THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

Cómo me convertí en inspector de Hacienda

«El libro me llegó como llegan las cosas en la era de las redes. Un poco por azar, un poco por empeño del autor»

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Cómo me convertí en inspector de Hacienda

Jacob Bentzinger | Unsplash

Abrámonos a libros raros, a novedades fuera del circuito de novedades que pueden sorprender quizá más que los lanzamientos más cacareados por las editoriales de turno. Porque leer es abrazar otras vidas y arrepentirnos también un poco de la nuestra, ejercicio saludable cuando menos.

«Nunca seas funcionario» decía Sánchez-Dragó en un libro que cayó en mis manos no sé si en buena o mala hora. Era El sendero de la mano izquierda/Un código de conducta y en él se regalaban consejos sobre la vida cotidiana tipo «No fumes tabaco», «No tengas coche: usa taxis», «Bebe vino» o —esta me pareció muy controvertida— «No dones órganos» (por una cuestión de reencarnaciones o cuestiones de índole esotérica).

En un momento dado, tuve la oportunidad de aspirar a funcionario. O empleado público. (Lo de civil servant me gusta más: no olvidemos que están para servirnos y no al revés). Pagué incluso la matrícula para un proceso de exámenes en Rtve al que decidí no presentarme porque caía en sábado, tenía una boda y en mi cenicismo asumí que no aprobaría. Algunos compañeros sí se apuntaron, aprobaron con holgura y ahí andan partiendo la pana de directivos modernos con sus pagas extras de verano y Navidad.

Pero yo no quería ser funcionario porque me lo había dicho Sánchez-Dragó, a quien seguía bastante en Negro sobre blanco, quizá el mejor programa literario de la televisión. Pablo Miser no tuvo esas influencias y, como su madre le advirtió de que tenía «gustos caros», optó por el camino de la oposición. De niño no soñaba con ser astronauta ni bombero, pero tampoco inspector de Hacienda. Sí se notaba más inteligente que la media, tanto como para plantearse la noble y borgesiana empresa de copiar El Quijote entero, con siete años, mientras sus compañeros se peleaban con las vocales. Todo esto lo cuenta, con asombroso desparpajo, en Cómo me convertí en inspector de Hacienda (Colex).

El libro me llegó como llegan las cosas en la era de las redes. Un poco por azar, un poco por empeño del autor. En las antípodas del vendedor de bragas plasta tan común por estos pagos, Miser me cayó bien enseguida y decidí dar una oportunidad a un libro que intuía farragoso y de nicho. No esperaba encontrar un texto que puede interesar, es cierto, a los aspirantes a tributers pero también al público en general. Porque hay una mirada netamente barojiana en Miser que no esperaba encontrar en un miembro de la Administración pública; certero en sus descripciones, el relato trasciende la mera circunstancia fiscal para convertirse en la historia de una persona común con sus conflictos, sus fortalezas y sus debilidades, es decir, en literatura.

Lucha por la vida

Tanto es así que me ventilé en dos tardes un libro del que apenas pensaba picotear unos párrafos. ¿Por qué? Por esa cosa tan barojiana de la lucha por la vida. Por parecido interés al que sentí leyendo Open, la biografía de Agassi, que no es otra cosa que la historia de un hombre tratando de vencer a su destino. O de crear él mismo su destino. O de cumplir, según se mire, con su destino del mejor modo posible. Asegura Fernando Aramburu a propósito de su reciente Los vencejos (Tusquets) que, por mucho que nos afanemos en seguir un guion, la vida hace con nosotros lo que quiere. ¿Cómo deja esto al opositor?

Decía Gurdjieff, maestro de Franco Battiato entre otros, que todo ser humano tiene que cumplir con un «propósito cósmico», por encima de deseos y apetencias, ya que el hombre tiene tanto obligaciones como derechos. ¿Cuánto de cósmico hay en la tarea del inspector de Hacienda? ¿Cuánto de karma, entendido como «acción contaminada» en ese ir detrás de los morosos públicos y de conceder o rechazar aplazamientos al contribuyente vulgar? O, por el contrario, ¿cuánto de buen hacer para mantener, con ese rigor, el sistema de bienestar que sin el azote de los inspectores varios se desmantelaría en una generación? Quizá ahí entre el asunto cósmico-público. Battiato se lanzó a la canción popular tras años de experimentación ensimismada para ser «útil». Seamos útiles.

En Cómo me convertí en inspector de Hacienda, libro ameno y útil, se relatan algunas de esas experiencias en pos de caciquillos especuladores de territorios dados a la corruptela como Lanzarote o Ceuta, cuando no directamente con narcotraficantes. El autor cuenta cómo ordenó precintar no pocos Porsche Cayenne, Mercedes Clase S y BMWs de todas las series. Porque quedarse sin el coche fardón en un lugar como el Campo de Gibraltar o Ceuta, donde el estatus social se mide en cilindros, puede atraer hasta las oficinas de Hacienda al moroso más veterano con bolsas de plástico llenas de billetes. Amenazas, coacción y finalmente, en el mejor de los casos, el desembolso de hasta 200.000 euros a tocateja forman parte del día a día de ciertos inspectores.

«Ciertas plazas de funcionario están injustamente pagadas, pero por exceso», me decía un amigo, también dedicado a la cosa pública y en el nivel más alto. Claro que para llegar a esa situación de empleado vitalicio hay que superar las doce pruebas de Hércules de la oposición. Para aspirar luego a futuras oposiciones para los puestos realmente atractivos. En ese dilema entre el voluntarismo y el destino, en ese órdago laboral que se lanza en la primera mano del mus existencial, reside el atractivo de este libro. Se lee con la admiración de quien superó esos obstáculos y con el punto de envidia morbosillo de quien logró su plan, de quien sí logró cumplir el guion marcado. Incluso a contracorriente: «No recuerdo a nadie de mi entorno que me apoyara».

Pablo Miser logró su objetivo. A pesar de los cantos de sirena de las novelas que leía a lo Andrés Hurtado, sobre todo de Scott Fitzgerald y Hemingway. Quizá, ahora que es funcionario, inspector de Hacienda y preparador de opositores, a veces sienta como suya la frase de Dragó y quiera ser como los demás, los que no somos nada.

Lo dudo.

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