THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

El Bosco y los Crímenes de Newton

El mundo, para muchos, es un invento newtoniano. Uno que lentamente, armados de artefactos científicos, vamos entendiendo. Separando una tuerca aquí, otra allá. Desbaratándolo poco a poco en nuestros laboratorios. Buscando entrever la matemática desnuda de cada piecita:

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El Bosco y los Crímenes de Newton

El mundo, para muchos, es un invento newtoniano. Uno que lentamente, armados de artefactos científicos, vamos entendiendo. Separando una tuerca aquí, otra allá. Desbaratándolo poco a poco en nuestros laboratorios. Buscando entrever la matemática desnuda de cada piecita:

“Eso es una mesa: una superficie plana sostenida por un número no muy alto de patas… Aquello, el agua, es una molécula de hidrógeno con dos de oxígeno y una que otra impureza accidental… Eso otro, ahí en el vidrio reflector, es un hombre, un mamífero brillante y acomplejado… Y aquello en la esquina, ese cuadro de Botticelli, bueno, aquello es un lienzo manchado de pintura o lo que quieres que sea”.

A esta visión le debemos la modernidad. Por tanto hay que darle las gracias. Pero yo la maldigo por criminal. Se equivoca: una mesa es más que su geometría, el agua más que su química y las cosas, en general, mucho más de lo que vemos en ellas. Nuestros ancestros apreciaban en todo un componente sagrado. La mesa eucarística, el agua prediluviana, la virgen que dormita entre las conchas….

El crimen de los newtonianos es un genocidio de mitos y dioses al que pocos le prenden vela. El problema no es moral. Es existencial. Ahora no solo vivimos en mundo caído sino también profano. Nada de lo que nos rodea es sagrado. ¡Nada!

Excepto, sí, y menos mal, el arte de verdad. Hasta los más ateos lo hacemos sin querer. De repente caminando por un museo un cuadro nos atrae — ¿y de qué dimensión es ese polo magnético? — i-rre-sis-ti-ble-mente. Nos paramos ante él atónitos: El Jardín de las Delicias. Por minutos y minutos y minutos.

¡Ajá!”, nos sorprende el de los anteojos de laboratorio, “debe ser que tienes unos receptores en los ojos que hacen que te deleites con la simetría de la obra. Y que, como decía Hegel, tengas ganas de comerte las frutas del jardín… Eres un animal, al fin y al cabo… Y dado a la superstición… Verás lo que quieras ver… Todavía no lo tenemos claro, pero tenemos algunas pistas…”.

Pues no. Si me quedo parado ante el tríptico del Bosco es porque acabo de ver algo divino. Porque abrió sus ventana a un mundo sustancialmente más profundo al del lienzo y las manchas de pintura. Y en él las frutas no son solo frutas, los cuerpos desnudos son más que unos simples mamíferos, y el infierno y el paraíso son más que una tonta mentira. Después de tanto tiempo viendo cosas laicas, tristes y mundanas, de nuevo estoy ante lo sagrado… Irrepetible, poético, inquebrantable… Irreducible ante la ciencia.

A propósito de esto, Gustav Leonhardt, el clavecinista que mejor interpretó el barroco (enjoy), decía que todas las cosas de valor son incomprehensibles — como los milagros. ¿Existe acaso mejor definición del arte?

Con o sin dogma o religión, los verdaderos artistas son los que buscan lo sagrado. Los otros, aquellos que buscan la ironía (¡fíjate que curioso, este lienzo roto y orinado también es arte!) son tan sólo los cómplices más brutos e inútiles de Newton. Obran en la dimensión más desierta de este mundo.

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