THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

El Eruv y la bolsa de Rajoy

«Nos hacemos políticamente mayores cuando nos atrevemos a hacer un uso público de nuestra razón íntegramente desafiando a la autoridad»

Opinión
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El Eruv y la bolsa de Rajoy

“Si al menos hubiera llevado una bolsa”, parece que dijo un periodista. Se refería a Mariano Rajoy y a su paseo clandestino en ropa deportiva y a ritmo vivo, una caminata que no podía colar como una justificada salida de casa para hacer la compra.

En el arranque de la aclamada serie “Unorthodox” la protagonista, Esty, no puede emprender la fuga con su ligero equipaje porque es sábado y un cable se ha caído. El espectador apenas entiende las razones por las que tiene que regresar al piso, dejar la maleta y esconder entre la ropa y los bolsillos de su abrigo lo poco con lo que pretende iniciar una nueva vida lejos de su asfixiante comunidad. El espectador probablemente desconoce la existencia y sentido del llamado “eruv”, el cable con el que las comunidades ultraortodoxas judías delimitan el espacio privado permitiendo así que durante el Sabbath los judíos puedan salir a la calle empujando carritos de bebé, o sillas de ruedas, o llevando bolsas. Y es que todas esas son formas de “trabajo” prohibidas, salvo si se realizan dentro del hogar, y, para esos efectos, de cable para adentro, ese espacio forma parte de la casa de los observantes judíos ortodoxos.

Una de las formas más efectivas que han tenido los seres humanos de pautar comportamientos socialmente útiles ha sido mediante la ritualización religiosa. Es muy probable que episodios de triquinosis que afectaran a las poblaciones humanas hace miles de años expliquen la severa sanción que tanto para judíos como para musulmanes supone la ingesta de cerdo y de otros productos animales susceptibles de causar graves quebrantos a la salud humana. Nada como el buen palo del castigo divino (o la zanahoria, en su caso) para guiar la conducta. La autoridad divina, por definición, deber ser obedecida simplemente por serlo, más allá de que lo que ordene sea la resultante de una buena ponderación de las razones que son relevantes para el caso. Como sabemos bien desde el Eutifrón de Platón, el otro cuerno del dilema, ese que nos instruye a obedecer porque lo ordenado “es bueno”, implica la irrelevancia moral de los dioses, o, para el caso, de la autoridad civil.

Todos atravesamos el Rubicón de la adolescencia con el eco de una admonición paterna que escuece cual prurito en nuestra fibra racional: “Me obedeces porque lo digo yo”. ¿Lo recuerdan? Por eso es tan feliz esa descripción kantiana de la Ilustración como una liberación del hombre de su culpable incapacidad, de su infancia moral. Nos hacemos políticamente mayores cuando nos atrevemos a hacer un uso público de nuestra razón íntegramente desafiando a la autoridad. Y sin embargo…

Sin embargo, y en eso se han afanado luminosas mentes, bien pudieran existir contextos en los que la mejor razón que podamos tener también como adultos para hacer algo es precisamente que alguien nos lo ordena, suspendiendo así nuestro propio balance de razones. La coordinación y el hecho de que la autoridad sea más experta que nosotros son dos de esos ámbitos en los que nuestras razones para actuar solo dependen del hecho de que nos lo ordenan y no así del contenido de lo ordenado: ¿o acaso usted sin ser médico calibraría las ventajas del antitumoral que le prescribe su oncólogo si resulta que le ha sido diagnosticado un cáncer? En el supuesto de la coordinación, la interacción con los demás implica que uno quiere hacer algo a condición de que los demás también quieran: para ir al cine juntos fijamos una película, una sala y una hora. Y ello en contraste con las situaciones de conflicto en las que el razonamiento individual opera de manera inversa: mis razones para hacer algo son precisamente dependientes de que los demás no hagan eso mismo.

Muchos, durante estos días de confinamiento, han levantado el delgado velo que puede camuflar las vergüenzas de la autoridad cuando han esgrimido que: “Total, ¿en qué modo altero yo la salud pública escapando del confinamiento para dar un paseíto solo por la ciudad?” Este planteamiento aparentemente naïf recuerda mucho a esa deliciosa recomendación que a veces se escucha de labios de las autoridades encargadas de la regulación del tráfico ante la llegada de un puente: “salgan escalonadamente”. La pregunta es obvia: ¿cómo me escalono yo con los de mi edificio, y desde Madrid con los que saldrán desde Madridejos y estos con los de Chinchón y así? De la misma forma, el paseo que no infringe la justificación que subyace a la orden de confinamiento estricta es un paseo admisible a condición de que los demás, claro, no piensen lo mismo y no salgan a pasear. Una típica situación de conflicto, un dilema de acción colectiva que exige que la autoridad intervenga y que no seamos cada uno de nosotros quienes decidamos singularmente, o que parasitemos sobre la observancia de las normas que sí mantienen los demás.

Otra cosa es que la autoridad flaquee, que se rebaje exhibiendo crasas incoherencias si es que no el arbitrismo más descarnado cuando tiene que dar razón de sus decisiones: la manifestación no es un peligro “porque es una convocatoria sólo para nacionales”; al supermercado sí podrán ir los niños pero a la plaza a solazarse no. Entonces veremos caer el “eruv” y las preguntas serán literalmente incontestables: ¿y por qué eligió Dios el sábado? ¿Y por qué no dos días de descanso? ¿Y por qué sí cabe el trabajo dentro de casa? ¿Y por qué es trabajo llevar una bolsa y no caminar rápido a la sinagoga? Entonces ya no habrá quien contenga la estampida desafecta, con o sin chándal, de quienes fueron tomados como párvulos por la autoridad. Entonces podrá acontecer nuevamente el desastre colectivo.

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