THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El cielo y la tierra

«Ni en el cielo ni en la tierra parece estar nadie a gusto. O será que el hombre se imagina a dios a su imagen y semejanza: insatisfecho»

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El cielo y la tierra

Grzegorz Galazka | Zuma Press

La otra noche mi hija me susurró, al acostarla, la idea que había tenido para entrar en contacto con uno de sus abuelos (fallecido hace poco: su primera ausencia). Le escribiría una carta y la cosería a la vela de una cometa por encima de las nubes. El viento que frecuenta las alturas sería el emisario.

El comentario de mi hija me pareció tan conmovedor como meditable. ¿No anudaba su soñadora solución a la incomunicación con un ser querido uno de esos inevitables pareados que ocupan mi atención en esta serie de notas? En la misma afirmación se contenía al experiencia de lo visible –la invención de una técnica de correspondencia basada en la comprensión de la naturaleza– con la esperanza en lo invisible desligada de prueba empírica. De otro modo: la inteligencia práctica se daba la mano con la imaginación moral que permite tratar a los muertos como si estuvieran vivos. Al tiempo, quedaban reunidos en un solo techo el cielo natural y el cielo sobrenatural. El cielo como región física (meteorología) y el cielo como lugar de salvación individual y colectiva (escatología).

La idea de una provincia celeste habitada no se antoja la más irrazonable de las supersticiones. Parece un gesto natural mirar hacia arriba buscando lo que no se encuentra abajo. Desde la lluvia al arco iris, en el cielo suceden multitud de cosas misteriosas y estrellas y planetas proveen un lujuriante material para la especulación. Tampoco se hace raro pensar el cielo como hogar de un dios creador, pues, de haberlo, debe existir fuera de lo creado, lo que solo permitía mirar una mirada en vertical. Lo mismo para las personas que han dejado de pesar y penar sobre la tierra. Si no están aquí, estarán allí.

La fascinación por la inmensa concavidad azulada –coloración que no hemos sabido explicar hasta hace poco– que rodea la tierra se confunde con el origen de la humanidad. Platón explica que el don de la filosofía es fruto directo del estupor causado la observación del cielo. Lo decía evocando Tales de Mileto, mirón de estrellas al que se considera el primer filósofo. Por lo demás, el astrólogo era figura de alto rango e influencia en todas las cortes antiguas. El firmamento como residencia divina es constante cultural observada en todos los continentes, del Ártico a Oceanía. Sucede igual con los mitos de ascensión al cielo, eso que el gran historiador de las religiones Mircea Eliade llama «el vuelo mágico». Si bien se diría que para los antiguos el techo era más bajo o estaba más cerca, puesto que se podía alcanzar escalando montañas de las cuales el Olimpo es el ejemplo eminente. Fue la religión judía la que enseñó a los cristianos que «los justos ascenderán al cielo». Al judaísmo la pasión estelar llegó por influencia de sacerdotes zoroastristas, religión de Persia muy sensible a los fenómenos astronómicos (solo hay que pensar en los Reyes Magos, que se guiaron por una estrella para llegar al lugar de un nacimiento). La iconografía cristiana llevó a su esplendor la simbología celeste pintando las bóvedas de las iglesias barrocas, auténticos paraninfos de santos y ángeles.

En hebreo la palabra «cielo» sustituía a menudo a la palabra «dios», que se prefería evitar –escrúpulo mantenido en tantas expresiones viejunas como «cielo santo»–, y así Jesús anuncia indistintamente el Reino de Dios o Reino de los Cielos. En el cristianismo coinciden salvación colectiva e individual. En manos del genio teológico de San Agustín la escatología cristiana primitiva se convierte en una filosofía de la historia universal: la larga marcha de una humanidad caída y desahuciada del Edén hacia la Ciudad de Dios, ciudad celestial que avendrá para dejar atrás las galeras terrenales, menesteroso estadio secuela del pecado original. La perspectiva de la salvación del alma permitía sobrellevar las tribulaciones sin cese de este valle de lágrimas, de esta mala posada que al decir teresiano es el mundo en el que somos mortales. «Aquí vivimos todos entre males y trabajos» dice San Agustín. Allí…

Conforme la vida sobre la Tierra fue perdiendo asperezas la expectativa de lograr una existencia feliz en este mundo empezó a reemplazar la imagen de una felicidad en el otro. La escatología cristiana, doctrina trascendente de la resurrección, se convirtió, sin mudar los conceptos, en soteriología secular, doctrina inmanente del progreso. Las revoluciones aún eran para Copérnico los dibujos que trazaban los planetas en el cielo. En los siglos sucesivos, serían sinónimo de trastrocamiento del orden político terreno. Nacían las utopías,  ciudades ideales cimentadas sobre el barro. Porque «la tendencia natural de hombre es la de encontrar el cielo ya aquí en la tierra y diluir lo eternamente duradero dentro de su trabajo terrenal de todos los días». Así piensa Johann Gottlieb Fichte, para quien ese cielo donde aquí y ahora se junta lo visible y lo invisible era la nación (alemana, por más señas). En la doctrina socialista encontramos ese mismo anhelo de cielo sin necesidad de pasar por el tránsito de la muerte. «Nosotros mismos realicemos / el esfuerzo redentor» leemos en La Internacional. Y en algunas versiones del famoso himno, de modo más explícito: «La tierra será el paraíso / patria de la humanidad».

La tierra no es ningún paraíso y hemos aprendido a no fiarnos de nadie que lo prometa. Cada peldaño, de uno en uno. A cambio, sabemos que estos lares sembrados de sal tienen, por así decir, pellizcos de pimienta, dulzuras que los mismos dioses son capaces de envidiar. La literatura entendió pronto que si hay un anhelo de cielo, hay también un deseo de tierra y mortalidad. Como los dioses de los mitos, que de puro aburrimiento se inmiscuyen en los asuntos humanos. Como Ulises negando a Circe o esos ángeles de negro que pueblan el cielo sobre Berlín en la película de Wim Wenders, dispuestos a bajar por la escalera de Jacob para catar placeres mortales. Ni en el cielo ni en la tierra parece estar nadie a gusto. O será que el hombre se imagina a dios a su imagen y semejanza: insatisfecho. La cuestión por tanto es doble. Por un lado, y con independencia de si existe dios o la vida ultraterrena, saber si hay alguna otra forma de esperanza capaz de aliviar nuestro dolor de finitud. El hombre es animal de techos altos que no se conforma con ser como un hierro que se oxida. Por otro lado, entender, al mismo tiempo, que no aceptaríamos entrar en ningún cielo que no nos permitiera conservar el sabor que la tierra dejó en nuestros labios cuando fuimos mortales.

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