THE OBJECTIVE
Ignacio Molina

El Brexit y las costuras de Europa

Si hay una forma de explicar las consecuencias de la retirada británica es fijándose en las puntadas que amenaza con descoser creando nuevas fronteras.

Zibaldone
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El Brexit y las costuras de Europa

En junio de 2016, aprovechando que yo tenía un viernes de trabajo en Bruselas y que mis hijos acababan de terminar su curso escolar, organizamos una rápida escapada familiar para que conociesen esa Bélgica a la que tanto viaja su padre. Alquilamos un coche para recorrer Flandes y las Ardenas durante un fin de semana largo y, al planear el recorrido, les dije que en una distancia menor a la de la provincia de Granada de norte a sur, se podía estar en cinco países diferentes (una densidad de fronteras única en el mundo). A los niños les resultó muy divertida esa intensa agenda internacional en pocos kilómetros y pensaron que sería imprescindible hacerse selfies en cada señal de carretera que anunciase un nuevo Estado.

El Brexit supone la primera vez en más de medio siglo en que Europa occidental prefiere construir una frontera a desmantelarla.

Pero, conforme fuimos avanzando en la ruta, estaba claro que les resultaba muy poco solemne ver en las cunetas de los caminos rurales aquellos rótulos azules enmarcados por doce estrellas a los que, pese a la era Instagram, nadie hacía el menor caso. No había banderas nacionales ni mucho menos controles policiales que acompañasen los solitarios mojones. De Luxemburgo a Francia solo el navegador nos advirtió que habíamos cruzado de un país a otro porque nadie se habría preocupado de colocar siquiera un modesto letrerito. Peor aún fue al día siguiente, entre Aquisgrán y Maastricht, cuando vimos que una línea blanca en el suelo coincidía justo con la frontera pero no estaba pintada para marcarla sino para acotar el aparcamiento de un supermercado. Un Aldi  levantado sobre el mismísimo lugar por el que la Wehrmacht había iniciado 75 años antes su invasión terrestre de los Países Bajos. Una metáfora eficaz de todo lo bueno, y quizá algo de lo malo, que implica el proceso de integración.

Yo no le habría concedido especial importancia a todo aquello ni tampoco habría aburrido a mis hijos con parábolas europeístas, de no ser porque en ese mismo viernes de junio nos habíamos desayunado con los resultados del referéndum que justo el día antes habían celebrado los británicos para abandonar la UE. Impactado por el desenlace absurdo de aquella votación, se amplificaba el contraste entre el paisaje literalmente apacible de nuestro trayecto y los nombres bélicos que lo salpicaban cada media hora (Breda, Rocroi, Waterloo, Sedán, Marne, Verdún, Dunquerque). El campo de batalla de la historia donde flamencos, españoles, holandeses, italianos, austriacos, ingleses, belgas y, por encima de todo, franceses y alemanes se habían matado durante siglos.

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Mapa de la Segunda Guerra Mundial. Invasiones Alemanas | Foto: AP

Una llanura de tierras bajas donde el concepto de frontera ha resultado siempre más grosero porque no hay mar ni cordillera que la defina. Culturalmente tan profunda como geográficamente leve. Una barrera invisible para los pequeños europeos que aquel día me acompañaban en el coche pero que desde la época romana separa a pueblos romances y germánicos. La gran línea divisoria del continente, marcada por guerras y acuartelamientos durante 1945 años, que ahora, desguarnecida y plurilingüe, se desdibuja. Mis padres ya habían nacido cuando todavía millones de jóvenes morían por defender esas tierras. Mis hijos ven hoy en ellas más interés por delimitar un parking que por saber dónde empieza y acaba cada nación. Ven el bendito aburrimiento de la paz y la prosperidad.

Tal vez fue por eso por lo que un político adolescente como David Cameron quisiera insuflar emociones a sus ciudadanos y, con ello, a todos nosotros. El Brexit supone la primera vez en más de medio siglo en que Europa occidental prefiere construir una frontera a desmantelarla. Como Reino Unido es una isla, su salida de la UE pudiera parecer una forma menos burda de levantarla. Seguramente no tan evidente como sería si en un recodo de nuestro viaje un gendarme aduanero nos diese el alto o si de repente se desbarataran las costuras que hoy unen tan intensamente a las empresas y las personas de Alsacia con las del Sarre, a las del Tirol con el Veneto, a Moravia con Silesia o a Extremadura con el Alentejo.

Es sin duda eficaz el discurso populista de los que claman porque Westminster recupere el poder y ridiculizan a los eurócratas.

Pero si hay una forma de explicar las consecuencias de la retirada británica es fijándose en las puntadas que amenaza con descoser creando nuevas fronteras. La primera, y más obvia, es la económica. Sería muy superficial considerar la costura del Mercado Interior como una mera cuestión empresarial y vincularla de manera peyorativa a la “Europa de los mercaderes”. No se trata solo de permitir que circulen libremente los factores productivos sino también, y sobre todo, de generar un milagroso resultado por el que casi una treintena de estados soberanos armonizan sus leyes con la ayuda de un Parlamento supranacional y democráticamente elegido. Es sin duda eficaz el discurso populista de los que claman porque Westminster recupere el poder y ridiculizan a los eurócratas. Pero hay que defender la intrínseca belleza política que supone el que las reglas comunes se negocien en unos edificios modernos y grises (que espantan a los amantes del neogótico con la ayuda de traductores y de un inglés muy simple (que horroriza a quien solo conoce la Received Pronunciation). Más aún si eso se acompaña de un presupuesto en el que los más ricos contribuyen al desarrollo de las regiones atrasadas o de un tribunal que no cuenta con policía judicial pero al que se obedecen todas sus sentencias por millonarias que sean los efectos. Más aún si el bienestar colectivo aumenta como consecuencia de todo ello.

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El 23 de junio de 2016 se realizó el Referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. El resultado indica que el 51,9 % de los votantes son partidarios de abandonar la UE. | Foto: Reuters

 

La segunda, y más controvertida, es la migratoria. Aunque el Reino Unido no participa en Schengen, no hay ahora ningún obstáculo a la libre circulación de personas y eso ha provocado que cientos de miles de europeos se trasladen allí durante los últimos años y que, por cierto, cientos de miles de británicos lo hagan al continente. Es sin duda eficaz el discurso xenófobo de los que claman por controlar la llegada de tantos extranjeros y consideran que estos se aprovechan de empleos o beneficios sociales que solo deberían alcanzar a los que ellos consideran compatriotas. No suele haber racismo en esta postura pues es muy frecuente que sea un pakistaní o un nigeriano que lleva décadas viviendo en Inglaterra quien la defienda. Pero sí hay detrás una visión autocomplaciente que roza el supremacismo y, sobre todo, peca de miopía. El gobierno de Londres, que siempre ha tenido una relación prosaica con la integración y no entiende el profundo relato de comunidad política que subyace al proceso, ha sugerido varias veces que podría estar dispuesto a esquivar la frontera económica (y optar por un Brexit que mantuviese al Reino Unido dentro del Mercado Interior) si se le permitía poner barreras a las personas. Pero los 27, en una nueva muestra de belleza política que ha sido poco subrayada, se han negado y han insistido en la conexión indisoluble entre las cuatro libertades fundamentales europeas que incluye el derecho de los europeos a trabajar, estudiar y residir sin más en cualquier rincón que participe en la Unión.

El populismo, la xenofobia y el nacionalismo pueden ganar muchas batallas.

La tercera frontera es de la que más se ha hablado en estos meses: la de Irlanda del Norte. A veces se olvida que el conflicto en la isla ha sido, después de las dos guerras mundiales, el más violento y desde luego el más prolongado de la Europa contemporánea. Si uno viaja ahora por carretera de Dublín a Belfast le ocurrirá lo mismo que a mis hijos en algún punto de nuestro viaje familiar cerca de Bruselas: cruzará la frontera estatal y no se dará cuenta salvo que sea tan detallista como para fijarse en el distinto asfalto de la autopista y en el uso (o no) del gáelico en los carteles. Es sin duda eficaz el discurso nacionalista de los que claman porque un territorio pertenezca a una u otra nación y que, frente al pluralismo, el federalismo y hasta la ambigüedad identitaria que subyace a la propia idea de Europa, se imponga la lealtad a una sola bandera. Es la común pertenencia de Irlanda y Reino Unido a la UE lo que ha permitido implementar los acuerdos del Viernes Santo y retirar los sacos terreros que hasta no hace mucho separaban el Ulster de la República. Es la integración europea la que amortigua conflictos seculares como éste y es el Brexit el que amenaza con descoser cicatrices e incluso, en el colmo del despropósito para la historia británica, levantar una nueva frontera en Escocia.

Es posible que la inmensa mayoría de los nacidos después de 1957 crean que estar en la UE es una garantía. Que el proyecto de integración es tan sólido que incluso la antigua Yugoslavia, desgarrada hace treinta años, hoy se pacifica en espera de poder adherirse. Que Europa es una idea que solo puede ir adelante y que las fronteras están condenadas a desaparecer. A los que así opinan, a mis hijos despreocupados en el comienzo de sus vacaciones, no está mal recordarles que sí es posible ir atrás y descoser lo que trabajosamente se ha tejido. Por suerte, no habrá nuevas placas con largos listados de jóvenes muertos en guerras, como las que cuelgan en las iglesias de todos los pueblos que visitamos en aquel arranque de verano. Pero el populismo, la xenofobia y el nacionalismo pueden ganar muchas batallas. En Reino Unido están a punto de ganar tres.

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