THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

El fin de todas las generaciones

«Con todas las cartas sobre la mesa, cabe repetir la pregunta: ¿será la del 50 la última generación canónica?»

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El fin de todas las generaciones

Kai Forsterling | EFE

No suelen ser los estudiosos de la literatura canónica demasiado amigos del concepto «generación». Yo, sin embargo, comulgo con la definición de Ortega: todo personaje ve trabada su vida con las vidas de otros personajes; es decir, toda vida está sumergida en una determinada circunstancia de vida colectiva. Por eso los grupos se enfrentan a esa circunstancia con cierta homogeneidad: el 98, a la decadencia; el 27, al estilo; y el 50, que es la que hoy nos ocupa, a una España destrozada por la guerra. Con los fallecimientos de José Caballero Bonald y de Francisco Brines, separados apenas por unos días, se apaga la voz de esta última generación, con la excepción quizá del irreductible Gamoneda. Aunque el tema que realmente espolea este texto nace de una pregunta: ¿es esta la última generación espontánea que darán las letras hispánicas?
Ya les adelanto que no hay una respuesta categórica, pese a que este que firma el artículo tienda a pensar que sí, que es la última gran generación de escritores españoles. Para ello me baso en tres hechos diferenciales. El primero es que esas mismas circunstancias a las que aludía Ortega han cambiado significativamente. Por un lado, las condiciones de publicación y promoción se han visto modificadas. Para las generaciones canónicas por excelencia, publicar dependía de una llave reservada para unos pocos en un contexto endogámico, en un ambiente de colegueo. No es el menor de los pilares que sostienen la generación este que acabo de glosar: las generaciones literarias estaban formadas, en primera instancia, por amigos. Amigos de café y tertulia, de copa y puro. Hoy, sin embargo, las puertas de la publicación están abiertas de par en par. Nace internet, nace el blog, la red social. La voz es cada vez más individualista. Cualquier autor se autoedita, no necesita el apoyo de su camarilla de literatos.

El segundo hecho que me hace pensar en la desaparición de las generaciones: hoy, el autor es una marca personal. De hecho, cada día las editoriales buscan más a ese escritor que tiene sello propio, que hace destacar algo –no necesariamente positivo– sobre los demás. Vuelvo a pensar en Ortega. Para el filósofo, los autores de aquella época sólo tenían sentido si eran capaces de incrustarse en una corriente de opinión, enriquecerla y completarla, para después dejar un legado en forma de discípulos y escuelas. Nada de eso queda hoy, cuando el autor es un producto de marketing más importante aún que la obra. Y el tercer postulado: la desaparición de la crítica formal. No existirían el 98, el 14, el 27 y aun el 50 sin un corpus de teoría crítica que viese reflejados los rasgos formales de un conjunto de autores en el espejo del canon. Dicho de otro modo, no existiría el 98 sin Azorín o el 27 sin Gerardo Diego, que encontraron en los rasgos comunes de una serie de autores una misma concepción retórica. En un mundo donde la crítica ya se moldea en torno a usuarios anónimos de Internet, a estrellitas de Amazon, aspirar a aquello es una quimera. Con todas las cartas sobre la mesa, cabe repetir la pregunta: ¿será la del 50 la última generación canónica?

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