El coleccionista de nubes

Berndnaut Smilde empezó a crear nubes para hablar de la decepción y ese símbolo inicial de tristeza es hoy para muchos una representación viva de la fugacidad. Es lo efímero elevado a la enésima potencia

Veo una nube en mitad de un espacio cerrado y descubro que es una imagen real. Es un salón abandonado. Hay marrón, verde, amarillo, naranja. Madera, cristal, aire, pintura. Textura y color. Técnica, estética. Y en mitad de ese lugar cargado de tiempo flota una pequeña nube blanca, nítida, muy clara, que no hará estallar ninguna tormenta pero cuya presencia perturba porque está fuera de sitio. Está desubicada y eso la hace más bella. Smilde lo sabe.

Berndnaut Smilde empezó a crear nubes para hablar de la decepción y ese símbolo inicial de tristeza es hoy para muchos una representación viva de la fugacidad. Es lo efímero elevado a la enésima potencia, muy apto para esta época en la que todo se rompe, se gasta o se quiebra y en la que apenas ya nada permanece. Sus esculturas duran segundos, que es lo que dura el éxtasis o una risa sincera, un orgasmo, un buen beso. Es lo que dura la belleza en estado de gracia. Unos segundos, no más, para caer luego al vacío y perderse en la nada.

Mientras haya hombres que imaginen nubes en mitad de salones vacíos y conviertan su sueño en verdad, estaremos a salvo de esa fugacidad y esa nada que acaban con todo. Quizá hagan falta máquinas de humos o efectos de luz, y poco importa que esas nubes no dependan del clima. Lo importante es que existan, y permanezcan, aunque solo sea por unos segundos de (infinita) gracia.