THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Catequesis para la ciudadanía

Hace días, el actual Gobierno socialista del Reino de España advirtió de una de sus intenciones en educación: instaurar una nueva asignatura “de valores cívicos y éticos”.

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Catequesis para la ciudadanía

Hace días, el actual Gobierno socialista del Reino de España advirtió de una de sus intenciones en educación: instaurar una nueva asignatura “de valores cívicos y éticos”. Sería obligatoria y se ocuparía del “tratamiento y análisis de los derechos humanos y de las virtudes cívico-democráticas”. A la espera de conocer su nombre definitivo, bien parece que esta materia recuperaría la antigua (y polémica) “Educación para la ciudadanía y los Derechos Humanos”. Fue aquella una enseñanza vigente en nuestras escuelas desde 2007, cuyos temarios se reformarían sustancialmente en 2012, y que quedaría por fin abandonada en 2016.

Con el anuncio gubernamental se reavivó de inmediato la controversia que acompañó a aquella asignatura en su momento. Debo confesar que es un debate que me hace sentir un tanto solito en la vida. No coincido del todo con ninguno de sus dos bandos. Intentaré pergeñar en este artículo por qué.

Fijémonos primero en la oposición a la Educación para la ciudadanía. La integró el Consejo Escolar del Estado (votó contra ella en 2005). También los progresistas Movimientos de Renovación Pedagógica, pues consideraron que ceñir a una sola asignatura los valores democráticos resultaba demasiado reduccionista: preferían enseñarlos en todas las clases a la vez. E igualmente participaron de esta oposición diversos grupos anarco-anticapitalistas (les parecía que tal materia consagraba el actual sistema democrático-liberal).

Mas en medio de tan variopinto grupo de opositores destacaron sin duda la entonces principal fuerza política de oposición (el Partido Popular) y la Conferencia Episcopal Española. Ambos consideraban que la Educación para la ciudadanía constituía una cuña adoctrinadora en nuestras escuelas. Y argumentaron que el Estado no tiene legitimidad para meterse ahí: solo los padres tienen derecho a transmitir convicciones morales a sus hijos. El poderosísimo Estado (si quiere distinguirse del Leviatán totalitario) habrá de guardar a este respecto neutralidad.

Sus argumentos convencieron a suficientes padres como para que cientos de ellos recurrieran a la objeción de conciencia, mecanismo que todas las democracias nos reconocen si vemos amenazadas nuestras convicciones religiosas o morales más profundas. El Gobierno de Rodríguez Zapatero, sin embargo, no consintió esas objeciones, mantuvo los suspensos que castigaban a los niños cuyos padres quisieron ejercerla, y todo acabó desembocando en procesos judiciales de resultado dispar: algunos tribunales (como el Supremo andaluz) admitieron que los padres tenían derecho a objetar; otros dieron la razón al Estado y lo denegaron.

Hubo de tomar cartas el Tribunal Supremo a inicios de 2009. Y lo hizo para desmentir que la asignatura vulnerara el derecho a educar a tus hijos según tus propias convicciones morales o religiosas. Por tanto, no cabía objetar ante ella. El argumento de que la escuela no debería enseñar nada contra la opinión de los padres se reveló desafortunado: ello nos conduciría (como ya se ha intentado en EEUU) a no poder enseñar, por ejemplo, darwinismo a los hijos de fundamentalistas religiosos; cosa que no parece académicamente muy atinada. Por el contrario (y en esto coincido con tan alto tribunal), si algo deben hacer los colegios es abrirnos a todas las ideas que en casa no siempre hallaremos. Será opción ya luego del educado, de adulto, elegir entre las convicciones de sus padres, las que vio en clase o las que leyó por su cuenta. De eso va la libertad.

Ahora bien, nunca he entendido la alegría con que los defensores de la Educación para la ciudadanía recibieron estas sentencias del Supremo. Recordemos primero quiénes fueron estos partidarios: desde el propio PSOE, claro, a oenegés como Amnistía Internacional, pasando por apoyos más inesperados (como el de la católica Federación Española de Religiosos de la Enseñanza). A este no menos heteróclito grupo se unió un filósofo para mí en particular querido, Fernando Savater, que se significó con batalladores artículos en pro de esta materia; y que ha vuelto a las armas hace solo unos días con un potente artículo en El País, al poco de haber anunciado el Gobierno socialista su reinstauración. (Solo de pasada, recordemos que otro gran filósofo porfió en su día con no menor denuedo en el bando opuesto a Savater, y lo hizo con una serie televisiva de apreciable enjundia: nos referimos a Gabriel Albiac y su “Reeducación para la ciudadanía”, disponible en internet).

¿Por qué no comprendo del todo el alborozo con que muchos paladines de la Educación para la ciudadanía recibieron la decisión del Tribunal Supremo en 2009? Porque en su sentencia se incluían también algunas líneas bien jugosas, que reproduzco a continuación:

“El hecho de que [esta asignatura] sea ajustada a Derecho y que el deber jurídico de cursarla sea válido no autoriza a la Administración educativa —ni tampoco a los centros docentes, ni a los concretos profesores— a imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, puntos de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española son controvertidas (…). Las asignaturas que el Estado, en su irrenunciable función de programación de la enseñanza, califica como obligatorias no deben ser pretexto para tratar de persuadir a los alumnos sobre ideas y doctrinas que —independientemente de que estén mejor o peor argumentadas— reflejan tomas de posición sobre problemas sobre los que no existe un generalizado consenso moral en la sociedad española. En una sociedad democrática, no debe ser la Administración educativa —ni tampoco los centros docentes, ni los concretos profesores— quien se erija en árbitro de las cuestiones morales controvertidas. Estas pertenecen al ámbito del libre debate en la sociedad civil, donde no se da la relación vertical profesor-alumno, y por supuesto al de las conciencias individuales”.

Y por si esas frases no resultaran lo suficientemente claras, el mismo Tribunal Supremo animaba a los padres a hacer un cuidadoso seguimiento de las clases, libros de texto y profesores que impartieran esa asignatura; y les aconsejaba acudir a la Justicia si percibían que aprovechaban esta para adoctrinar sobre problemas en que no existiera “un generalizado consenso moral en la sociedad española”.

Dicho de otro modo, no está nada claro que, como sostienen muchos de sus fans, gracias a esta asignatura vayan a derramarse los valores democráticos por toda España, cual Pentecostés laico que nos convierta en la Nueva Jerusalén de la Ilustración. Por el contrario, se trata de una materia que hasta los tribunales reconocen que corre un peligro: que cada profesor use su tarima para predicar su propia idea de democracia, su propia idea de derechos, su propia idea sobre mujeres, hombres, animales o valores. Y eso, reconoce el Supremo, está muy mal.

Es, de hecho, algo que me sorprende continuamente en la defensa que hace de esta asignatura Savater: que olvide que lo que él piensa que es la democracia o los derechos o “lo cívico” no es ni mucho menos compartido por todos los filósofos (en que hay tantos gustos como en toda gran heladería); no digamos ya por todos los docentes. Encargar a los profesores que enseñen “valores” en la escuela implica que esos “valores”, sean los que sean (justicia, democracia, libertad, autodeterminación…), adquirirán para muchos docentes tintes que al propio Savater le pasmarían. ¿Se abstendrán todos de aprovechar su puesto para hacer propaganda y evaluar luego a los niños en función de si la han “captado”? Seamos sinceros: es legítimo desconfiar de una asignatura-púlpito en que cualquier predicador pueda auparse para catequizar a nuestros hijos con su particular versión de los “valores” morales. O políticos.

¿Cabe alguna solución? Mi humilde opinión es que quizá, en lugar de enseñar valores (cuyo contenido siempre será controvertido), importa más enseñar a nuestros jóvenes a pensar sobre valores. Es decir, en vez de “Educación para la ciudadanía” (que a saber lo que cada profe ve como “buen ciudadano”), enséñese Ética, esa asignatura que (en diálogo crítico con los grandes del pasado) enseña al alumno a reflexionar. Si además se quiere contar de qué va la Constitución y nuestro sistema político, acompáñese todo ello de una asignatura de escueto Ordenamiento Constitucional.

Resulta significativo, de hecho, y es a menudo olvidado por sus partidarios, que Educación para la ciudadanía no se creó de la nada: vino a sustituir en el currículo escolar precisamente a asignaturas de Ética y de Filosofía. Por tanto, quienes defienden su existencia como si su alternativa fuera la ignorancia juegan con cartas marcadas. La alternativa a un profesor que me habla de sus “valores cívicos” o de lo que considera “democrático” no es (nunca fue) dejar a nuestros alumnos en la inopia; sino enseñarles a leer (y criticar) a Kant o Platón, sin imponerles uno u otro “valor”. En nuestras escuelas la alternativa a las catequesis religiosas no tiene por qué ser las catequesis laicas: también está la opción de aventurarse a catequizar menos y a reflexionar más.

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