THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Democracia y excepción

«Durante aquellos infaustos meses de la primavera pasada, los ciudadanos de este país no sólo sufrimos, según sabemos ahora, una suspensión de derechos fundamentales sino que también vimos lesionada nuestra representación parlamentaria»

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Democracia y excepción

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Al principio de la pandemia, el filósofo italiano Giorgio Agamben se apresuró a denunciar que las restricciones de derechos fundamentales impuestas para combatir el virus suponían la confirmación de su teoría según la cual el estado de excepción se había convertido en la forma de gobierno habitual en las democracias del siglo XXI, minimizando de paso el peligro verdadero de la nueva enfermedad, un error de juicio por el que mereció severos reproches, por ejemplo de colegas como Jean-Luc Nancy. Como tantos otros en aquellas primeras horas oscuras, entre ellos bastantes científicos, no hay duda de que Agamben tocó el violón, pero ello no invalida en absoluto su investigación en torno a la historia del estado de excepción en el derecho y la filosofía, la más seria y ambiciosa que se ha hecho en las últimas décadas y a la que ahora, dadas las circunstancias, no nos queda más remedio que volver.

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional, que ha invalidado el primer estado de alarma decretado por el Gobierno de Sánchez en marzo del año pasado, así como la controversia jurídica con que se ha gestado, invitan a pensar en la cuestión de fondo que subyace al problema y que Agamben estudió con detalle en el segundo volumen de su obra magna, Homo sacer, titulado precisamente Estado de excepción (2003). Durante aquellos infaustos meses de la primavera pasada, los ciudadanos de este país no sólo sufrimos, según sabemos ahora, una suspensión de derechos fundamentales sino que también vimos lesionada nuestra representación parlamentaria. El Constitucional considera que el Gobierno debería haber solicitado un estado de excepción, que requiere una autorización previa del Congreso así como un mayor control parlamentario. Se recordará, además, que en aquellos días de marzo las dos cámaras decidieron suspender su actividad, con la sola oposición de Cayetana Álvarez de Toledo, entonces portavoz del grupo popular, que dijo aquello de que «el Congreso no se cierra ni en guerra». Poco tiempo después, Felipe González, en un artículo titulado «El interés general y el papel del Estado», publicado en El País, denunciaba lo mismo: «El pluralismo político está representado en el Parlamento y no tiene sentido que esté paralizado». A muchos nos sorprendió que en aquel momento fueran tan pocas las voces autorizadas que denunciaran aquella anomalía sin precedentes.

Como los personajes de Kafka, los ciudadanos que entonces sufrimos un encierro que acaba de ser declarado ilegal, descubrimos estupefactos que somos objeto de un derecho que ya no se practica sino que tan sólo se estudia. El derecho en estado de excepción se ha convertido de pronto en una figura espectral con la que nos distraemos como si fuéramos niños que utilizan un viejo gramófono como juguete. ¿Qué está pasando para que una democracia descubra al cabo de un año que el estado de alarma no fue tal? ¿Y cómo podemos reclamar que se nos repare la injusticia cometida? ¿Qué queda, en realidad, de la democracia representativa cuando la suspensión de derechos tan sólo se impugna de forma retroactiva? Quizá sea verdad que el estado de excepción, como sostiene Agamben, se está convirtiendo en la regla, hasta tal punto que ya ni siquiera nos damos cuenta de ello. Según el Gobierno, además, estamos vivos gracias a esa ilegalidad, de tal manera que la suspensión del derecho se relaciona con la salud y la supervivencia, en contra de la finalidad para la que fue creado.

En su estudio, Agamben analiza con detalle la teoría del estado de excepción tanto en la obra de Carl Schmitt como en la de Walter Benjamin, dos visiones en muchos aspectos antitéticas y complementarias. Como se sabe, Schmitt fue uno de los juristas del Tercer Reich, azote de la República de Weimar, mientras que Benjamin desarrolló su irreductible pensamiento con elementos derivados del marxismo, la teología, la hermenéutica y la filosofía. Schmitt fue el gran teórico de la soberanía y de su Entscheidung, la decisión como forma de poder absoluto, opuesta al poder consensuado y constituido de Hans Kelsen. En su Teología política (1922), Schmitt sostiene que «soberano es aquel que decide el estado de excepción» y, en su crítica al Estado de derecho, califica de «ficticio» al estado de excepción que pretende mantener ilusoriamente las libertades individuales. Por su parte, Benjamin lleva el problema, como siempre, a un ámbito mucho más complejo y turbador. En El origen del drama barroco alemán (1928), el pensador judío no presenta al soberano como un sustituto de Dios sino como un príncipe que ya no es capaz de elevar la tierra a un más allá redimido sino tan sólo a un vacío, a una «escatología blanca». En palabras de Agamben, si en Schmitt el estado de excepción se concibe como «milagro», en Benjamin no es sino «catástrofe». Igual, podríamos añadir, que en Shakespeare, algunas de cuyas tragedias, sobre todo El rey Lear, constituyen la dramatización de esa misma excepción catastrófica.

Por todo ello, Benjamin, muchos años más tarde y ya con el nazismo pisándole los talones, pudo afirmar, en la octava de sus Tesis sobre filosofía de la historia (1942), que «la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en que vivimos es la regla», con lo que venía a inferir que el poder estatal ya era sólo un espacio de anomia en el que el estado de excepción aparecía como el espectro de la ley suspendida. El debate que se ha generado en el seno del Tribunal Constitucional estos días, así como su escandalosa demora en pronunciarse, ponen de manifiesto la insuficiencia de la ley con respecto a las emergencias que están conociendo las democracias representativas en nuestra época. La pandemia no ha hecho más que resaltar esas tensiones, constantes desde hace décadas en la política de Occidente. Si tomamos, por ejemplo, el caso de los indultos, veremos cómo al final el castigo impuesto por el Estado de derecho contra unos sediciosos que quisieron privilegiar su dret a decidir –la Entscheidung schmittiana– por encima de la Constitución –el consenso kelseniano–, ha sido suspendido por un presidente de Gobierno que ha actuado como soberano, en contra del criterio del Tribunal Supremo y de la Fiscalía, decidiendo la excepción para exonerar a aquellos que también intentaron decidir la excepción. («El ple és sobirà», «el pleno es soberano», gritaba Carme Forcadell aquellos oprobiosos 6 y 7 de septiembre de 2017). En medio y entre tanto, ha quedado desacreditado el sistema de salvaguarda que el derecho intentaba custodiar. De la misma manera, ahora, después de la sentencia sobre el estado de alarma, el presidente envía a sus ministros a denostar al Tribunal Constitucional. Parece mentira que una de las pocas ministras serias de ese gabinete, Margarita Robles, que además es juez en excedencia, pueda reprochar a sus colegas que hagan «elucubraciones doctrinales»; en vez de obedecer al soberano sin rechistar, se supone.

El fenómeno, por supuesto, no es exclusivo de España. En el Reino Unido vimos cómo Boris Johnson intentó cerrar la Cámara de los Comunes para consumar sin incordios el Brexit, que en el fondo fue otra variante de la Entscheidung schmittiana. Y en Estados Unidos, hace pocos meses, un presidente perturbado animó a las masas a tomar el Capitolio, provocando un transitorio estado de excepción que ha sido muy lesivo para la democracia de ese país. La erótica de la excepción es recurrente en las sociedades del siglo XXI, sometidas a constantes urgencias sanitarias, climáticas, migratorias y nacionalistas. En nombre de la seguridad y de la salud, las libertades y la representación son un estorbo. El propio Sánchez, en octubre pasado, pidió y consiguió seis meses más de presunta alarma sin control parlamentario. Poco a poco, todos nos vamos acostumbrando a la excepción. La estructura legal que la modernidad laica e ilustrada inventó para salvarnos de la catástrofe que se abrió en el cielo parece estar acogiendo aquel mismo vacío en el seno de las democracias liberales, de pronto paralizadas ante una nueva decisión que no se sabe de dónde viene ni qué está dictando.

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