THE OBJECTIVE
Álvaro del Castaño

Desde mi ventana: El sabio puede cambiar de opinión. ¿Y el necio?

«Somos mundos distintos que no se tocan. Esto no es sano, y no tendrá un final feliz»

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Desde mi ventana: El sabio puede cambiar de opinión. ¿Y el necio?

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Churchill. Siempre vuelvo a Churchill en estas horas tan oscuras.

Acabo de volver a ver la película Darkest Hour, de Joe Wright. Protagonizada por un superlativo Gary Oldman, analiza la figura del genio político inglés en los inicios de la segunda guerra mundial. El futuro del Reino Unido estaba en una encrucijada: amansar a la bestia nazi (el tan famoso appeasement) y buscar un cobarde acuerdo abandonando a Europa, o enfrentarse a una devastadora e impopular guerra contra el formidable, temible y muy superior ejercito teutón. Era la terrible elección entre una posible paz maldita, o el sufrimiento seguro, pero con la esperanza de salvación. Es extraordinario observar el comportamiento del gran estadista británico frente a todas las presiones, nadando contracorriente, siendo único y distinto. Primero decide negociar, para luego cambiar de opinión: «Quien no es capaz de cambiar de opinión no es capaz de cambiar nada». Repleto de defectos, probablemente alcohólico y anárquico, políticamente incorrecto y seguramente genial. Líder ante todo. Churchill cambia de opinión sin pudor en los momentos mas difíciles. Es valiente. Dios mío, ¡qué contraste con la actualidad que nos rodea!

Reflexiono sobre la película y me sorprende lo mal visto que está en nuestra sociedad cambiar de opinión. Me da pavor lo absolutamente convencidos (yo incluido) que estamos todos de nuestras propias opiniones. Me sorprende cómo desestimamos las opiniones de los demás. Me apena cómo solamente se lee lo que nos da la razón. Echo de menos los contrastes de opinión, comprar varios periódicos de distinta ideología, pero con articulistas de calidad. Anhelo los verdaderos debates de televisión en la televisión publica (los más veteranos recordarán La Clave, en TVE), sin amaños, con participantes bien informados y de primer nivel que educaron una generación en la tolerancia. Recuerdo que las opiniones de los que no pensaban como yo me hacían dudar, me incitaban a la reflexión. Echo de menos las tertulias constructivas con amigos de distinto signo político, cuando no existían los populismos. Quiero seguir evolucionando intelectualmente, leyendo a gente más inteligente que yo y analizando sus opiniones. El debate es sano, la duda te hace crecer.

Ahora, desgraciadamente, pese a vivir en un mundo global, con toda la información y la opinión posible a golpe de un simple clic, se ha producido el fenómeno contrario: cada vez se profundiza menos y se contrastan menos opiniones. Como diría Francisco Calvo Serraller (El País, 30/01/2018), «en relación con el mundo actual, que simplifica las formidables posibilidades de pensamiento heredadas del pasado solo para su usufructo en calderilla…». Solo se lee lo que está acondicionado a nuestras opiniones, únicas e inamovibles. Solamente hay eslóganes, poca profundidad, cero análisis. Mucho totalitarismo ideológico imponiendo las nuevas religiones del postureo. Impera la cultura de la cancelación, donde no se puede tener opiniones contrarias de buena fe que choquen contra los dogmas progresistas. Como afirmaron los 150 intelectuales que firmaron el manifiesto, publicado en Harper’s Magazine este año: «El intercambio libre de información e ideas, la columna vertebral de las sociedades liberales, está cada día más restringido… la censura se está expandiendo en nuestra cultura: la intolerancia ante ideas opuestas, la nueva moda de humillar y condenar al ostracismo a figuras públicas y la tendencia a simplificar problemas políticos complejos en una sola verdad moral cegadora».

Pero parte de este error viene de nosotros mismos sin darnos cuenta. Somos responsables de este aislamiento por culpa de la inteligencia artificial. Al ir seleccionando likes y generando predilecciones tecnológicas para seguir perfiles en las redes sociales, solamente nos exponemos a nuestras propias y acolchadas corrientes de opinión. Se han abierto trincheras entre bandos, y hay poca fluidez, poco trasvase de ideas. Hemos construido un muro infranqueable. Somos mundos distintos que no se tocan. Esto no es sano, y no tendrá un final feliz.

Ahora creo en la continua construcción de nuestro intelecto, planteando  -como método- la pregunta maldita: ¿y si son los otros los que tienen razón? Atreviéndonos a intentar entender de dónde surge el punto de vista opuesto al nuestro es como se consigue analizar los temas y llegar a profundas conclusiones. Siempre recuerdo una viñeta en la que dos personas, situadas una enfrente de la otra, observan el suelo que les separa donde hay pintado un número. El número no es único si lo vemos desde la perspectiva de Dios, es un 9 pero también puede ser un 6. En la viñeta, uno de los protagonistas, desde su propia perspectiva, ve el 9, y otro, sin embargo, solamente ve el número 6. Ambos no tienen ninguna duda de lo que ven. Es algo objetivo y sin discusión. Ambos gritan su numero al cielo, enfurecidos. ¿Quién tiene razón? Los dos la tienen. Porque si los personajes del dibujo cambiasen de puesto, y pasasen a ocupar el lugar del otro, verían otra realidad, y cambiarían de opinión.

Leyendo la historia de Anthony Blunt, His Lives (Miranda Carter, Pan Books), que narra la historia del famoso académico e historiador ingles, homosexual y espía doble al servicio de los soviéticos, me pregunto cómo es posible que una generación entera pudiera embarcarse en el marxismo pro-soviético y luego, sin embargo, cambiar de opinión. El libro me hace comprender por qué el marxismo logró intoxicar a una generación entera a principios del siglo XX. Incluso, puedo llegar a entender que podía ser romántica la utopía igualitaria en una sociedad de enormes diferencias socioeconómicas, educativas y culturales. Observo, desde cierta perspectiva ingenua, que estos espías pudieran traicionar a su país, transmitiendo información para los soviéticos. La emergencia del comunismo marxista frente al fascismo como única fuerza capaz de derrotarlo hacía que muchos jóvenes desafectos con la realidad, progresistas en sus convicciones, pensasen que los conservadores y liberales no tenían recetas para solucionar los problemas de su tiempo. Ser marxista podía ser un acto lógico dentro de los hechos que estaban ocurriendo en esos momentos. Solo un gran y temible estado podía hacer frente al fascismo, y muchos jóvenes burgueses cayeron en su trampa. Era la fuerza emergente, en principio solidaria, aparentemente esperanzadora de un régimen en un mundo en que los valores ultraconservadores de la sociedad parecía que no tenían solución para los problemas de su tiempo.

La gran decepción para la mayoría vino luego, cuando la utopía se encontró con la realidad del totalitarismo, su violencia, su fracaso económico, sus nuevas clases internas (recordemos Rebelión en la granja de Orwell), y el desastre absoluto del sistema. Muchos de estos jóvenes en todo el mundo abandonaron el comunismo con el tiempo, cuando la realidad se impuso, y terminaron recalando en la derecha. Cambiaron de opinión. Ahora son los peores enemigos del marxismo, puesto que vienen de él.

Con esto no quiero decir que no tengamos que tener firmes opiniones y profundas creencias políticas y religiosas, todo lo contrario. Me llenan de tranquilidad mis férreas convicciones, cuando he llegado a ellas desde la duda. Y me admiran las almas y los intelectos que reposan sobre sólidos pilares. Creer es parte del ADN del ser humano y ha sido el motor de nuestra sociedad. Pero al proceso de cambio no hay que tenerle miedo, porque también es un impulso clave para que todo lo bueno siga igual. Contra todo pronóstico, es el cambio, la evolución permanente, lo que representa el mayor motor de conservación.

Decía mi admirado, y ahora santo, John Henry Newman (célebre cardenal católico británico recordado por su valentía por su cambio de fe, y envidiado por su intelectualidad), que «en un mundo superior puede ser de otra manera, pero, aquí abajo, vivir es cambiar y ser perfecto es haber cambiado muchas veces».

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