THE OBJECTIVE
Emilio Trigueros

El latido de Europa

«El caso, con todo esto, es que los europeos siempre estamos hablando de dinero; se diría que el dinero es lo único de lo que hablamos como europeos»

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El latido de Europa

Europa tiene una contrastada tendencia a medirse por sus fracasos. La persiguen toda clase de latiguillos: se trate de inmigración, de política exterior o de eurobonos, el caso es que los líderes europeos nunca consiguen llegar a acuerdos; o si lo hacen siempre resulta de mínimos, demasiado poco o demasiado tarde. Los que amamos Europa, que quizás no seamos tan pocos, sufrimos una permanente esquizofrenia mediática: el mismo día, en el mismo periódico, uno puede leer que un relevante político declara que “las respuestas a la crisis del euro fueron una equivocación absoluta”, mientras unas páginas después, un reputado economista explica que “España e Italia estarían en bancarrota sin el euro”. “La unión económica sin unión política resulta disfuncional y desastrosa”, nos dice un analista bien enterado; acto seguido, otro explica que “la gente no entiende que las grandes decisiones políticas se tomen en Bruselas”. Y así vamos, de contradicción en contradicción.

Las dificultades para entendernos, entendiendo Europa, se han agudizado con la tragedia colectiva del Covid-19[contexto id=»460724″]. En las primeras semanas, desde los dirigentes de los países más afectados surgieron demandas de gestos de solidaridad hacia Bruselas, aunque también reproches directos sólo algo menos útiles que las salidas de tono en sentido contrario. Sin embargo, a pesar de la sensibilidad que ha mostrado la presidenta de la Comisión Europa, la crisis sanitaria actual sólo ha vuelto a poner de manifiesto lo que es la Unión Europea: es, principalmente, una suma de países, con una fábrica de moneda común. Eso no cambia de la noche a la mañana, pues las resistencias a una mayor integración vienen de largo, y la Unión no sustituye a los dirigentes de cada país en la responsabilidad sobre su país; dicho lo cual, conviene recordar que Europa ha puesto a funcionar la fábrica del dinero para que los gobiernos de Francia, Italia o España dispongan de fondos para mitigar la precariedad económica a que abocan los meses de confinamiento.

Por lo demás, pasan los años y se sigue repitiendo la escena: parece que la construcción de Europa consiste en esas reuniones en las que los ministros de Economía y Hacienda negocian préstamos y deudas. Y tampoco conviene desdeñar el logro que suponen: esa escena deriva de lo mejor de nuestra Historia común, porque significa que ha quedado atrás un pasado en el que, con una periodicidad aterradora, los países europeos recurrieron a la guerra para continuar la diplomacia por medio de la sangre de los pueblos.

Lo extraordinario del proyecto europeo, la raíz de sus contradicciones, quizás sea, precisamente, lo ordinario que es.

No se funda en un origen histórico necesario, sólo en un principio casi estrictamente lógico: un número de países deciden delegar en una institución conjunta aquellas políticas que se abordan mejor fijando un rumbo común. Ese principio no es un mero enunciado que enmarca los debates en un lenguaje políticamente correcto, y en normativas más o menos ilegibles. Ha tenido consecuencias materiales en nuestras vidas. Sería inimaginable la velocidad de desarrollo de España en los últimos treinta años sin su integración en Europa. Y, aunque la relación no sea simétrica, tampoco la industria alemana sería la que es sin un mercado de más de trescientos cuarenta millones de habitantes en su misma moneda.

El caso, con todo esto, es que los europeos siempre estamos hablando de dinero; se diría que el dinero es lo único de lo que hablamos como europeos. Aunque también ofrece sus ventajas: qué descanso no tener que explicar a nuestros hijos mitos fundacionales, épicas históricas, guerras, sometimientos, independencias. Qué extraordinario que el origen de la Unión Europea sea ese principio de razón: elevar a la cooperación constructiva entre países las cuestiones que afrontamos mejor juntos.

Pero hay más. Bajo el hecho de que Europa se mida por sus fracasos, subyace que los europeos no podemos evitar medirnos por nuestros ideales. Podemos honrarlos o no, fallar a ellos por completo, traicionarlos, pero no podemos comportarnos como si no existieran.

También en estos tiempos de crisis sanitaria y social. Las cosas no pueden estar más complicadas: endeudamiento de nuestras cuentas públicas, desempleo, sectores enteros detenidos, incertidumbre… Una repetición de la crisis del euro es posible y, desde luego, la tensión entre razón colectiva e intereses de poderes nacionales nunca nos va a llevar por una senda fácil. Y no obstante es ahí, en esa vieja lucha entre poder y razón, donde empezó a latir Europa.

Poco a poco, aunque hoy parezca remoto, volverá a ser tiempo de principios, de que comiencen cosas. Ese día, de nuevo, sí, habrá que llamar a los ministros de Economía, pero no para acordar medidas de emergencia ante la precariedad social, sino para debatir qué hacer juntos. En qué invertir, cómo financiarlo. Las cuestiones centrales siguen ahí, ante nosotros: el clima y la energía, los impactos de la comunicación digital, el cambio de una economía volcada en el híper-consumo a un mayor peso de los bienes públicos. Es difícil pensar un lugar mejor desde el que afrontarlo. La Unión Europea no está sobre-endeudada en conjunto, ni mucho menos. Las grandes empresas europeas son competitivas en todos los mercados del mundo. Tienen una sociedad detrás que tiene metas, industria y tecnología, servicios, tejido social.

Lo elija o no, piense así en ello o no, cualquier europeo, en cualquier pueblo o ciudad, forma parte del curso del espíritu racional, productivo, ponderado, en un continente. Esa racionalidad, esa productividad, esa ponderación entre la realidad y nuestros valores, son atributos de un espíritu cuya esencia llamamos con este nombre, Europa, que representa lo que llevamos a cabo unidos los europeos, día a día, entre estados de esperanza y desaliento, reveses y logros, como se dan en cualquier vida. En el mismo camino en que cada uno va siendo, viviendo, la persona que es, compartiendo los tesoros de la vida con otros, hay una Europa de los ideales que late. Se escuche o no.

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