THE OBJECTIVE
Aurora Nacarino-Brabo

De la equidistancia

Una viñeta que se ha compartido bastante en redes sociales presenta a dos grupos de manifestantes enfrentados. A un lado, encapuchados al estilo del Ku Klux Klan muestran una pancarta: “Queremos matar a los negros”. Al otro, personas de aspecto corriente y gesto malhumorado exhiben otra: “Queremos derechos civiles”. Mediando en la disputa aparece un tercero, bienintencionado, para pedir que ambos grupos lleguen a un entendimiento.

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De la equidistancia

Una viñeta que se ha compartido bastante en redes sociales presenta a dos grupos de manifestantes enfrentados. A un lado, encapuchados al estilo del Ku Klux Klan muestran una pancarta: “Queremos matar a los negros”. Al otro, personas de aspecto corriente y gesto malhumorado exhiben otra: “Queremos derechos civiles”. Mediando en la disputa aparece un tercero, bienintencionado, para pedir que ambos grupos lleguen a un entendimiento.

Es una caricatura de algo que se produce con frecuencia en las democracias liberales: la corrupción de los principios de pluralismo y compromiso que resulta de llevarlos al extremo. La derivada de este fenómeno es el triunfo de la equidistancia, una plantilla ideológica que permite abordar las cuestiones políticas de forma cómoda, pero que soslaya los hechos para poner en pie de igualdad discursos de muy distinto pelaje moral.

Por supuesto, es deseable que en democracia los distintos competidores sean capaces de alcanzar compromisos. Pero esos compromisos deben suscribirse dentro de un marco de discusión delimitado por el pluralismo y el respeto a las reglas del juego. Cuando alguno de los competidores se sitúa fuera de estas coordenadas, el compromiso no redundará en beneficio del sistema, sino en su menoscabo.

Es precisamente en estos casos donde la aplicación del principio de equidistancia conduce a la perversión del debate político. En España, son las élites independentistas de Cataluña las que han decidido situarse fuera del marco de competición de la democracia liberal, desencadenando la mayor crisis constitucional en cuarenta años. Pero neutralizar su amenaza se hace más costoso cuando los opositores al nacionalismo han de afrontar, además, las llamadas al entendimiento, unas bienintencionadas, otras menos, de los predicadores de equidistancias. Y también las críticas de los que creen que a toda postura extremista corresponde adjudicar otra igual y contraria, como en la física newtoniana.

La aplicación del principio de equidistancia a la cuestión territorial ha desvirtuado cualquier aproximación crítica a la hipótesis nacionalista, dificultando la articulación de una alternativa a su proyecto excluyente. Lo hemos comprobado en frentes distintos, que van desde el sistema educativo a la organización territorial del Estado, pasando por el método de reclutamiento en la administración o los límites de la libertad de expresión.

En cuanto a la escuela pública catalana, el pujolismo logró imponer un modelo que durante décadas fue incontestado y hegemónico, hasta el punto de dejar de ser percibido como la propuesta de un partido nacionalista, burgués y conservador para identificarse con Cataluña. Ni la izquierda nacionalista ni la constitucionalista han planteado objeciones al modelo, que establece la inmersión lingüística en una de las dos lenguas propias de Cataluña, el catalán, para arrumbar la otra, el castellano.

Tras su irrupción política, Ciudadanos criticó el modelo para plantear un sistema educativo trilingüe, en el que el catalán conviviera con el castellano y el inglés. Es una propuesta razonable, que pretende tener en cuenta a todos los alumnos sin discriminarlos por su lengua materna, y que refuerza la presencia del inglés, imprescindible para ofrecer oportunidades a nuestros jóvenes en la era global. Es también una iniciativa que se ajusta mejor a las preferencias de los catalanes.

Sin embargo, el cuestionamiento de la inmersión lingüística es tachado desde las posiciones equidistantes como extremista y provocador. Pero el juicio se basa en una falsedad. Si en un extremo se sitúan los partidarios de que el catalán sea la lengua hegemónica en la escuela, en el otro debieran ubicarse los defensores de la uniformidad castellanoparlante. Si el primer planteamiento da cuenta de la realidad, el segundo no tiene portavoces. Así, lejos de constituir el polo antitético del modelo de inmersión nacionalista, el trilingüismo representa una síntesis intermedia e inclusiva entre dos ideas excluyentes, una realizada y otra solo hipotética.

Algo parecido sucede con el sistema de reclutamiento de los trabajadores de la administración pública. Cuando Ciudadanos ha planteado un modelo que no excluya a los no catalanoparlantes, pero en el que hablar catalán cuente como mérito, los adalides de la connivencia y la equidistancia se han apresurado a tachar de extremista la propuesta. Sin embargo, lo opuesto a un modelo que solo valora el catalán habría de ser otro que solo tuviera en cuenta el castellano. En cambio el planteamiento de Ciudadanos sigue concediendo ventaja a los trabajadores catalanoparlantes, pero permite una síntesis con mayor vocación inclusiva.

Cuando se trata de debatir la organización territorial, uno pensaría que, siendo un extremo la reivindicación independentista, el otro habría que situarlo en una demanda centralizadora. La realidad es que hoy todo el nacionalismo es independentista, mientras que nadie en las filas constitucionalistas ha planteado un movimiento recentralizador. Todos los partidos constitucionalistas defienden el estado de las autonomías y son partidarios de alguna fórmula de organización federal. Así, ambas posturas, la separatista y la autonomista, no pueden representarse como los extremos equidistantes de un centro virtuoso.

El último ejemplo de fervor equidistante lo vivimos estos días, en los que ciudadanos anónimos han comenzado a retirar los lazos amarillos que en Cataluña invaden el espacio público. Los más tibios han puesto a los eliminadores de lazos en pie de igualdad con los colonizadores, pero hay quien va más allá, opinando que quitar un lazo es mucho peor que ponerlo. De nuevo, el extremo contrario a la colocación de símbolos políticos excluyentes debería tener correspondencia en la colocación de símbolos políticos excluyentes de signo opuesto. No se puede trazar una equidistancia entre quienes creen que el espacio público debe servir de expresión de un proyecto político inconstitucional y quienes se conforman con la neutralidad de sus playas, sus plazas, sus instituciones y su mobiliario urbano.

No obstante, hay quien considera que retirar lazos amarillos es un atentado a la libertad de expresión, y que sería mucho más civilizado que los ciudadanos no nacionalistas respondieran con la colocación de sus propios símbolos. Da cuenta del nivel de chaladura que está alcanzando la cosa. Si un pasajero se subiera al metro escuchando el Cara al sol a todo volumen y otro le pidiera que usara unos auriculares, ¿estaría haciendo el primero un uso adecuado del espacio público y el segundo violentando su libertad de expresión? ¿Encontraríamos más razonable que el segundo respondiera con La internacional pasada de decibelios? ¿Sería aquel espacio público, estridente y cacofónico, más cívico que un vagón de metro silencioso?

Estas y otras preguntas igual de disparatadas son las que los opositores al independentismo se ven obligados a responder cada día en Cataluña.

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