THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

Casa tomada

«Un mercado como el de la vivienda, uno de los ejes de la vida, no puede sostenerse en la suerte de haber heredado o de tener unos progenitores con posibles, como sucede ahora»

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Casa tomada

Fernando Alvarado | EFE

Sucede con la vivienda algo parecido a lo que pasa con el voto exterior. Durante años se ha alimentado la idea de concebir el mundo como nuestro territorio de operaciones, de aprender idiomas y habilidades para trascender las fronteras, pero, apenas se cruza la primera aduana, se pierde de facto un derecho tan básico como el de participar en elecciones por las dificultades que implica el llamado ‘voto rogado’ –el nombre ya daba algunas pistas–. Cualquier proyecto vital se sostiene sobre cuatro o cinco cosas muy esenciales, entre ellas, la vivienda. Cuando uno se forma y consigue un empleo, cree estar encaminado a conseguir poner en marcha el suyo hasta que se topa con la primera aduana inmobiliaria: superada la burbuja inmobiliaria, para comprar habrá de anticiparse el 20% del precio de venta, algo inalcanzable para quien no tiene unos padres con ahorros o propiedades. Una realidad que aboca a un alquiler que ya no es opcional, y cuya obligatoriedad impulsa al alza un precio desorbitado en relación con los salarios.

Todos conocemos las razones que nos han traído hasta aquí, siendo como somos un país de propietarios atravesado aún por las consecuencias de una burbuja inmobiliaria que aprovecharon determinados fondos para hacerse con un parque a precio de saldo. La situación se sostiene en un equilibrio muy precario, porque un gran número de quienes padecen la dificultad para acceder a compra o alquiler tiene parientes directos que completan sus magros ingresos con el alquiler de alguna segunda propiedad. Cuesta tanto llegar a compra que, quien lo consigue, espera poder beneficiarse de las mismas rentas que justificaban el precio que ha pagado. Uno compra la casa y sus promesas, que van en la hipoteca. 

Además, quien te ayuda a completar la fianza o la entrada con un préstamo familiar puede ser el perjudicado por una norma que limite esos ingresos si se interviene de forma contundente. En cuanto a dicha posibilidad, el proyecto de ley de vivienda del Gobierno parece razonable, al intentar no perjudicar a los propietarios menores y fijar el objetivo en aquellos que, con nombre de trattoria de franquicia más que de villano, pueden ser calificados de Gran Tenedor. Lo que no parece razonable es no hacer nada, o quedarse en lugares comunes como que lo necesario es ampliar la oferta o construir más viviendas sociales. Todo eso lo sabemos y está bien, pero no es suficiente. Nunca se construyó más que durante el boom y las casas estaban más caras que nunca, aunque hubiera acceso dopado al crédito. 

La diferencia entre lo que hoy se exige para alquilar o comprar y lo que se ofrece para acceder a ello es tan abismal que urge ir más allá de la zona en la que se cruzan la oferta y la demanda. Un mercado como el de la vivienda, uno de los ejes de la vida, no puede sostenerse en la suerte de haber heredado o de tener unos progenitores con posibles, como sucede ahora. No solo para comprar, sino también para alquilar, pues son muchas las fianzas y certezas que demasiada gente es incapaz de ofrecer, y no por falta ni de empleo ni de ganas. Menos aún en una era en el que se demoniza y eliminan impuestos como el de sucesión y patrimonio, algo que agranda aún más la brecha entre quien hereda y quien no. Como en el cuento de Cortázar, es como si el bajo comercial de una vivienda hubiera ido tomando habitación tras habitación hasta dejar a la familia arrinconada en las habitaciones menos lustrosas de la casa. 

Uno contempla el problema desde el la asunción de la complejidad del asunto, y desde el privilegio de quien sabe que, a largo plazo, tendrá las espaldas inmobiliarias razonablemente cubiertas. Pero también desde la melancolía que produce ver cómo pasan los años y se sacrifican, mes a mes, demasiadas cosas irrecuperables, además de muchos euros de más. 

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