THE OBJECTIVE
Cristian Campos

El borrego

Me pregunto por qué visten ropa de camuflaje muchos de los francotiradores que periódicamente intentan provocar una masacre en las escuelas y los cines y las calles estadounidenses. “El tirador vestía pantalones de camuflaje” han dicho del adolescente que el pasado domingo disparó en Indigo, Wisconsin, contra los estudiantes que participaban en la fiesta de graduación de su escuela.

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El borrego

Me pregunto por qué visten ropa de camuflaje muchos de los francotiradores que periódicamente intentan provocar una masacre en las escuelas y los cines y las calles estadounidenses. “El tirador vestía pantalones de camuflaje” han dicho del adolescente que el pasado domingo disparó en Indigo, Wisconsin, contra los estudiantes que participaban en la fiesta de graduación de su escuela.

Indigo es un pueblo de apenas ocho mil habitantes y no una metrópolis como Nueva York o Los Angeles, pero dudo que un pantalón de camuflaje pensado para las selvas vietnamitas o los desiertos iraquíes sea de mucha utilidad en una urbe asfaltada por más pequeña que sea esta. Intuyo incluso que es más probable pasar desapercibido en Indigo vistiendo vaqueros y una camisa de cuadros de Carhartt que cruzando el paso de cebra disfrazado de Navy Seal.

Pocos debates son más absurdos que el del derecho a la posesión de armas. En la mayor hiperpotencia militar del mundo, esa que cuenta con setenta mil soldados sólo en sus fuerzas especiales, miles de ciudadanos creen que su derecho a poseer armas les protegerá de un hipotético tirano bananero. Es el mito de las milicias ciudadanas. Esas que pretenden enfrentarse en una hipotética guerra civil contra marines, drones, tanques y portaaviones con rifles de caza, bengalas y judías en lata. Y luego dicen que lo del Alcoyano era moral.

En realidad, la ultraderecha estadounidense y la ultraizquierda española comparten la misma fantasía delirante: la de que el poder del Estado y de las masas puede ser controlado por el ciudadano. Los primeros, rebosantes de testosterona, confían en su puntería. Nadie les negará, eso sí, la valentía. Es decir la demencia. Los segundos, rebosantes de horchata, confían en el anonimato que concede la muchedumbre. Nadie les negará la cobardía. Es decir la miseria moral.

Alguien debería explicarles a ambos fascismos, el de derechas y el de izquierdas, que la suma de cientos de miles de voluntades individuales, en el poder o en el contrapoder, no da como resultado una hipotética inteligencia colectiva propulsada por la justicia popular sino un borrego colosal, ciego y sordo, pero de colmillos afilados y apetito voraz.

Mucha suerte para el que se crea capaz de domarlo: será si no el primero sí el segundo en ser triturado por los mismos camaradas que ahora le acompañan en ese viaje a la nada. Si algo ha dejado claro la historia es que el borrego colosal puede ser ciego y sordo pero sabe olfatear a valientes y cobardes por igual.

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