THE OBJECTIVE
Pablo Mediavilla Costa

El amigo americano

Acabo de terminar de traducir una novela del escritor y periodista norteamericano Dominick Dunne para Libros del Asteroide. Era algo que quería probar y Luis Solano me dio la oportunidad de hacerlo. Supongo que he caído en todos los errores de principiante y que, si lo hiciera de nuevo, no sudaría la tinta que he sudado para poner el punto final. Habré leído la novela 20 veces (o más) y los personajes y lugares me son tan familiares como si fueran parte de mi pasado. Por la noche las frases y los nombres volaban en mi cabeza como fuegos artificiales hasta caer dormido. Philip Quennell, Pauline Mendelson, Flo March, la cafetería Viceroy en el Strip de Sunset Boulevard…

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El amigo americano

Acabo de terminar de traducir una novela del escritor y periodista norteamericano Dominick Dunne para Libros del Asteroide. Era algo que quería probar y Luis Solano me dio la oportunidad de hacerlo. Supongo que he caído en todos los errores de principiante y que, si lo hiciera de nuevo, no sudaría la tinta que he sudado para poner el punto final. Habré leído la novela 20 veces (o más) y los personajes y lugares me son tan familiares como si fueran parte de mi pasado. Por la noche las frases y los nombres volaban en mi cabeza como fuegos artificiales hasta caer dormido. Philip Quennell, Pauline Mendelson, Flo March, la cafetería Viceroy en el Strip de Sunset Boulevard…

Cuando creía que estaba a punto de alcanzar la cumbre, me daba cuenta de que no había dado más que unos pasos fuera del campo base. Y así varias veces. Traducir se parece a escalar –todo se parece a escalar–, a lo poco que sé de escalar: la resistencia que se necesita, los malos apoyos y los resbalones, las expectativas frustradas, las cornisas infranqueables, las propias dudas de seguir con algo tan duro.

Ojalá estuviera vivo, pero Dunne murió en 2009 en Nueva York casi exactamente el mismo día en el que yo llegué para vivir dos años. La mirada retrospectiva está llena de casualidades parecidas, caminos que no puedes ver, pero que recorrerás. Era el cuñado de Joan Didion –su sombra opacó a toda la familia– y el padre de Griffin Dunne, el protagonista de Jo, qué noche, de Scorsese. Le habría preguntado por un par de expresiones infernales en las que me quedé atascado sabiendo que ningún equipo de rescate vendría a salvarme. Me habría tomado algo con él, si hubiera querido, en el Upper East.

Hace meses, cuando le dije que empezaba con ello, Javier Aznar me pasó un reportaje de Dunne en el que relató el asesinato de su hija, una prometedora actriz, y el posterior juicio de su asesino, su novio, del que había decidido separarse. Se llama ‘Justice’, fue publicado por Vanity Fair y es escalofriante, sobre todo por la contención. Las similitudes con algunas partes del libro son evidentes y estuve a punto de llorar cuando las leía –el cansancio me baja la guardia–.

He odiado a Dunne –Javier lo sabe bien–, pero al final me he reconciliado y he sentido una rara emoción al llegar a la última página. Si con los personajes se establece un vínculo fuerte, con el autor se va más allá, casi a una suplantación de la identidad. Con el paso de los meses empecé a anticipar su mecanismo, sus errores, sus trucos, hasta el final de sus frases. Yo era Dunne reescribiendo su novela. Ahora le echo de menos, y siento que su voz se va apagando de nuevo. Ese agosto en Nueva York, ajeno a todo lo que estaba por venir, cogí el testigo de mi amigo americano.

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