THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

Chiste soñado

«Quienes insisten en hablar de «ofendiditos» suelen ampararse en la libertad de ofender, sin que en cambio tengan tan clara la libertad de cualquiera de sentirse ofendido»

Opinión
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Chiste soñado

Dentro del nuevo léxico de nuestros días de polarización e ira digital, la palabra «ofendidito» ha tenido especial éxito. Es una forma sarcástica de negar legitimidad a la crítica que denuncia el dolor o el perjuicio padecido —o sentido como tal— por colectivos o personas ante determinados discursos, chistes, bromas, memes o tuits. Una palabra cargada de desdén, cuyos usuarios han aprovechado denuncias puntuales exageradas, caricaturescas y ridículas para hacer una enmienda a la totalidad del hecho de la queja y el señalamiento de un daño.

Quienes insisten en hablar de «ofendiditos» suelen ampararse en la libertad de ofender, sin que en cambio tengan tan clara la libertad de cualquiera de sentirse ofendido, incluso de estarlo realmente. Es un debate complejo, que colinda con tentaciones de censura y, por tanto, es un riesgo para la calidad y la sinceridad del debate público. Porque todos, además, conocemos a más de uno al que el término «ofendidito» le calza como un guante e incluso se queda corto.

Sin embargo, el caso de Quaden Bayles, niño nueve años con acondroplasia (enanismo) cuya madre publicó un vídeo en el que el muchacho pedía morir tras sufrir bullying en el colegio, nos obliga a volver a pensar algunos de nuestros argumentos. La libertad de expresión es un derecho a defender, irrenunciable. Pero lo que ejemplos como este nos muestran es que la deseable ampliación de su perímetro se convierte en un fetiche —en el mejor de los casos— o en una tortura —en el peor— si no va acompañada de una ampliación equivalente del perímetro moral de la sociedad.

Es una verdad esencial: un derecho obliga a una responsabilidad. Precisamente porque nos refinamos moralmente, podemos dejar de necesitar límites legales y ser así más libres. Todos nos hemos reído y contado chistes de enanos. Incluso hemos ido a ver a los llamados «bomberos toreros» a algunas plazas. Desde Málaga, mi paisano Chiquito de la Calzada hizo historia con chistes como el de la enana que va al ginecólogo porque le duele «el fistro de abajo» y al final resultaba que las botas de agua le rozaban las ingles. O con chistes de niños orejones a los que los padres pedían que se movieran para que actuaran como ventiladores en una tarde calurosa.

Los contaba en prime time, en televisiones con audiencias propias de tiempos analógicos con escasos canales. Y, ahora, muchos —ocasionalmente, yo entre ellos— se lamentan de que eso sería inimaginable por culpa de los «ofendiditos». Pero gracias a ese progreso moral hemos ido iluminando zonas de sombra que quedaban fuera del radar de lo que imaginábamos que causaba daño. Hasta darnos cuenta de que nuestro gozo podía derivar en un vídeo tan devastador como el del niño Quaden Bayles. Antes no lo veíamos y he aquí, por cierto, un efecto positivo de las denostadas redes sociales.

Ni siquiera es una renuncia a contar chistes ofensivos ni se trata de censurarnos, sino de calcular el contexto, el momento, la audiencia. De hacer comparecer la responsabilidad indisociable al derecho cuando decimos ejercerlo. ¿Tan esforzado resulta, teniendo en cuenta el beneficio? Si en su momento el psicoanálisis supuso el progreso de exteriorizar nuestros demonios para así gestionarlos mejor, quizá con según qué cosas, chistes y bromas, se trata de la operación contraria al Relato soñado de Arthur Schnitzler: devolverlos a otro ámbito, a otros sitios más oscuros, menos concurridos, más íntimos, para así gestionarlos mejor sin tener que renunciar a ellos.

Porque hay algo igual de dramático —incluso peor— que ver el sufrimiento de Quaden: imaginar el de sus padres.

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