THE OBJECTIVE
Anna Grau

De 8-M en 8-M: vive y deja vivir

«A tod@s los que cada 8-M te ponen la cabeza como un bombo, o intentan convertir en una bomba de humo el sufrimiento de cualquier persona que se sienta marginada o desprotegida por su opción sexual, sexo o género, yo les diría que el feminismo es liberal o no será. Quizá porque lo que hay que hacer de verdad es dar el gran salto de feminismo a humanismo»

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De 8-M en 8-M: vive y deja vivir

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Parafraseando a Mario Vargas Llosa y su famosa frase -en qué momento se jodió el Perú…-, yo me pregunto: ¿en qué momento se convirtió el 8-M en una bomba de humo?

Si parece que fue ayer cuando yo quedaba de vez en cuando para comer con mi amiga y vecina de muchos años en Madrid, Lidia Falcón, a la que conocí haciéndole una entrevista sobre un atentado cometido por ETA en 1974 en una cafetería a escasos metros de la Puerta del Sol. Y de los sótanos de la Dirección General de Seguridad de la época, donde la propia Lidia acabaría encarcelada y torturada tras haber tenido etarras escondidos en su piso de Madrid, sin saberlo. Se los había metido de matute Eva Forest, la esposa de Alfonso Sastre, ambos turbulentos comunistas precozmente filoetarras, que no dudaron ni en pringar a amigos y conocidos en sus violentas aventuras, ni en denunciarlos a todos a la menor ocasión, así no tuviesen ni idea.

A mí siempre me fascinó la claridad expositiva -incluso brutal- con que Lidia Falcón te contaba todo esto, y el hecho de que ni así dudara de que la esencia del mal del mundo se concentraba a la derecha de todo, mientras que la solución sólo podía venir de la inmaculadísima gente de la izquierda. Sin centros y sin matices. Si ya digo que el primer día que me senté a entrevistarla va y me suelta: «Para mí la culpa de todo la tienen los fascistas, incluido el PP, que para mí son todos los del PP unos fascistas aunque no sea políticamente correcto decirlo». Y seguimos hablando a partir de ahí.

Cuando digo que Lidia Falcón y yo solíamos ir a comer, digo que, con todo el cariño y el respeto mutuo que siempre nos hemos tenido, ella me solía invitar para, entre otras cosas, llamarme al orden y casi echarme la bronca: «¡¿Pero, cómo puede ser que una mujer como tú, con voz en los medios de comunicación, con influencia, defiendas la gestación subrogada? ¿Y la legalización de la prostitución?!». En su opinión, yo estaba abducida por el capital, siempre agazapado para distraer a la mujer de sus verdaderos enemigos e intereses, y ya me iría enterando de lo que vale un peine…

También me solía echar en cara mi falta de músculo de izquierdas otra amiga y casualmente también vecina en Madrid, la escritora Lucía Etxebarría. Lucía siempre ha sido menos regañona y más irónica, más en la línea de, ya te darás cuenta, ya, de por dónde van los tiros…

Con todas estas doctas amistades, por lo que sea hace dos años me quedé sola como la una en un programa de la Sexta Noche denunciando el intolerable ataque al grupo de militantes y dirigentes de Ciudadanos en la manifestación del Orgullo Gay en Madrid. Les dijeron y les tiraron de todo (incluso meados a la cara, como se solían vaciar orinales al paso de los escarnecidos públicos en la Edad Media…), y la alegre pandi de periodistas y comentaristas más o menos de izquierdas que me rodeaban en el debate en cuestión se pusieron todos de acuerdo en considerar: a) que no había para tanto b) hombre, que si formas gobiernos con el apoyo de Vox, es que ya se sabe, si es que vas provocando…

Yo ya estaba más o menos acostumbrada a esta doble vara de medir, que por ejemplo provoca tsunamis de “sororidad” para defender a Irene Montero si alguien osa dudar de que esté donde está por estar con quién está, y en cambio un silencio casi sepulcral si llaman «puta» a Inés Arrimadas. O incluso a esta humilde servidora de ustedes.

Otro tanto sucedía y sucede en los 8-M cada vez más politizados, en el peor sentido, que hemos vivido en los últimos tiempos. Yo hace varios años que descreo de la vocación de unión de las manifestaciones del 8-M, no porque no me considere feminista (que lo soy en la práctica, sospecho, bastante más que otras que sólo lo son en teoría…), sino porque no me gusta que me empujen, me insulten o me den lecciones de canto para reivindicar la ¿igualdad?: «Feminismo liberal, ¡ridículo total!», chillaba y botaba entre otras acrisoladas socialistas doña Begoña Gómez…

Yo siempre he desconfiado de las etiquetas aplicadas a ciertas cosas, como desconfío de las «bioideologías», quiero decir, de las construcciones ideológicas que pretenden regular hasta el último detalle de la vida de las personas. «El feminismo es de izquierdas y anticapitalista o no será», te ponen la cabeza como un bombo, y se quedan tan panchas. O panchos. Como si mujeres no fueran todas, absolutamente todas, piensen lo que piensen y voten a quién voten (con permiso de las izquierdosísimas Margarita Nelken y Victoria Kent, que se opusieron al feminismo liberal de Clara Campoamor y por poco no consiguen retrasar durante décadas la aprobación del sufragio femenino en España…).

Otro día si quieren hablamos, con calma, de cómo y por qué el dogmatismo político e intelectual de la izquierda se ha desplazado de lo público a lo privado, de lo económico a lo vital, de la lucha de clases a la lucha de sexos. Haciendo un daño inmenso, en mi modesta pero desacomplejada opinión, a algo tan sensible, tan sufrido, tan obligadamente transversal, como es la defensa de los derechos de las mujeres -de TODAS ellas, sin discriminación de raza, condición o ideología-. No digamos si en el bombo ya entran las reivindicaciones de todo el movimiento LGTBI.

Quién les iba a decir, a mis queridas Lidia Falcón y Lucía Etxebarría cuando me regañaban y/o se reían de mí por ser poco marxista, poco dogmática o simplemente poco «enterada», que llegaría el día en que ellas acabarían, la una expulsada de Izquierda Unida y acusada ante la Fiscalía de Odio por «tránsfoba», y la otra condenada a linchamiento en Twitter acusada más o menos de lo mismo.

Si el debate feminista ya estaba bastante envenenado por el empeño de partidos políticos enteros en apropiarse en exclusiva la causa de las mujeres, la ponzoña se esparce y agudiza cuando trata de dar respuesta política, y sólo política, a retos tan formidables como los derechos de las personas trans, el encaje legal de unas visión más personalizada y fluida del género, la despatologización de la diferencia y, en resumen, una ensalada de derechos en pugna, a veces en conflicto, hasta el punto de degenerar fácilmente en ensalada de tiros si no se tratan con mucha prudencia, mucho respeto y hasta con mucho amor diría, a riesgo de pecar de cursi.

No es fácil conciliar feminismo clásico, que precisamente ha hecho de visualizar y positivizar la diferencia de género su piedra angular y su razón de ser, con una defensa integral del movimiento LGTBI, que exige poco menos que una revisión continua de todas estas categorías. Un@s se quejan de que se desviste un santo para vestir otro, que para defender a las personas trans se «borra» a las mujeres. Otr@s se quejan de que se intente imponer en los despachos, y hasta en los diccionarios, cosas que no se sostienen en el día a día de la realidad. Y así hasta el infinito.

Seguramente todo podría ser mucho más eficaz, sensato y sencillo, si se alcanzara un consenso general, una especie de pacto de Estado, incluso de pacto de Humanidad, para “sacar” estas cuestiones, no de la agenda política, pero sí de la de acoso y derribo de unas siglas contra otras. Si se buscara servir a los colectivos en lugar de cosificarlos y enfrentarlos entre sí. Si se volviera a aquello que cae por su propio peso, como cuando Clara Campoamor pedía en las Cortes simplemente dejar votar a las mujeres, sin preguntarles a quién iban a votar.

A tod@s los que cada 8-M te ponen la cabeza como un bombo, o intentan convertir en una bomba de humo el sufrimiento de cualquier persona que se sienta marginada o desprotegida por su opción sexual, sexo o género, yo les diría que el feminismo es liberal o no será. Quizá porque lo que hay que hacer de verdad es dar el gran salto de feminismo a humanismo. Para poder incluso estar en desacuerdo sin sacarnos los ojos o las ideas l@s un@s a l@s otr@s. La verdadera revolución es la vida: vivir y dejar vivir. Sin exclusiones y sin excepciones.

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