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Eduardo Suárez

El globo. Cómo puedes combatir la desinformación y por qué no debes usar la expresión ‘noticias falsas’

Zibaldone
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El globo. Cómo puedes combatir la desinformación y por qué no debes usar la expresión ‘noticias falsas’

 

“¡Asombrosas noticias!”. Así arrancaba el relato que el escritor Edgar Allan Poe publicó en las páginas del New York Sun el sábado 13 de abril de 1844. El texto, que se puede encontrar aquí traducido al español por Julio Cortázar, contaba la historia de ocho hombres que habían despegado desde Londres y habían cruzado el Atlántico en globo en apenas 75 horas.

Unos días después, Poe contó en las páginas de una revista cómo se había apostado sin éxito junto a la sede del diario para advertir a sus lectores de que era un relato falso. Nadie había cruzado en globo el océano: la historia era fruto de la imaginación de su autor. “La plaza que rodeaba el edificio del Sun fue sitiada desde el amanecer hasta las dos de la tarde”, escribió Poe. “Nunca vi una excitación más intensa por hacerse con un ejemplar del periódico”.

El globo. Cómo puedes combatir la desinformación y por qué no debes usar la expresión ‘noticias falsas’
«¡Cruzar el Atlántico en tres días! ¡Señal del triunfo de la máquina voladora del Sr. Monck Mason!» se puede leer en el ejemplar de The Sun en 1844. | Imagen vía Wikipedia.

 

Poe cobró por su historia unos 50 dólares: el equivalente a unos 1.580 dólares de 2018. Acababa de llegar a Nueva York recién casado y se alojaba con su esposa en una pensión del Village. El dinero del artículo le permitió mudarse con ella a un lugar mejor. El relato del globo incluía elementos presentes en los bulos que mejor circulan ahora por internet. Reproducía pasajes de un texto ya publicado, incluía una ilustración como evidencia gráfica y estaba basado en un hecho real: el viaje a la ciudad alemana de Weilburg del inglés Monck Mason, que escribió un tratado de aeronáutica y se arruinó programando ópera en varios teatros del West End.

Poe escribió una historia verosímil y se las arregló establecer una conexión emocional con una audiencia fascinada por los avances de la revolución industrial. Los bulos son un espejo de las obsesiones de su tiempo. Los que se publican hoy no reflejan ese asombro inocente por el progreso sino el temor a un futuro distópico dominado por la tecnología, el terrorismo o la polarización.

«Una noticia falsa es un oxímoron. Es también un término impreciso que a menudo se usa para definir fenómenos bien distintos y que se ha convertido en un arma arrojadiza de los enemigos de la verdad.»

El bulo del globo era también fruto de un nuevo modelo de negocio: el de los diarios populares que captaban la atención de una audiencia masiva para hacer dinero con la publicidad. Al contrario que los panfletos ideológicos de los tiempos de Hamilton o Jefferson, diarios como el Sun no eran foros de debate político sino instrumentos de mercado y engordaban su tirada a base de publicar relatos falsos como el de Poe.

El avance de la alfabetización, la evolución de la publicidad y la profesionalización del periodismo crearon un espacio para el ascenso de la prensa seria después de la I Guerra Mundial. En un mundo cada vez más complejo e interconectado y con muy pocas rotativas, los periodistas nos convertimos en árbitros del debate público y guardianes de la realidad.

“Esperamos que el periódico nos dé la verdad aunque la verdad no sea rentable”, escribía Walter Lippmann en La opinión pública (1922) precisamente en los albores de esa edad dorada del periodismo de calidad.

Durante varias décadas, la verdad fue muy rentable para los diarios pero el modelo tenía un punto débil como advirtió el propio Lippmann: era (casi) gratuito para la audiencia y se asentaba sobre el subsidio de la publicidad. “A un periódico se le juzga como si fuera una iglesia o una escuela pero uno fracasa si intenta hacer esa comparación”, escribió Lippmann. “El contribuyente paga por la escuela pública y hay ayudas y colectas para la iglesia. (…) A juzgar por la actitud de los lectores, una prensa libre quiere decir periódicos casi gratuitos”.

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Ilustración que acompañaba al artículo de Poe. | Imagen vía Wikipedia.

El mundo en el que floreció esa prensa de calidad ya no existe. Lo de menos es que los diarios hayan visto cómo mermaban sus ingresos y hayan reducido sus plantillas. Lo importante es que perdieron el monopolio de la distribución. Hoy cualquiera puede lanzar un mensaje a través de Facebook y alcanzar a millones de personas, y ese escenario nos ha devuelto a la cacofonía de la esfera pública decimonónica con dos agravantes: crear bulos y distribuirlos es mucho más sencillo en el entorno digital.

Algunas voces definen este nuevo entorno como la era de las noticias falsas. Pero una noticia falsa es un oxímoron. Es también un término impreciso que a menudo se usa para definir fenómenos bien distintos y que se ha convertido en un arma arrojadiza de los enemigos de la verdad. No es lo mismo el error bienintencionado de un periodista o un argumento provocador que la manipulación a conciencia de la realidad. Y sin embargo esas tres cosas son fake news para líderes autoritarios como Nicolás Maduro, Rodrigo Duterte o Donald Trump, que usan la etiqueta como una herramienta para amedrentar a columnistas díscolos o a reporteros que intentan buscar la verdad.

Desterrar el término fake news es una de las propuestas de los periodistas Claire Wardle y Hossein Derakhsan, autores del informe Information Disorder, publicado por el Consejo de Europa en septiembre de 2017. El texto incluye recomendaciones para periodistas, gobiernos y plataformas como Facebook y es el análisis más completo de la desinformación en la era digital.

Esa desinformación se ha agudizado por la naturaleza de las redes sociales, que aceleran la comunicación y difuminan la diferencia entre el emisor y el receptor. La inmediatez y la brevedad de los mensajes potencian los discursos emocionales y crean un espacio poco propicio para el discurso racional. En este entorno se crean cámaras de eco y es más cierta que nunca la teoría del profesor James Carey, que percibía la comunicación no como “el acto de transmitir información sino como la representación de unas creencias compartidas”. Es decir, como una especie de ritual.

En este entorno, es más fácil que nunca crear y difundir relatos falsos a escala global. Un periódico serio es una voz más entre muchas voces y a menudo está en desventaja. La prosa fría es menos atractiva que las soflamas y producir bulos es más rápido y más barato que investigar en los detalles de la realidad. Y sin embargo no todos los bulos funcionan igual. Como la invención del globo de Poe, los bulos más exitosos incluyen elementos visuales, proponen un relato poderoso y apelan a las emociones. A menudo funcionan mejor los que nos conectan con nuestros propios códigos presentando ejemplos concretos de la maldad del adversario o de nuestra superioridad moral. La llamada de la tribu nos hace más crédulos. Son nuestros estereotipos los que nos guían por la realidad.

«La prosa fría es menos atractiva que las soflamas y producir bulos es más rápido y más barato que investigar en los detalles de la realidad.»

Esa debilidad la aprovechan quienes buscan nuestra atención con fines espurios. A veces por dinero como los adolescentes macedonios que explotaron el sectarismo de los seguidores de Trump durante la campaña. A menudo con un objetivo político como los satélites del Kremlin, que esconden los problemas de Putin y alimentan las voces más extremas en cualquier crisis europea. También por supuesto en el laberinto catalán.

Esos actores políticos son los más peligrosos y contaminan el espacio público con instrumentos muy diversos. Publican imágenes viejas como si fueran nuevas. Reclutan bots y trolls de carne y hueso contra medios y periodistas incómodos. Financian falsos institutos de pensamiento para difundir ideas afines. Difunden filtraciones a medida para influir en un proceso electoral.

Me refiero a regímenes y a líderes autoritarios. Pero también a políticos, activistas y ejecutivos de grandes empresas que aprovechan este nuevo entorno para lanzar sus mensajes de siempre sin tener que someterse al escrutinio de ningún intermediario. El objetivo de muchos de esos actores no es tanto convencernos de que los bulos que difunden son ciertos como lograr que no seamos capaces de distinguir entre sus mentiras y la verdad.

«Es importante elaborar mensajes sencillos y visuales. Llamar a los mentirosos por su nombre y cubrir más sus métodos que sus mentiras.»

Esa polución del espacio público es una oportunidad evidente para nosotros los periodistas. Al fin y al cabo, en esta atmósfera son cada vez más valiosas las voces capaces de separar lo importante de lo superfluo y de transmitir lo que ocurre con autoridad. Y sin embargo a menudo quienes dirigen los medios ignoran este empeño. Prefieren usar su influencia menguante para cortejar al poder, mendigar dinero público para perseguir el tráfico a cualquier precio con historias que son un insulto a la inteligencia del lector.

Los periodistas aún podemos impulsar la lucha contra la propaganda. Pero sólo si tratamos a nuestra audiencia sin arrogancia y combatimos a los manipuladores con sus propias armas y en las mismas redes donde difuminan la verdad. Es importante elaborar mensajes sencillos y visuales. Llamar a los mentirosos por su nombre y cubrir más sus métodos que sus mentiras. Crear juegos didácticos y abrir espacios que atenúen las cámaras de eco. Estimular el escepticismo y la curiosidad de los lectores. Llevar el rigor de nuestros artículos a las aplicaciones de mensajería. Encontrar modelos de negocios que recompensen nuestros mejores instintos. Encontrar una palanca emocional que nos permita conectar con una audiencia que es consciente de que sólo somos una voz más.

La batalla que se avecina no será fácil. Hay herramientas que ya permiten crear un audio o un vídeo en el que un personaje público diga algo que no ha dicho nunca. Muy pronto la inteligencia artificial permitirá crear bulos adaptados a los prejuicios de cada persona y difundirlos con un ejército de bots. De nada sirve llorar por un mundo que ya no existe. Es hora de defender la verdad con nuestras mejores armas: la independencia, la tecnología y la libertad. En esa lucha no podrán enrolarse ni los sectarios ni los cortesanos ni los drogadictos del clic. Basta recordar lo que le ocurrió a Edgar Allan Poe cuando intentó retractarse del camelo del globo. Dijo que era mentira y nadie le creyó.

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