THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

El embrujo de la parrilla

«Benditos sabios de la brasa que, eludiendo los cantos de sirena de la aldea global, conservan para nosotros el fuego vivo de la llama sagrada»

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El embrujo de la parrilla

Festival de San Sebastián

En marzo de 2004, el Magazine de El Mundo me encargó un reportaje sobre los chefs españoles con más futuro. A la cabeza de aquella generación, destinada a mantener nuestra cocina en el podio mundial, tras el boom protagonizado por Adrià, Berasategui o Roca, yo situé entonces a Bittor Arginzoniz, del asador Etxebarri en Atxondo (Vizcaya). 

«Un asador oculto en un bello caserío en el centro de un valle, donde Bittor Arginzoniz cultivaba con esmero el manejo de la parrilla y su devoción por las materias primas de su tierra, hasta que, un día, se lanzó a inventar», escribí entonces. «Primer hallazgo, sustituir el habitual carbón vegetal por diversas maderas aromáticas que alterna en función del alimento que va a echar al fuego: encina para los pescados; sarmientos para la carne… El segundo, fabricar una serie de ingeniosos instrumentos (coladores con forma de sartén, parrillas planas diminutas) que le permiten cocinar gloriosamente a fuego vivo cocochas, angulas, espardenyes y, por supuesto, los mejores chuletones del mundo», proseguía el texto, para terminar definiendo a nuestro protagonista como un auténtico «alquimista del humo».

El pasado 5 de octubre se presentó en Amberes la edición 2021 de The World’s 50 Best Restaurants, tras dos año y medio sin actualizarse por culpa de la pandemia. Promovido desde hace dos décadas por la revista británica Restaurant Magazine y patrocinado por San Pellegrino, este directorio planetario –del cual hemos sido jurado en algunas ocasiones– reúne los votos de chefs, empresarios, periodistas y reconocidos gourmets internacionales en busca de la excelencia en las cocinas públicas. Y, por segunda vez consecutiva, Etxebarri ocupa la tercera posición. ¡Bravo por Bittor!  

No vamos a analizar aquí en profundidad todas las novedades de este año, aunque sí es de ley señalar que entre los 20 mejores del mundo figuran cinco establecimientos españoles, destacando al lado de Extebarri (top 3) la presencia de Disfrutar (Barcelona, top 5), Mugaritz (San Sebastián, 14), Elkano (Getaria, 16) y DiverXo (Madrid, 20). ¡Enhorabuena a todos ellos y a algunos otros compatriotas, como Azurmendi (49), Nerua (53), Quique Dacosta (74), Aponiente (79) o Arzak (94), que también aparecen en la lista!

Dicho esto, además de constatar la pujanza incuestionable de las modernas cocinas danesa y peruana, así como la progresión significativa del local madrileño de Dabiz Muñoz, desde un modesto puesto 75 hasta el 20, lo que más llama la atención de este 50 Best 2021 es la presencia, entre los 20 primeros clasificados, de tres negocios consagrados fundamentalmente a la parrilla como son Etxebarri (3), Elkano (16) y el bonaerense Don Julio (13). Un trío que podríamos extender a cuarteto, si añadimos el A Casa do Porco de Sao Paulo (17), templo culinario a mayor gloria de la carne porcina, propiedad del ex carnicero pasado por El Celler de Roca Jefferson Rueda, donde el grill tiene también cierto protagonismo.

Por si fuera poco, a Arginzoniz sus compañeros de profesión le han concedido el trofeo especial Estrella Damm Chef’s Choice, que reconoce al cocinero favorito de los demás cocineros. «Es el premio más importante de mi carrera», declaraba el parrillero al conocer la noticia. No es para menos, puesto que Bittor encarna la antítesis del chef mediático: a diferencia de muchas estrellas del circuito, él no suele acudir a congresos, ni cruza el globo para dar de cenar a millonarios, ni gusta alejarse de su valle. 

O sea que el culto al fuego sube puntos en la apreciación de los líderes de opinión mundiales del hecho culinario; no en la de foodies e influencers de medio pelo –de esos hablaremos otro día–, sino en la de gente que lleva mucho tiempo visitando las mejores mesas de medio mundo. Como en los vaivenes habituales de las modas –falda larga o minifalda– y en la teoría de los ciclos económicos, parece casi natural que, tras varios lustros encandilados por la vanguardia tecnológica, la deconstrucción y las texturas, el gusto de (casi) todos esté fluctuando hacia un enfoque más naturalista, devoto de las estaciones, los productos de proximidad excelsos y las técnicas de cocción básicas. 

En Cocinar hizo al hombre, Faustino Cordón ya aventuraba que el fuego supuso el primer paso entre lo crudo y lo cocido y debió de llegar parejo al uso del lenguaje para marcar la transición del estado salvaje a la civilización primitiva. Así que la parrilla tiene desde entonces un no sé qué atávico, ligado a los primeros ritos sociales: reunirse en torno al fuego para calentarse, protegerse de los animales salvajes, alimentarse en grupo y confraternizar.

Para las diferentes culturas de la Antigüedad, el fuego era símbolo de vida, voluntad y pasión; pero también de cambios y de purificación. Para los poetas románticos, una buena excusa para esbozar metáforas en torno al deseo y el amor. Para los filósofos estoicos o místicos, supone una suerte de hipnosis cercana a la ensoñación, que viene provocada por la contemplación relajada de las llamas. Un embrujo al cual no es ajeno el trabajo metódico y concentrado ante una barbacoa o parrilla. 

Dejó escrito Brillat-Savarin, en su Fisiología del gusto, que «el parrillero nace y el cocinero se hace». Según nuestro colega David de Jorge, «aquel magistrado zampón catapultó a los parrilleros a una constelación genética y sobre todo intuitiva, empírica e individual». «Cierto es que, muchos años más tarde, seguimos desconociendo qué compuesto químico debe llevarse en la sangre para que las brasas se constituyan en una extremidad más del cuerpo, pero intuimos que haber estado rodeado de leña de encina o de carbón vegetal desde la más tierna infancia suma puntos», prosigue el simpático creador de Robin Food.

Según otro buen amigo, el periodista Luis Cepeda, «asar es una acción casi científica, emparentada con la metafísica». «El parrillero se mete en el producto, siente su evolución ante la lumbre e intuye su punto con la sensibilidad insólita de un titán ebrio de fuego», añade. 

Los habitantes de la piel de toro debemos tener genes de parrillero en nuestro ADN, que se remontan quizá a los tiempos de Juan Sebastián Elcano, cuando los marineros vascongados se llevaban pequeñas rejillas de hierro forjado para cocinar los pescados que iban capturando en sus travesías por los océanos. Precisamente, aquel heroico explorador que dio la vuelta al mundo entre 1519 y 1522, en la nao Santa María de la Victoria, legó en su lecho muerte sus preferencias más queridas de a bordo, entre las que se hallaban «tres sartenes de hierro, tres asadores y unas parrillas». De ahí al éxito mundial del asador para ictiófagos que lleva su nombre en Getaria, sólo median 500 años.

En el libro Elkano: paisaje culinario, Jon Sarabia nos recuerda que «durante siglos, el principal instrumento de cocina a bordo era un recipiente de madera y hierro que contenía una cama de arena en la que se encendían las brasas y sobre las que se disponían las rejillas». A decir del editor de Abalon Books, «estas cocinas se ubicaban en la cubierta superior de las embarcaciones, en su banda de estribor» y sostiene Sarabia también que «fueron los pescadores quienes desembarcaron la parrilla a tierra firme e hicieron de su rutina a bordo una forma socializada de comer».

Pero la parrilla, en su vertiente más canalla, aún tardaría un tiempo en conquistar las mesas de ringorrango, dado el proverbial apego de la aristocracia y la alta burguesía occidentales al recetario y los modales afrancesados. Así que el vacuno mayor –olvídense del rodaballo o las cocochas– que ingerían nuestros bisabuelos se servía en restaurantes ilustrados bajo cortes de nombre galo como el châteaubriand, el tournedos o el filet mignon y acompañado de patatas soufflées, guisantes rehogados con cebollitas y mantequilla, arroz pilaf o aros de cebolla empanados. Una escuela carnívora asociada a recetas como el solomillo Wellington, el tournedos Rossini o el rosbif británico… 

«No hay cosa tan antigua ni tan moderna, tan fácil ni tan difícil, tan sencilla ni tan complicada, tan conocida ni tan sugerente» como el uso de este utensilio de hierro en forma de rejilla, solía comentar Julio Camba. Para este escritor y humorista, bohemio de salón que pasó los últimos 13 años de su vida residiendo en la habitación 383 del capitalino Hotel Palace, siempre ha hecho falta un auténtico maestro para no acabar carbonizando las suculentas piezas de res o de pescado.

En aquellos hotelazos imponentes de la Belle Époque que montaron César Ritz, Augusto Escoffier y sus coetáneos, por los que Camba se movía como pez en el agua, solían tener un comedor de gala con menú extenso y otro menos ceremonioso, llamado el grill, donde no se exigía etiqueta, se comía más rápido y el menú estaba protagonizado indefectiblemente por entrecots o lenguados a la parrilla. Hoy, en nuestra añorada Londres, todavía sobreviven el Grill del Dorchester o el Savoy Grill –que gestiona Gordom Ramsay–, con sus cortes tradicionales de rib-eye, sirloin o rump-steak

Es este arte del fuego una disciplina coquinaria primitiva y un tanto hombruna, propia de pueblos luchadores con dentaduras firmes y estómagos voraces, que trajo a Madrid en los 60 José Mari González Barea, alias Currito, cuando pasó por la Villa y Corte para trabajar una temporada en la Casa de Vizcaya de la Feria del Campo. Y terminó quedándose con el antiguo pabellón vizcaíno en 1975, a través de una subasta, abriendo el camino para el triunfo de los asadores vascos a orillas del Manzanares.

A partir de Currito, llegaron a estos lares los Ansorena con su Asador Frontón y muchos otros euskaldunes como Julián de Tolosa o Pelotari, hasta los tiempos actuales, en que cualquier carnívoro capitalino que se precie se sabe de memoria el camino que conduce a La Taberna de Elia, en el municipio residencial de Pozuelo de Alarcón. Allí imparte su magisterio Aurelian Catalin, el que es quizá el mejor parrillero del centro de la península. Y, para sorpresa de los gourmets menos avezados, no es vasco sino de origen rumano.

La Taberna de Elia no figura en el World’s 50 Best Restaurants y seguramente nunca entre en ese selecto club. Pero tiene poco que envidiar a la flor y nata de los asadores de la piel de toro, que además de los laureados Etxebarri y Elkano, incluye grandísimas casas carnívoras como Alameda (Fuenmayor), Casa Nicolás (Tolosa) y El Capricho (Jiménez de Jamuz) o marineras como  Kaia-Kaipe (Getaria), Hondartzape (Gorlitz), Kaian (Plencia) y Güeyu Mar (Ribadesella). 

Hoy resulta asaz difícil conseguir una mesa sin la debida recomendación en la mayoría de esas direcciones, mientras que otros establecimientos más proclives a los fuegos de artificio coquinarios, en versión irreconocible –la copia de la copia–, sufren y padecen para que les salgan las cuentas a fin de mes. Será porque, como explica Juan Manuel Benayas en la monografía Entre brasas: los secretos de la cocina del fuego, los españoles hemos descubiertos un poco tarde el culto al humo, pero ya no hay vuelta atrás.

Para el fundador de la primera escuela de barbacoa de España y proveedor de carbón y utensilios de más de 250 asadores, en la parrilla se puede cocinar casi cualquier cosa. El secreto para la perfección, según Pedro Arregui, llorado fundador de Elkano, es comprar la mejor materia prima y no estropearla. Benditos sabios de la brasa que, eludiendo los cantos de sirena de la aldea global, conservan para nosotros el fuego vivo de la llama sagrada.

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