THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El campo y la ciudad

«La ciudad postindustrial converge con el campo posfeudal. El futuro se anuncia rururbano»

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El campo y la ciudad

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El campo no es la naturaleza. La naturaleza, en este ya pequeño planeta desvirgado, sin recovecos, sin cimas por hollar o cabos por doblar, explotado palmo a palmo, no sabemos si existe aún, más allá del reducto imaginario del bosque de los cuentos infantiles, que recuerda que alguna vez estuvo ahí, amenazante. (Para penetrar en el apasionante tema del fin de la naturaleza, consúltese AntropocenoLa política en la era humana, de Manuel Arias Maldonado). No: la naturaleza hace pendant con la cultura, y el campo lo hace con la ciudad, de la cual es anexión y conquista. El campo es hechura de la ciudad, como sugiere que la primera en lograr la perfección del agreste Hinterland, Roma, legara la voz villa que, designando las quintas de los patricios en el agro, ha terminado por nombrar, en algunas lenguas romances, eso a lo que teóricamente se opone, expresando así el parentesco entre ciudad y campo.

Existe, con todo, una diferencia. A despecho de un estereotipo cruel, la gente del campo se adapta bien a la ciudad. Lo hace desde hace siglos de forma continuada. Antes de la alfabetización general, la aclimatación suponía un penoso trance. De ahí que rusticidad sea peyorativo y urbanidad sinónimo de refinamiento. Lo cierto es que la figura del «paleto» que trasiega la ciudad con boina y zuecos hace tiempo que dejó de tener sentido. Cruzar un semáforo cuando toca o comprar leche en tetra brik no requiere un doctorado. Para quienes crecimos, en cambio, envasados al ladrillo, sin saber distinguir el trigo de la cebada ni el gorrión de la golondrina, la vivencia del campo será siempre insegura, precaria y un punto ridícula, como la de Enrique Notivol, el urbanita transterrado de Daniel Gascón en su Un hipster en la España vacía.

Los más grandes de la antropología y la sociología, de Weber a Bourdieu pasando por Caro Baroja, se han interesado por la dualidad entre el campo y ciudad, que es, también, tropo literario de larga data. Prevalece la consideración de la ciudad como ambiente de superior categoría, salvo en periodos de pesimismo colectivo, en que se la ve como foco aborrecible de corrupción. En Roma, Columela piensa que el abandono del campo por los senadores, delegando su cultivo a esclavos, ha traído la decadencia. En la España del Renacimiento, Antonio de Guevara, muy mejorado luego por Fray Luis, escribe su sermón moral «Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea». Pensemos, en fin, en el buensalvajismo de un Rousseau. Contra las idealizaciones de la vida en el campo escribe en cambio Cela su Pascual Duarte y, quizá con mayor conocimiento del tema, Delibes sus Santos Inocentes.

Campo y ciudad son polos de gravedad que ejercen su atracción sobre el contrario. Para la gente del campo, la ciudad es el lugar donde mejorar fortuna, liberarse de servidumbres involuntarias o probar una sexualidad más desenfrenada. En sentido inverso, al campo se va para aislarse del roce de la sociedad o curarse de los fracasos sentimentales o profesionales, pero sin renunciar al manto protector de la ciudad: nos adentramos solo por la escondida senda tras asegurarnos que al final hay agua caliente. ¡Beatus ille si hay 5G! De entre los muchos placeres lectores que traen los diarios de Ignacio Peyró están son las deliciosas ideas y venidas del protagonista del campo a la ciudad, conforme a los distintos requerimientos del mundo y la vida.

Para el urbanita el campo es lugar de contemplación; de ahí la arrogancia, impropia de un naturalista, con que Zola pudo decir aquello de que «los campesinos no ven el campo», lo que quizá quiere decir que están tan ocupados trabajándolo que no tienen tiempo de sentarse bajo una encina a escribir madrigales o tocar la flauta de Pan. Hay como un resentimiento, más acusado que a la inversa, del intelectual de ciudad hacia el campesino. Cumple recordar que una previsión programática del socialismo científico era la abolición de las diferencias entre campo y ciudad (cfr. punto nueve del capítulo dos del Manifiesto Comunista), porque había dudas que el trabajador agrícola fuera a ser tan vanguardia de la revolución como el fabril. Después de siglos de éxodo rural, el vaticinio parece estar cumpliéndose, pero no como esperado: en la ciudad quedan pocos obreros y en el campo pocos labradores. Ya no se sabe bien dónde termina la ciudad y comienza el campo (en castellano viejo hay una bellísima palabra, «alfoz», para designar lo que la lengua administrativa llama «término municipal»). Decimos en español que no «se puede poner puertas al campo». Más exacto sería decir que lo que se ha revelado inútil es ponérselas a la ciudad. La ciudad, desde que cayeron sus murallas, ha ido perdiendo su silueta reconocible, y el campo se ha ido urbanizando conforme avanzaba el tendido eléctrico. La ciudad postindustrial converge con el campo posfeudal. El futuro se anuncia rururbano.

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