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Pablo de Lora

Capitán 'a posteriori' y COVID-19: política, ciencia y decencia

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Capitán ‘a posteriori’ y COVID-19: política, ciencia y decencia

Víctor Lerena | EFE

¿Fue la manifestación del 8 de marzo de 2020 la puerta de entrada del virus en España? Solo un absoluto necio podría afirmarlo. ¿Se disponía de toda la información relevante relativa al COVID-19 en los últimos días de febrero de 2020 para prohibir todas las concentraciones masivas incluyendo el 8M? Solo un ser omnisciente podría responder que sí. ¿Se daban las condiciones políticas para recomendar —no digo ya prohibir— no acudir a la manifestación del 8M en los días previos a su celebración? Toda persona de buena fe que hubiera estado atenta en aquellas jornadas sabe que desgraciadamente no se daban. Los sectarios siguen sin lamentarse ni arrepentirse de ello.

Repásese la célebre rueda de prensa de Fernando Simón el 7 de marzo de 2020 («si mi hijo me pregunta le diré que haga lo que quiera») o la entrevista que concedió Carmen Calvo a la directora de El Socialista Maritcha Ruiz el 6 de marzo en la que destaca «la enorme importancia que tiene mantener el nivel de años anteriores en las movilizaciones con motivo del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y por eso anima a participar a quien dude hacerlo, pues «le va la vida» en ello. Sobrecoge recordarlo, pensar que la vida de la propia Carmen Calvo estuvo seriamente en peligro tras contagiarse y volver a ver las pancartas en las que se proclamaba que «tu machismo mata más que el coronavirus», «la verdadera epidemia es el patriarcado», entre las varias proclamas descritas como «geniales» por el Huffington Post en su edición del 9 de marzo de 2020.

El 22 de marzo, en plena hecatombe, el lenguaraz diputado José Zaragoza ironizaba en Twitter con quienes como Quim Torra, Albert Rivera, Pablo Casado o Santiago Abascal se comportaban como Manolete a toro pasado: con sus advertencias o señalamientos a posteriori, todos ellos y otros muchos se estarían comportando como ese simpático superhéroe de la serie de animación South Park que se limita a advertir lo que debió haberse hecho y no se hizo cuando nadie pudo razonablemente pensar que era necesario hacerse. Un perfecto inútil, un ser enojoso con ínfulas.

En estos días todos tratamos de recordar nuestra particular epifanía de la COVID-19[contexto id=»460724″], al modo en el que, quienes también tenemos edad y memoria, hemos rememorado el 23 de febrero de 1981, o como cuando cada 11 de septiembre volvemos a pensar qué andábamos haciendo ese día del año 2001 cuando ocurrió el atentado de las Torres Gemelas en Nueva York. Yo recuerdo el día de Reyes del funesto 2020 en casa de mi cuñado, al que tuve por más «cuñado» que nunca, pues, dados sus vínculos familiares con China, estaba alarmadísimo y nos instaba a que nos lo tomáramos muy en serio. Mi primo, que por aquél entonces residía también en China, mandaba fotos sobrecogedoras por WhatsApp de niños con bidones en la cabeza y calles fantasmagóricas. Mi mujer leía que no sé qué enfermera en no recuerdo qué lugar del planeta testimoniaba que la enfermedad era devastadora y yo me indignaba porque eso nos distraía de lo auténticamente importante: atender y confiar en lo que ese calmado portavoz de voz ronca y desaliño al límite anunciaba y recomendaba al país. Hay circunstancias —peroraba yo quijotescamente en la cocina de casa— bajo las que lo mejor que podemos hacer es lo que otro nos manda que hagamos simplemente por el hecho de que ese agente nos lo ordena. En eso consiste la autoridad por razones «epistémicas» y yo entonces la confería plenamente al ya célebre Doctor Simón. Y entonces…

Entonces recibí un mensaje de mi buen amigo el doctor Marco Vergano, anestesista del hospital San Giovanni Bosco de Turín. Me alertaba de que en su servicio de Medicina Intensiva estaban practicando «medicina catastrófica», hasta el punto de haber elaborado un protocolo de triaje de admisión y estancia en la UCI que incluía como una de los criterios para no proporcionar ventilación mecánica intensiva el de tener más de 80 años. «Nunca —me decía—, ni siquiera hace tan solo dos semanas, habría pensado que me tendría que adaptar a este tipo de escenario. Pero es lo que hay. No es hipotético. Es aquí y ahora. No hablamos de que los recursos de la medicina intensiva podrían agotarse. En muchos hospitales ya se han agotado». Marco se despedía diciendo que era crucial mantener la distancia interpersonal, clausurar la vida social, teletrabajar… «get ready as soon as you can and spread the word». Era el día 10 de marzo y la Comunidad de Madrid había anunciado la noche anterior el cierre de colegios y universidades.

El llamamiento desesperado de Marco Vergano fue mi particular «caída del guindo» y entre los días 11 y 12 me dispuse, junto con mis buenos amigos y colegas Antonio Peña, de la Universidad de Granada, e Íñigo de Miguel, de la Universidad del País Vasco, a redactar un manifiesto en el que, bajo el título «Todos debemos protegernos a todos», solicitábamos a las autoridades incrementar las medidas para detener la expansión del virus, incluyendo, si fuera necesario, la suspensión de la «vida colectiva» para evitar el colapso sanitario. En su edición de 12 de marzo El Mundo publicaba una entrevista muy iluminadora de la periodista Leyre Iglesias al Dr. Vergano. En pocas horas pudimos distribuir el texto para su firma entre muchos compañeros de Filosofía del Derecho, Bioética y disciplinas conexas y, para nuestra sorpresa, no solo recabamos un número muy exiguo de adhesiones, sino que nos encontramos con más de un reproche por nuestra inconsciencia y alarmismo. Decidimos, pese a todo, publicarlo en el diario El Mundo —que generosamente nos brindó un espacio— y apareció publicado el día 13 de marzo, justo el día en el que Pedro Sánchez anunciaba el estado de alarma que entraría en vigor al día siguiente cuando habían fallecido 123 personas en España. En el a posteriori de un año sabemos que hay contabilizadas entre 70.000 y 80.000 muertes.

No sabíamos lo necesario y no pudimos hacer todo lo que era prudente. Pero, como tantos, otros he pensado muchas veces en el marasmo de aquellos días y en aquello que habría podido ser y no fue: la sobreprecaución y las condiciones políticas e ideológicas —en la versión marxiana de «la falsa conciencia»— que hicieron imposible asumir el coste de ese exceso de celo que tantas vidas habría salvado.

Pensé, también ingenuamente, que llegaría el día en el que, despejada la fiera pugna partidista, podría hacerse ese análisis para evitar los males que están por llegar en otros a posteriori; quizá, me ilusioné, en el contexto de aquella comisión parlamentaria de la «reconstrucción». ¿Se acuerdan? Para su bien lo habrán olvidado; es verdaderamente para olvidar, como casi todo lo que ocurre en nuestro moribundo Parlamento. Ni entonces, ni ahora, ni parece que en el futuro próximo podamos sentar las bases para anticiparnos mejor a crisis semejantes a la pandemia que aún hoy seguimos padeciendo. En puridad nos hemos negado incluso a atisbar cómo capitanear en el a posteriori. Parafraseando el célebre título de la novela maravillosa de Héctor Abad Faciolince: ya fuimos el fracaso que seguiremos siendo.

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