THE OBJECTIVE
Andrea Mármol

Cataluña: el fratricidio no es ahora

Ya sucedió tras las elecciones catalanas de 2015, cuando la aritmética parlamentaria quiso que fuera la CUP quien tuviera en su mano dar el beneplácito al eventual morador de la Generalitat. Tras aquellos azares, por cierto, nadie puede negarle a los antisistema, a la luz de los acontecimientos, ciertas dotes como cazatalentos: el elegido entonces, Carles Puigdemont, ha resultado ser el más fiel discípulo de la doctrina antiparlamentaria e insurreccional, hasta el punto de haber relegado a los cuperos a seis asientos menos en el nuevo Parlament.

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Cataluña: el fratricidio no es ahora

Reuters

Ya sucedió tras las elecciones catalanas de 2015, cuando la aritmética parlamentaria quiso que fuera la CUP quien tuviera en su mano dar el beneplácito al eventual morador de la Generalitat. Tras aquellos azares, por cierto, nadie puede negarle a los antisistema, a la luz de los acontecimientos, ciertas dotes como cazatalentos: el elegido entonces, Carles Puigdemont, ha resultado ser el más fiel discípulo de la doctrina antiparlamentaria e insurreccional, hasta el punto de haber relegado a los cuperos a seis asientos menos en el nuevo Parlament.

Durante aquellas semanas se sucedieron triquiñuelas y ajustes de cuentas precipitados entre las distintas familias independentistas. Algunas crónicas relatan aquellos días como una negociación, término no sólo impreciso sino desmesuradamente generoso para describir un diálogo entre partes cuyo objetivo es idéntico, como ha quedado evidenciado tras el golpe parlamentario que dieron los separatistas al unísono. De todos modos, hay una imprecisión lingüística que fue todavía más reveladora y que se repite estos días: el fratricidio.

En 2015 fue el hoy diputado a Cortes por ERC Gabriel Rufián quien pedía a la CUP que cesara en lo que él denominó una “lucha fratricida”. Un término que hoy no es sólo usado por independentistas para describir también el episodio que marca la actualidad en Cataluña, a saber: el estira y afloja entre puigdemonistas y el resto de partidarios de la ‘república catalana’. Si el fratricidio equivale, pues, a la división entre independentistas, estamos aceptando que la mayoría de catalanes contrarios a la secesión no formarían parte de la eventual hermandad catalana sino que estarían relegados, en el mejor de los casos, a meros espectadores de la aventura rupturista que les excluye.

Es cierto que las metáforas de los afectos familiares no son nunca las más atinadas para explicar con precisión los asuntos públicos, pero viendo su éxito, cabe preguntarse por qué no se ha hablado nunca de ‘fratricidio’ para describir la fractura social y emocional que entre catalanes ha provocado el nacionalismo y sí se rescata la fórmula cada vez que los separatistas se sumergen en un solipsismo particular que copa el debate público entero. De nuevo, la parte por el todo.

La ya discutida batalla lingüística es fundamental para consolidar en el debate público lo que la política catalana ha acabado poniendo de manifiesto: que Cataluña es tan o más plural que el conjunto de España. Centenares de miles de catalanes contrarios a la independencia han llenado las calles, el partido que ha cuestionado con más firmeza y rigor los abusos del nacionalismo es el primer partido en Cataluña y el satanizado ‘bloque constitucional’ ha crecido por tercera vez consecutiva en unos comicios. El momento actual deja el protagonismo en manos de los líderes independentistas: asumamos esa mayoría parlamentaria, pero no asumamos más.

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