos, sean catalanes o murcianos. Sean españoles o afroamericanos o sudamericanos.

En su visión de la democracia tener la mitad más uno te permite hacer lo que quieras. Por ejemplo, colocar la estelada en la fachada del Ayuntamiento. Es por ello que rechazarán la última sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que dictamina que las esteladas y símbolos partidistas atentan contra la neutralidad del espacio público ya que no garantizan la pluralidad de la sociedad catalana. “¿Si la mayoría ha votado partidos independentistas por qué no se puede colgar una estelada o un lazo amarillo de la fachada del Ayuntamiento?”, me preguntan. Pues porque las instituciones van más allá de los partidos políticos: nos representan a todos. Y nadie tiene que verse excluido de ellas. Es por esta razón que la senyera, y no la estelada, es la que nos representa a todos. La que no quita derechos a nadie. Y lo es también la bandera española. Porque, aunque los independentistas no sientan ninguna adscripción sentimental hacia ella, su utilidad radica en el concepto de ciudadanía: una adscripción legal que no pide adhesión sentimental.

Todos los demás símbolos son de parte, una imposición al conjunto de la ciudadanía que excluye inevitablemente a los que no comulgan con su proyecto político. Como se observa en Cataluña, lo expulsan del espacio público, dejando a la mitad de la población desprotegida, a la intemperie. Y obligando a los individuos a ser héroes –o locos– en democracia, a llegar donde no llega el Estado ni la justicia cuando se arriesgan a quitar ellos mismos estos símbolos.

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