THE OBJECTIVE
Pilar Marcos

Destrucción versus reconstrucción

«No es impensable, si Italia empieza a ir bien, una imprevista moda de la tecnocracia»

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Destrucción versus reconstrucción

Yara Nardi | Reuters

Miércoles 17 a media tarde. Un buen amigo envía el discurso de investidura que acaba de pronunciar Mario Draghi en el Senado italiano. Cuando empezaba a leerlo arrancó el zumbido de los helicópteros policiales que vigilaban la violenta algarada que esa noche iba a cebarse con la Puerta del Sol. La noche anterior, el martes, ya habían estado destrozando Barcelona. Y en los días siguientes han esparcido su descerebrada devastación por demasiadas ciudades españolas, siempre con Cataluña como epicentro de sus estragos.

Mientras Italia exhibía experiencia, ortodoxia, prestigio y europeísmo para reconstruir el pujante liderazgo perdido, aquí asistimos impávidos a la destrucción que acompaña a una larvada lucha de poder entre dos socios de Gobierno; una pelea que usa como tramoya las barricadas levantadas con la extravagante excusa de un niñato pijo, tan destructivo como insignificante, que se hace llamar Hasél.

Mientras Draghi recababa en Italia una amplísima mayoría con una defensa de la responsabilidad, y de la política como «deber de ciudadanía», aquí los portavoces del partido de la peor mitad del Gobierno de España -y sus allegados- justificaban el fuego y la destrucción de los pandilleros de la ruina con el mendaz argumento de una libertad de expresión que deberíamos garantizarle a los violentos, cuando son de extrema izquierda. En la multipartidista Italia, seis partidos enfrentados de todo el arco parlamentario votaban a un prestigioso tecnócrata, ajeno al Parlamento, para «iniciar una Nueva Reconstrucción» que recupere la pujanza para Italia tras el enorme daño causado por la COVID-19[contexto id=»460724″]. En la multipartidista España sufrimos la destrucción sin que se vislumbre opción alguna a la reconstrucción.

El hombre del whatever it takes para salvar el euro logró el miércoles, en el Senado de la multipartidista Italia, el respaldo de 262 parlamentarios, con solo 40 votos en contra y 2 abstenciones. Y el jueves, en la Cámara de Diputados, ese gentleman tan elitista como ajeno a los partidos, que ni ha pedido ni se ha sometido al veredicto de las urnas, obtuvo 535 votos a favor, frente a 56 en contra y 5 abstenciones. Dos apabullantes mayorías parlamentarias para que el whatever it takes de Draghi impida que Roma se descuelgue del centro de decisión Berlín-París de la Europa post-pandemia. No en vano son tres países fundadores de las Comunidades Europeas tras la II Guerra Mundial.

El plan es muy distinto en la multipartidista España. Se da por descontado que Europa está p’ayudar; que Bruselas enviará sus carromatos de euros sin mirar demasiado a qué los dedica nuestro Gobierno, y que, si la impericia y los excesos de una pésima gobernanza hacen intragable el engrudo para la estabilidad del euro, también será la UE quien dicte la solución. Nadie piensa en un Mario Draghi, ni en un Gobierno que combine tecnocracia, en los puestos clave, con la más amplia diversidad partidaria en lugares discretos del Consejo de Ministros; pero son silente multitud los que sueñan con una venturosa epifanía de hombres de negro aterrizados desde Bruselas para reparar lo que no somos capaces de afrontar. Oiga, arréglense ustedes que ya son mayorcitos.

A Draghi no le han votado los italianos en las urnas: cierto. Y una solución Draghi es impensable… y mejor que sea imposible en la tensionada España: aún más cierto. Pero merece la pena leer las pocas páginas de su sobrio discurso de investidura; es un texto de la mejor política. Repasar su apelación a la responsabilidad nacional, a la política como deber cívico, al espíritu de sacrificio de la nación, al amor a Italia de sus ciudadanos, a la épica de superación tras la II Guerra Mundial como modelo, y a la unidad política para responder a objetivos tan perentorios como ineludibles. ¿Qué objetivos? Pues luchar contra la pandemia y superar la crisis económica; hacer frente al creciente desempleo y al aumento de la desigualdad que ha acentuado el virus; atender a los nuevos pobres y asumir la destrucción de demasiadas empresas; mejorar la formación de los alumnos para que sean competitivos en un mundo global; promover la igualdad de oportunidades de las mujeres evitando la «trampa farisea» de las cuotas; eliminar todo el gasto público improductivo y utilizar inteligentemente hasta el último euro de los 210.000 millones de fondos europeos que corresponden a Italia en los próximos seis años para «mejorar el crecimiento potencial» de su economía.

Merece la pena leerlo y, a la vez, poner de fondo, y en bucle, las imágenes de los estragos y saqueos que sufren desde el martes Barcelona, Gerona, Madrid, Valencia, Pamplona, Bilbao… a manos de esos vándalos que, con tanto mimo, se esfuerzan por comprender la extrema izquierda y los separatistas. Leerlo sin olvidar que el Gobierno de Draghi puede fracasar. Claro que puede fracasar en un mundo de vendedores de tuits como humo inmediato. Es el tercero de la legislatura que los italianos iniciaron en 2018 y su oferta es de «sacrificios» para «entregar un país mejor y más justo a nuestros hijos y nietos».

Puede fracasar o, si triunfa, puede desatar un inesperado afán de emulación, por imposible que hoy parezca. No es impensable, si Italia empieza a ir bien, una imprevista moda de la tecnocracia. En algún momento se hará visible el hartazgo que producen los Gobiernos de aventureros e irresponsables. No es imposible que la gente empiece a preguntarse dónde están los altos funcionarios, dónde los profesionales de prestigio captados para la política tras haber acreditado una relevante trayectoria, dónde los aburridos cabeza de huevo que antaño copaban los puestos de alta responsabilidad. No es impensable que la fragmentada España decida en algún momento mirar con envidia a la compleja Italia, o a la izquierdista pero ortodoxa Portugal, o a la lejana y ahora próspera Chequia, incluso a Grecia… y luego eche un vistazo al indescriptible Gobierno de Sánchez-Iglesias y exclame: ¡Qué hemos hecho para merecer esto!

¿Qué hemos hecho? Pues elegir la destrucción sobre la reconstrucción. A todos los niveles. Sin más.

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