THE OBJECTIVE
David Mejía

Distopías políticas: el arte de satanizar al adversario

La semana pasada Keith Kahn-Harris publicó un interesante artículo en The Guardian titulado : «Negacionismo: lo que impulsa a las personas a rechazar la verdad». Las personas mentimos, pero no todas las mentiras son iguales. A veces mentimos por la benévola intención de no ofender, y otras tantas lo hacemos por descarado interés. Y sí, también nos engañamos a nosotros mismos.

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Distopías políticas: el arte de satanizar al adversario

La semana pasada Keith Kahn-Harris publicó un interesante artículo en The Guardian titulado : «Negacionismo: lo que impulsa a las personas a rechazar la verdad». Las personas mentimos, pero no todas las mentiras son iguales. A veces mentimos por la benévola intención de no ofender, y otras tantas lo hacemos por descarado interés. Y sí, también nos engañamos a nosotros mismos. Podríamos incluso decir que el autoengaño es imprescindible para mantener cierta estabilidad mental. Sin embargo, advierte Kahn-Harris que este autoengaño de ámbito privado puede tornarse peligroso cuando se convierte en dogma público, es decir, en negacionismo. Y mientras que la negación rehúye la verdad, el negacionismo construye una verdad nueva. El autor lo define como «una mezcla de duda corrosiva y credulidad corrosiva». Se cree en la conspiración, se duda de todo lo demás.

Los actores de la escena política española parecen vivir en una realidad distópica, similar a la que apunta Kahn-Harris: al adversario se le percibe como un leviatán, con una maléfica agenda, por eso se le difama o se le sitúa en un marco que lo deslegitima. Por ejemplo, los portavoces del partido Ciudadanos no dejan de referirse a Pedro Sánchez como “Presidente interino”, al tiempo que le imputan no haber sido elegido por “la gente”. Ciudadanos, que tan pretorianamente exige la defensa de las reglas del juego democrático, cae en la negación: Sánchez es el legítimo Presidente del Gobierno y no es democráticamente saludable diseminar la idea contraria. Tampoco lo es atribuir al Gobierno una agenda oculta, donde la liberación de terroristas y la acogida de inmigrantes será indiscriminada, como ha hecho el Secretario General del Partido Popular, Pablo Casado, afirmando que “España no puede absorber a los millones (sic) de africanos que quieren venir a Europa”.

Por su parte, el Partido Socialista, y en especial el PSC, ha comenzado una campaña de difamación de Ciudadanos cuyo fin es que el imaginario político colectivo sitúe al partido en la extrema derecha. Algún diputado ha llegado a decir en Twitter que Albert Rivera y Pablo Casado competían por ser el Salvini español. Nadie que haya cotejado el programa político de Ciudadanos o del PP, o escuche las declaraciones de sus portavoces, puede afirmar que se trate de partidos de extrema derecha, pero el objetivo de estas campañas no es otro que desvirtuar al adversario. En España hay mucho sediento de fascismo dispuesto a abrevar en cualquier charco.

Evidentemente, hay cientos de ejemplos más, en todas direcciones. Y quizá lo de menos sea entrar a discutir si se trata de autoengaños convertidos en dogma público, como advertía Kahn-Harris, o de mentiras de toda la vida. Lo importante es que esta serie de reprobaciones infundadas demuestran que los políticos prefieren ver descalificado a su adversario antes que enfrentarse a él. Así se explica que en España la disputa de ideas brille por su ausencia. Todos los partidos prefieren ver gigantes donde hay molinos. No existe duelo dialéctico, ni confrontación constructiva. Los políticos vocean contra animales mitológicos y hombres de paja, y refutan programas inexistentes. Sólo saben enfrentarse dialécticamente a la caricatura que han forjado de sus rivales.

No estaría mal que para participar en la política activa los candidatos tuvieran que aprobar un examen básico (sin convalidaciones) sobre el programa político de sus adversarios. Eso les forzaría a enfrentarse a lo que realmente proponen. Y así, cuando dijeran o publicaran necedades, sabríamos si el problema es la comprensión lectora o la propensión a la mentira.

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