THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

El factor humano

El espionaje supo envolverse en elegancias cuando a la hora de la verdad Bond no era más que un funcionario. La ficción nos dejó un elenco cumplido de personajes y matices, del melancólico Smiley a ese Harry Palmer menos propenso al champagne que a la cerveza.

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El factor humano

El espionaje supo envolverse en elegancias cuando a la hora de la verdad Bond no era más que un funcionario. La ficción nos dejó un elenco cumplido de personajes y matices, del melancólico Smiley a ese Harry Palmer menos propenso al champagne que a la cerveza.

El espionaje del siglo XX supo envolverse en misterios y elegancias cuando a la hora de la verdad James Bond no era más que un funcionario. La ficción nos dejó un elenco cumplido de personajes y matices, del melancólico Smiley a ese Harry Palmer menos propenso al champagne que a la cerveza. La realidad iba a ser aún más excéntrica: el defector Gordievsky sólo supo de su plan de huida a Gran Bretaña cuando se le quedó mirando un señor con una bolsa de Harrod’s.

Seguramente los espías de hoy se asimilen más a esos tipos adiposos que –rodeados de cartones de pizza- fatigan la red en busca de códigos nucleares y asedian el sistema nervioso de los bancos. Así quedó en olvido aquella ambientación de Guerra Fría con encuentros en hoteles, miradas oblicuas, solapas alzadas y mecheros que escupen balas de cianida. Como sea, detrás de las grandes lealtades y las grandes traiciones persiste eso que Graham Greene llamó “el factor humano” y la teología llamó pecado original. Es –según un mando del MI6- el espionaje como “explotación de la debilidad”.

En tiempos ahí cupo de todo, desde el traidor Philby que se hacía llevar la mermelada de naranja de Londres a Moscú a los “Romeos” entrenados por la Stasi para cortejar a secretarias. Un ser notablemente débil fue Kacmarzyk, encargado de la cifra del Pacto de Varsovia. Jugó a vender sus secretos a Occidente pero pronto llamaron la atención los cascos vacíos de champán a la puerta de su casa. Terminó fusilado al alba, que era lo previsto en el vademécum del KGB para estos casos.

Un informe de la CIA postuló que “una defección, una traición, es casi siempre fruto de una personalidad desequilibrada”. Por eso ha habido tantos espías “solitarios, alcohólicos, con satiriasis o depresión. “La gente normal no es traidora”, afirmó uno de los famosos “C” británicos. A unos les perdieron los lujos, a otros las noches de mujerío y copas, a algunos el dinero y a casi todos las ansias de importancia. Sí, la debilidad humana. Por contraste, uno piensa en la inocencia primera de aquellos espías británicos a los que amonestaban en las reuniones por entretenerse traduciendo versos del griego al latín.

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