THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Conservadores del mundo: ¡quejaos! (I)

«Debemos todo al pasado pero nadie nos preguntó si quisimos contraer esa deuda. Y tal vez se trate de un regalo envenenado»

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Conservadores del mundo: ¡quejaos! (I)

Ilya Pavlov | Unsplash

En los primeros compases de su The Madness of Crowds (2020) dice Douglas Murray: «En algún momento de la humillación sencillamente no hay ninguna razón para que los grupos mayoritarios no reboten el mismo juego que ha funcionado tan bien sobre ellos mismos».

En esas estamos. Aún en estado embrionario, pero de manera crecientemente perceptible, se nota ese «rebote», una desfloración de quienes, tras un buen período de hibernación, habiendo vivido entre asustados y pasmados por el embate que les asola desde hace un tiempo, se sacuden el polvo, componen el gesto, y dicen, con el tono orgulloso y vehemente de un estudiante mío de Derecho y ADE hará un par de años: «Profe: misa, toros y novia; esa es mi revolución». A lo cual otros muchos añaden: «¿Es que acaso puede el Estado ser neutral entre las vidas estructuradas, socialmente responsables, y las de quienes no tienen más horizonte que el del siguiente estímulo, siempre inmediato, fugaz, intrascendente y autorreferencial?».

No es este lugar para un diagnóstico de alcance sobre lo que es, ahora mismo, una balumba de sensaciones, apuntes teóricos, pulsos y quejas —promesas del posmodernismo reveladas como mercancía averiada, sexo desprolijo, opresión de lo políticamente correcto, modos de existencia sin propósito ni trascendencia, renuncia al sacrificio, nostalgia del orden y el concierto—. En esta entrega me detendré en uno de los dos lugares más comunes de esa pugna que, como casi todo, no es nueva bajo el sol: la reproducción. En mi próxima columna abordaré el matrimonio.

Debemos todo al pasado pero nadie nos preguntó si quisimos contraer esa deuda. Y tal vez se trate de un regalo envenenado, como sabemos por una tradición filosófica bien representada por Schopenhauer y que tiene su bastión contemporáneo en el filósofo sudafricano David Benatar. Seguramente conozcan el chiste judío: «La vida es tan terrible que valdría la pena no haber sido nunca concebido». A lo cual el interlocutor añade: «Sí, pero ¿quién tiene esa suerte? Ni uno entre mil». Por eso Benatar contiende que procrear es un mal siempre, y otros, menos trágicos, justifican en los daños del vivir, imposibles de eliminar, la obligación de los progenitores de mantenernos, al menos hasta que nos podemos valer por nosotros mismos. En fin, disculpen, que me pierdo en esta fronda.

Concedamos a los quejosos conservadores algo muy importante: casi todo lo que hacemos tiene sentido porque la humanidad proseguirá su camino. ¿Acaso no es ese el profundísimo motivo que anima la lucha contra el cambio climático[contexto id=»381816″]? Imaginen que supiéramos que el mundo acabará inexorablemente dentro de 10 años. ¿Mantendrían ustedes sus proyectos y empeños? ¿Seguiría la especie dedicando sus mejores esfuerzos a resolver los problemas matemáticos del programa de Hilbert, lograr la teoría que unifica las fuerzas macro y microscópicas, mejorar la interpretación de las obras de Rajmáninov o curar el cáncer de mama? Samuel Scheffler cree que no (Death and the Afterlife, 2013), y apunta, y aquí viene lo interesante, que, así como para la mayoría de nosotros nuestra propia muerte no opera como freno de la persecución de los sueños y planes de vida, la posibilidad de que desaparezcamos como especie sí produciría ese masivo efecto de claudicación personal y social. Ya habrán intuido a dónde quiero llegar (este conservador de cabecera que nos guía cual Pepito Grillo ya se apresta a batir palmas): nuestra especie termina no solo como efecto de una catástrofe externa, sino también porque dejemos de reproducirnos, un supuesto perturbador que sirve de argumento central de la película de Alfonso Cuarón Hijos de los hombres (2006), basada en la novela de P. D. James.

No conozco ningún conservador sensato que a partir de lo anterior extraiga la conclusión de que tengamos el deber de reproducirnos. Hasta los más conspicuos detractores de la anticoncepción admitían el método Ogino. Muchos pueden sentir la «llamada» de la procreación —bien natural que es, también bien egoísta en muchas ocasiones— pero desde el punto de vista jurídico-institucional, reproducirse, es decir, tener hijos genéticamente propios y cuidarlos es un derecho-inmunidad.

A partir de ahí se abren otras dos avenidas: una de naturaleza perfeccionista que invoca la bondad de ser padres y una segunda de carácter más bien instrumental que arguye que los hijos son un bien público. No creo que sea particularmente fructífero pelear el «rebote» al que hacía referencia al principio: entiendo, como lo habría de entender cualquiera, que, si es legítimo proclamar a los cuatro vientos que la homosexualidad[contexto id=»460724″] es la forma de emancipación moderna del ser humano, como ha defendido el exdirigente de Podemos Luis Alegre (Elogio de la homosexualidad, 2017), no menos legitimidad asiste a quienes difunden las virtudes de un modelo familiar tradicional. Otra cosa es que a partir de ahí articulemos políticas: ¿anhela Luis Alegre que la sanidad pública sufrague terapias de conversión para abandonar la heterosexualidad?

Transitemos la segunda avenida: ¿son los niños un bien público, es decir, uno de esos recursos que a todo el mundo interesa tener, a nadie necesariamente producir, y del que, una vez existe, no cabe excluir a nadie? Si la respuesta es afirmativa, el Estado hará bien en incentivar la reproducción, por un lado, y, por otro, lograr que todos internalicemos sus costes. La lógica parece sencilla: si pagarán mi pensión, yo contribuiré a su educación y bienestar aunque en el ejercicio de mi libertad reproductiva decida no tener hijos.

Aceptada la lógica, dos preguntas se imponen: ¿acaso todos nuestros descendientes son siempre un bien público? Y ¿es la reproducción la única forma de procurar tal recurso? En relación con lo primero, parece obvio que tanto por el número de los que se tengan, como por el hecho de que podrán no ser contribuyentes, el poder público no tendría buenas razones para promover, defender o amparar formas de procreación irresponsables. Con respecto a lo segundo, uno no puede evitar considerar los costes de oportunidad del deseo de tener hijos genéticamente propios cuando ya existen menores desamparados que también podrían coadyuvar tanto a satisfacer nuestro legítimo interés en formar una familia, cuanto al mantenimiento de la «fábrica social». Siendo ello así, y tratando de componer todos los intereses, cabría defender medidas que incentiven fiscalmente más la adopción internacional que la reproducción propia —ora natural, ora mediante técnicas de reproducción humana asistida— a partir del segundo hijo, por ejemplo. Claro que la justificación de semejante política no dejaría de tener una densidad moral muy alejada de esa neutralidad tan cara para los liberales. Algo que, creo, también habríamos de conceder a los quejosos conservadores. Y a los hegemónicos progresistas.

En dos semanas, más…

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