THE OBJECTIVE
Andrea Mármol

El adiós a la democracia del nacionalismo catalán

Lo acontecido en el parlamento catalán la pasada semana es uno de los episodios que encajan en la advertencia de María Zambrano: «Para comprender la historia en su totalidad hay que admitir lo increíble, hay que constatar lo absurdo y registrarlo».

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El adiós a la democracia del nacionalismo catalán

Reuters

Lo acontecido en el parlamento catalán la pasada semana es uno de los episodios que encajan en la advertencia de María Zambrano: «Para comprender la historia en su totalidad hay que admitir lo increíble, hay que constatar lo absurdo y registrarlo». La bancada de diputados nacionalistas, hoy ya pasados todos al independentismo, materializó la subversión al orden constitucional con la que llevaba años coqueteando. El desprecio a las instituciones, tribunales y representantes españoles que ha dominado con el que el separatismo ha contaminado el debate público catalán se ha consumado de golpe.

Puede alegarse, en consecuencia, que no cabe mayor sorpresa ante la voladura democrática del pasado 6S. No en vano, la escalada retórica del nacionalismo ha puesto recientemente el acento en señalar la actitud antidemocrática de todo aquel que no compartiera sus planes para los catalanes. Sobradas son las declaraciones en ese sentido de Puigdemont, Junqueras y demás miembros del actual Ejecutivo autonómico, que ha reprendido el curso político en justa correspondencia a sus fanfarronerías: pasando por encima de todos aquellos catalanes que no son dignos de su aprobación.

Hay que agradecer a los independentistas la nitidez de su planteamiento. Hasta ahora, habían demostrado con holgura que su proyecto plasmaba el rechazo a España, a la libertad y a la convivencia entre catalanes. El miércoles demostraron, sin matices, su rechazo a la democracia. Hasta entonces era necesario –lo sigue siendo- plantear objeciones de fondo al objetivo político del ‘procés’, insolidario e iliberal; ahora basta con señalar sus formas antidemocráticas. Porque la imagen del hemiciclo catalán partido por la mitad no respondía a la adhesión a ninguna patria sino que marcaba la línea divisoria entre los autoritarios y los demócratas.

Basta con revisar las intervenciones del lamentable y triste espectáculo que los representantes independentistas llevaron al Parlament para comprobarlo. La sesión parlamentaria, sin duda, será recordada durante largo tiempo. Y cabe mostrar gratitud a los portavoces de la oposición que dieron numerosas lecciones de dignidad a quienes llevan años arrogándose la categoría de adalides de la democracia. Hoy, 11 de septiembre de 2017, saben en su fuero interno que todas sus proclamas despojando al resto de sus convicciones democráticas están fuera de lugar.

Quienes no vivimos la Transición hemos asistido a los últimos años de la política española con cierta admiración hacia aquellos días hoy invocados, pues no son frecuentes los episodios de generosidad entre adversarios políticos en defensa de las instituciones comunes a todos los ciudadanos. Pues bien. El separatismo catalán ha conseguido que sea la oposición democrática la protagonista de uno de los momentos más cercanos a ese espíritu: la ovación en bloque del constitucionalismo –Cs, PSC, PP y parte de Podemos- al comunista Joan Coscubiela.

«Si es para defender la democracia no tengo inconveniente en compartir aplausos con quien sea». No he encontrado una manera mejor de resumir hasta qué punto el nacionalismo catalán ha convertido en binaria a una sociedad llena de matices, degradando unas instituciones injustamente asociadas en exclusiva a ellos hasta ahora y que no deben pertenecerles más.

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