THE OBJECTIVE
Daniel Gascón

El infierno soy yo

Leyendo En el café de los existencialistas (Ariel) de Sarah Bakewell veo que siempre había entendido mal una frase de Jean-Paul Sartre: el infierno son los otros. Bakewell explica que la frase no significa que otra gente sea infernal, sino que “después de la muerte nos quedamos congelados en su mirada, incapaces de defendernos de su interpretación”. “En vida todavía podemos hacer algo para gestionar la impresión que producimos; después de la muerte, esta libertad desaparece y quedamos enterrados en los recuerdos y percepciones de los demás.”

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El infierno soy yo

Leyendo En el café de los existencialistas (Ariel) de Sarah Bakewell veo que siempre había entendido mal una frase de Jean-Paul Sartre: el infierno son los otros. Bakewell explica que la frase no significa que otra gente sea infernal, sino que “después de la muerte nos quedamos congelados en su mirada, incapaces de defendernos de su interpretación”. “En vida todavía podemos hacer algo para gestionar la impresión que producimos; después de la muerte, esta libertad desaparece y quedamos enterrados en los recuerdos y percepciones de los demás.”

Sartre escribió necrológicas generosas de viejos rivales, como Camus y Merleau-Ponty, y la explicación de la frase me recuerda el primer punto del decálogo de Arcadi Espada sobre las necrológicas: “Tenga en cuenta que usted sigue vivo”.

En “Mortales”, el relato que abre La noche en cuestión (Alfaguara), de Tobias Wolff, un periodista pierde su trabajo por publicar la noticia de la muerte de un hombre que sigue vivo. Al final del relato, el periodista descubre que quien hizo la llamada anunciando el fallecimiento era ese mismo hombre. “Sal”, el último cuento de Danzas de guerra (Xordica), de Sherman Alexie, empieza: “Escribí la necrológica de la jefa de la sección de necrológicas”. El protagonista de La habitación verde, que François Truffaut hizo a partir de varios relatos de Henry James, escribe las necrológicas del periódico local.

Unos meses antes de su muerte, Félix Romeo me pidió que le acompañara al cementerio de Torrero, en Zaragoza, para buscar las tumbas de Santiago Dulong, el protagonista del libro que estaba escribiendo, Noche de los enamorados (Literatura Random House), y de las dos mujeres con las que vivió. Dulong mató a la segunda de ellas y coincidió con Félix Romeo en la cárcel, cuando el escritor fue condenado por negarse a hacer el servicio militar. Vengo a removerte, dijo Félix a la tumba de Dulong. En sus palabras no había arrogancia, sino la incomodidad por escribir de alguien que no podía responder.

En los últimos años se ha puesto de moda el género de los libros del duelo. Aunque sea inevitable, a veces resulta desconcertante ver a un escritor haciendo promoción con un tema así, y el dolor no debería servir de blindaje ante las críticas. Pero algunos de mis libros preferidos cuentan una ausencia: la parte sobre su madre de las memorias de Christopher Hitchens, Una historia de amor y oscuridad, El olvido que seremos, Amarillo o Ravelstein, que termina diciendo: “No es fácil entregar a un ser como Ravelstein a la muerte”. No todos son libros del duelo. Prefiero llamarlos libros infernales.

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