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Juan Manuel Bellver

Días felices en el Manteca

«Como Kennedy cuando se autoproclamó berlinés de adopción en un discurso sonado, me siento y me sentiré siempre un poco gaditano»

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Días felices en el Manteca

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La última vez que fui al Manteca había una cola que llegaba casi hasta el cruce de la calle Jovellar. Dicen que en Cádiz son exageraos, pero… ¿quién esperaría media hora, en fila india, para conseguir un fino con unos chicharrones? No crean que había guiris en lontananza –esos esaboríos aguantan cualquier inclemencia para decir que han visitado un lugar emblemático–, sino que eran las restricciones del estado de alarma debido a la dichosa pandemia.

O sea, que ni el barrio de La Viña, ni la mismísima Playa de La Caleta se salvaban de las limitaciones de aforo, la distancia de seguridad y las coloridas mascarillas. Pepe Manteca, tabernero de pro fallecido en la madrugada del viernes de San José, a los 86 años, se habría tomado a guasa semejante cola frente a su local y hasta le habría pedido a su amigo Antonio Burgos que escribiría unas estrofas alusivas para una chirigota del carnaval.

Ya no será lo mismo ir con el maestro Rancapino o con el viñador rebelde Fernando Angulo a esta diminuta taberna, llena de recortes de prensa, fotos taurinas y recuerdos flamencos, a pedir un aperitivo servido sobre papel de estraza antes de enfilar el camino a El Faro de Cádiz para comer las mejores tortillitas de camarones de la ciudad. Se ha ido un personaje socarrón y entrañable, que era más gaditano que la piriñaca y el tanguillo, más caletero que un atardecer malva con viento de poniente, guitarras y costo.

José Ruiz Calderón, que fue su verdadero nombre, llevaba casi 70 años regentando este almacén de vinos en el corazón del barrio más golfo de la Tacita de Plata. Cuenta su biografía que quiso ser torero, pero recibió más cornadas que ovaciones y vueltas al ruedo. Así que terminó haciéndose tendero y luego tabernero. Por Casa Manteca han pasado, desde 1953, todas las figuras del cante jondo y del noble arte del capote, pero también políticos, intelectuales, buscavidas de todo pelaje y un par de reyes de España.

En el libro Escrito con tiza: memorias de Pepe Manteca (2004), los periodistas Francisco Javier Orgambides Gómez y José María Otero Lacave cuentan la historia de un chiquillo nacido en La Viña en 1934 y crecido en un ambiente de tienda de ultramarinos que no quería estudiar, prefiriendo las peleas de gallos y soñando con hacerse matador.

Matriculado en una escuela taurina que había en la calle Mateo de Alba y que dirigía, por aquel tiempo, Manuel Jiménez Chicuelín, Pepito debutó pronto con el capote en becerradas y tientas de provincia y hasta llegó a tener cuadrilla propia. «Su afición le llevó a Madrid para abrirse camino como novillero. En una pensión de la calle Fuencarral compartió jornadas, entre otros, con los toreros Miguelín, El Coli y Bojilla. La falta de suerte y dos graves cogidas, en Valdepeñas y Pedro Abad, acabaron con su carrera taurina sin llegar siquiera a tomar la alternativa y le obligaron a regresar a Cádiz para trabajar en el almacén de su padre», recuerda Otero Lacave en el Diario de Cádiz. «Quiso probar fortuna en Alemania, pero aquello no estaba hecho para Pepe. Empleado en un hotel rural, contaba que el primer día, muerto de frío, le dieron 500 zapatos para sacarles brillo. Así que, a la primera nevada importante, decidió dar por finalizada su etapa alemana y cogió la maleta para regresar definitivamente a Cádiz y trabajar como guarda del matadero de ganado».

También probaría suerte nuestro hombre con la exportación de gallos de pelea a Puerto Rico o a los Estados Unidos. En uno de aquellos viajes, fue detenido por el FBI en el control de aduanas de Miami: «Creí que me moría. Me llevaron a un cuarto para interrogarme porque habían encontrado algo sospechoso en mi equipaje. Se trataba de las medicinas que llevaba para los gallos. Yo, venga a decirle a los agentes que kikirikí, pero no entendían. Cuando llegó el intérprete se aclaró todo. Luego me hice amigos de los policías y hasta nos fuimos a tomar unos vasitos», solía contar.

Así era el Manteca y por eso ha pasado a la historia de su ciudad como uno de esos super-héroes de barrio a los que cantaba Kiko Veneno en su mejor disco y que Julio Molina Font retrata a su manera en el inenarrable libro Personajes populares y singulares de Cádiz en el último siglo (2019). Ahí están Manolo el Aviador, el Cojo Peroche, El Beni, El Cubanito, Pepín de Casa Crespo, Los Pimpis y, por supuesto, Pepe Manteca. En la memoria colectiva de los gaditanos, un limpiabotas que terminó convertido en piloto aéreo se codea con el hijo de aquel pescador que vendía el género entonando coplas flamencas, el comerciante de animales exóticos de origen incierto o un vendedor ambulante de cigarros supuestamente cubanos, que escondía en las cajas de vegueros paquetes de preservativos prohibidos durante el Franquismo.

Cádiz, «novia del aire», como gustaba describirla José María Pemán, tiene la gracia libertaria y la poesía encanallada que le han dado siempre sus peculiares habitantes. Y José Ruiz Calderón era, huelga recordarlo, un gaditano excepcional con una personalidad particular: «serio y formal en el trato, tímido y muy ceremonioso, tenía la gran virtud de tratar a todos los clientes por igual y sólo se alteraba cuando entraba por la puerta el diestro Curro Romero», reza uno de los obituarios que le han dedicado este fin de semana los medios locales.

«Para triunfar en la vida hay que tener un barril de trabajo y esfuerzo y una cucharadita de suerte. Y la cucharadita de suerte que me faltó en el toreo me ha llegado en este almacén», recordaba Pepe refiriéndose a cuando abrió Casa Manteca en la esquina del Corralón de los Carros y San Félix.

Casado con Mai Fabrellas, que le dio tres hijos que ahora regentan el negocio, se ha escrito recientemente de él que «retrataba a la perfección a una ciudad en la que el cante y los toros, las riñas de gallos y las reuniones y partidos de mus en torno a una copa de vino, son señas de identidad de una época que poco a poco va perdiéndose«.

«Las ciudades son su historia, las gestas de sus héroes, los gestos de su mentalidad colectiva, sus tradiciones, sus ritos, su habla, las campanas de sus torres o la luz de sus atardeceres. Pero, sobre todo, sus hombres, y la memoria que la propia ciudad tiene de ellos”, proclamaba Antonio Burgos en 2006, durante la presentación de Escrito con tiza«.

Yo he crecido en Madrid, he vivido en París y tengo casa en Lisboa. Me considero europeísta y ciudadano del mundo. Pero también, como Kennedy cuando se autoproclamó berlinés de adopción en un discurso sonado, me siento y me sentiré siempre un poco gaditano. No sólo porque mi madre hubiera nacido en San Fernando o porque mi bisabuelo francés –natural del Marne, tierra de Champagne– esté enterrado al lado de Camarón. Me siento gaditano porque Cádiz, la ciudad y la provincia, son –como Provenza y pocos sitios más– un estado de ánimo y una forma de vida.

Sin el Manteca nos quedamos todos un poco huérfanos. Pepe solía hacer verónicas tras la barra con su mandil almacenero. Los buenos toreros saben –y él nunca dejó de serlo– cuándo ha llegado la hora de retirarse. El Ayuntamiento ha decretado un día de luto oficial y ha colocado el pendón de la Casa Consistorial a media asta, en señal de duelo. Ayer, el alcalde, José María González Kichi, anunció que su equipo de gobierno va a proponer que se le nombre Hijo Predilecto a título póstumo. En el corazón de los gaditanos, ya era el obispo del Corralón…

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